Wilde no quiere matrimonio gay

España · Paolo Gulisano
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25 julio 2013
El voto de la Cámara Alta británica este curso a favor del matrimonio gay ha sido sorprendente, signo de una evolución del pensamiento ya muy difundida entre las élites británicas. La Cámara de los Lores siempre ha sido de hecho la expresión de la Tradición. Pero tal vez esta “traición” de los custodios de la Tradición no deba ser tan sorprendente: los Lores representan a Gran Bretaña tanto en sus méritos como en sus defectos. Son un espejo del país.

El voto de la Cámara Alta británica este curso a favor del matrimonio gay ha sido sorprendente, signo de una evolución del pensamiento ya muy difundida entre las élites británicas. La Cámara de los Lores siempre ha sido de hecho la expresión de la Tradición. Pero tal vez esta “traición” de los custodios de la Tradición no deba ser tan sorprendente: los Lores representan a Gran Bretaña tanto en sus méritos como en sus defectos. Son un espejo del país.

“No se debe mirar ni a las cosas ni a las personas. Hay que mirar sólo los espejos. Porque los espejos sólo nos muestran máscaras”. Como escribió Oscar Wilde en su tragedia Salomé. Precisamente este gran autor irlandés protagonizó a finales del siglo XIX una historia que aparentemente puede parecer un episodio de grave homofobia, sufrida precisamente por un Lord, un miembro importante de la aristocracia británica, pero en que en realidad, después de más un siglo, nos puede hacer reflexionar sobre hasta qué punto están en juego el matrimonio y la familia.

Wilde, que estaba casado con una mujer a la que amaba con ternura pero a la que no conseguía ser fiel, y que tenía dos hijos a los que dedicó sus maravillosos cuentos, había iniciado una relación homosexual con Lord Alfred Douglas, hijo del marqués de Queensberry, uno de los más influyentes pares del reino. Queensberry era un feroz anticlerical que formaba parte de varias asociaciones ateas y secularistas, pero aquella relación de su hijo no le gustaba mucho. De hecho, insultó públicamente a Wilde con un escrito en el que acusaba al escritor de sodomía. A raíz de este provocador mensaje comenzó la ruina de Oscar Wilde. Pero más que Oscar fue Bosie (el apodo de Alfred Douglas) quien reaccionó con furia a esta acusación. Hizo todo lo posible para convencer a Oscar de querellar a su padre y llevarle a los tribunales. Bosie buscaba su venganza personal. El enfrentamiento con su padre había llegado al extremo: su sueño era verlo encarcelado, vencido y humillado.

En marzo de 1895 Wilde denunció a Queensberry por difamación. La demanda presentada contra el marqués de Queensberry, John Sholto Douglas, formalmente denominada “Regina versus Queensberry”, es decir, el Estado contra el marqués, comenzaba en estos términos: “por haber escrito injusta y maliciosamente y hacerlo de dominio público o por haber hecho escribir y divulgar en perjuicio del referido Oscar Wilde una injuria, falsa, maliciosa y difamatoria”. Wilde afrontó los inicios del proceso con desenvoltura y seguridad, casi como si estuviera en el escenario en el estreno de una de sus obras, o como si estuviera pronunciando una de sus brillantes conferencias ante un público embelesado.

Sin embargo, si el público que acudía en masa al tribunal lo hacía principalmente atraído por las poses y bromas de Wilde, que había decidido ofrecer una de sus mejores interpretaciones del dandy que con perspicacia y elegancia se burla de la sociedad, el principal interlocutor que Oscar tenía enfrente – es decir, el abogado de Queensberry, Edward Carson − era absolutamente refractario a su encanto, y era un personaje muy temible.

Carson, excelente abogado, fue también uno de los políticos británicos más importantes de principios del siglo XX. Por desgracia, a él se debe la trágica división de Irlanda, que tantas víctimas y enfrentamientos causó en el siglo pasado. El interrogatorio de Carson a Wilde fue una verdadera lucha de titanes: a Oscar se le veía con gran soltura en el banco de los testigos, y el jurado seguía atentamente el desarrollo de la declaración. Carson intentó sacar a la luz la vida de Wilde, una existencia dedicada al placer, siempre en compañía de jóvenes con los que no escatimaba en regalos y cenas a base de champán: había basado la defensa de Queensberry en el ataque directo a Wilde para demostrar que su cliente no era un difamador, sino que sencillamente había revelado la verdad oculta del escritor. El abogado, de hecho, llevó al banco de los testigos a varios jóvenes, prostitutos y chantajistas, que había encontrado fruto de investigaciones privadas realizadas por el marqués en toda la ciudad de Londres y que testificaron contra Wilde y declararon haber mantenido con él relaciones íntimas. En realidad, todo ello era sabido por Bosie, cuyo nombre Carson consiguió mantener completamente fuera del proceso; fueron los testimonios de estos individuos, que un tribunal más equitativo habría debido valorar más críticamente, puesto que no quedó probado que Oscar hubiera consumado relaciones sexuales con ellos, los que acabaron con Wilde.

Su abogado, Sir Edward Clarke, que no estaba en absoluto a la altura de Carson, retiró la acusación de difamación contra Queensberry, y entonces fue Carson quien pidió a su vez la incriminación de Wilde. De hecho, fue acusado de delitos contra el undécimo artículo del Amendment Act, la reforma del código penal inglés de 1885: graves actos de indecencia. Comenzaba así un  nuevo proceso: Regina versus Wilde. El conflicto se resolvió rápidamente con un resultado obvio: el 25 de mayo de 1885 Oscar Wilde fue condenado a dos años de cárcel y trabajos forzados.

Queensberry siempre había sido miembro de la alta sociedad británica, un hombre que había servido al Imperio, una gloria del deporte nacional; Wilde le había llevado a los tribunales, pidiendo su condena por difamador, y la sociedad británica había cerrado filas en torno al marqués. El proceso fue tan hipócrita que ni siquiera llamó en causa a Lord Alfred Douglas, a pesar de que era evidente para todos que su relación con Wilde había originado el conflicto con su padre y hubo que llamar a terceras personas, a los jóvenes prostitutos de los bajos fondos, para acusar a Wilde, y estos se cuidaron muy bien de decir que entre sus clientes estaba Bosie, y ni siquiera fueron acusados después de sus declaraciones, a pesar de ser en cierto modo reos confesos. Hicieron su trabajo, y eso era suficiente.

Por tanto, no fue un proceso contra la homosexualidad como tal. Wilde pagó la culta no tanto de haber tenido relaciones homoeróticas sino de haber atravesado el muro de silencio que rodea a la homosexualidad. Se podía hacer, pero no se podía decir, esa era la ley no escrita que todos respetaban.

La homosexualidad, difundida sobre todo entre las clases altas, presentaba diversas ventajas: garantizaba la posibilidad de tener actividad sexual fuera del matrimonio sin grandes riesgos, lo peligroso era dejarse ver con señoras y señoritas, mientras que ir en compañía de jóvenes – empleados, estudiantes, colaboradores – depertaba menos sospechas. Además, se evitaba la pesada espada de Damocles de las imprevistas y embarazosas complicaciones típicas de las relaciones con el sexo femenino, como posibles embarazos. En definitiva, las relaciones homosexuales representaban para un gentleman un divertimento seguro, relajante y al alcance de la mano. Lo importante era que la cuestión no fuera demasiado divulgada, que se desarrollara de un modo callado y discreto, salvaguardando las formas de una sociedad puritana. Wilde, sin embargo, fue demasiado teatral en sus comportamientos: no en vano el provocador mensaje de Queensberry que le llevó a la magistratura le acusaba de sodomía.

En cualquier modo, Wilde amenazaba con desvelar un sotobosque escondido y la sociedad inglesa no podía permitírselo. No era ella la que quiso aquel proceso, no quería que el asunto saliera a la luz, pero si era llamada a defenderse lo hacía con toda su violencia y su pomposa respetabilidad.

La cárcel destruyó a Oscar Wilde, pero al mismo tiempo le abrió los ojos. En una obra trágica e intensa, titulada De Profundis, tomaba distancias de su vida precedente, de los errores cometidos, de las debilidades en las que había caído. Una vez fuera de la cárcel, enfermo, solo, fracasado y obligado a dejar Inglaterra, halló consuelo en la Fe. Se convirtió al catolicismo cuando estaba a punto de morir, en París, el 30 de noviembre de 1900. Escribió que la Iglesia católica era para los santos y para los pecadores, y que era la única en la que hubiera querido morir.

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