¡Viva el Papa!

Cultura · Vicente Agustín Morro López
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10 mayo 2014
Ante la Junta de los jefes ejecutivos del sistema de Naciones Unidas, con su Secretario General a la cabeza, el Papa Francisco ha pronunciado un importante discurso. Breve, pero rotundo, claro y valiente. Un discurso sencillo, pero de gran calado antropológico en su fondo, y centrado además en la preocupación por los seres humanos concretos, por cada individuo, cada persona. No ha hablado de abstracciones ni de teorías –humanidad, seres humanos, género humano-, tan caras por su vaciedad al lenguaje de la ONU, de sus agencias y organismos y de tantas otras instituciones internacionales. La ONU es el organismo internacional que más ha hecho para imponer, a fuerza de chantajes y fondos selectivamente repartidos, una visión antropológica radicalmente opuesta a la naturaleza humana: la ideología de género. El Papa ha hablado del valor de la familia y de la vida humana, de la necesidad de respetarlas y protegerlas. Justo lo contrario es lo que promueven muchas agencias de la ONU.

Ante la Junta de los jefes ejecutivos del sistema de Naciones Unidas, con su Secretario General a la cabeza, el Papa Francisco ha pronunciado un importante discurso. Breve, pero rotundo, claro y valiente. Un discurso sencillo, pero de gran calado antropológico en su fondo, y centrado además en la preocupación por los seres humanos concretos, por cada individuo, cada persona. No ha hablado de abstracciones ni de teorías –humanidad, seres humanos, género humano-, tan caras por su vaciedad al lenguaje de la ONU, de sus agencias y organismos y de tantas otras instituciones internacionales. La ONU es el organismo internacional que más ha hecho para imponer, a fuerza de chantajes y fondos selectivamente repartidos, una visión antropológica radicalmente opuesta a la naturaleza humana: la ideología de género. El Papa ha hablado del valor de la familia y de la vida humana, de la necesidad de respetarlas y protegerlas. Justo lo contrario es lo que promueven muchas agencias de la ONU.

Las palabras del Santo Padre han sido contundentes, pero no han faltado, lógicamente, las imprescindibles formas suaves del lenguaje diplomático, pero sólo las justas. Con claridad meridiana, y suma finura, el Papa ha abordado cuestiones fundamentales para el futuro de nuestra sociedad. El Papa no ha querido limitarse a decir unas simples palabras de cortesía, sino que ha querido proclamar algunas verdades esenciales, pues conocía perfectamente el auditorio al que se dirigía. Es más, ha tenido la prudencia e inteligencia de no abordar en ese momento las cuestiones candentes y polémicas que han enfrentado recientemente al Vaticano y a la ONU. El Papa no ha querido convertir el encuentro en un simple acto social ni en una reivindicación de la Santa Sede frente a los injustos, graves y radicales pronunciamientos recientes de algunas instancias y oficinas de la ONU. Ha preferido, en cambio, recordar verdades permanentes. No ha sucumbido a la tentación de ajustar cuentas ni de justificarse.

La intervención ha sido un ejemplo excelente de aplicación de la célebre máxima de Marco Favio Quintiliano, suaviter in modo, fortiter in re –suavemente en la forma, con fuerza en el fondo-, expresión que fue asumida, por añadidura, por el jesuita italiano Claudio Acquaviva, que llegó a ser el quinto Superior General de la Compañía de Jesús a finales del siglo XVI.

El discurso se ha pronunciado, providencialmente, pocas fechas antes del Día de la Familia (15 de mayo), y en el año en que conmemoramos el vigésimo aniversario del Año Internacional de la Familia (1994). En ese mismo año se celebró en El Cairo, auspiciada por Naciones Unidas, la Conferencia Internacional sobre la Población y el Desarrollo que, junto a la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer celebrada en Pekín en 1995, supuso el pistoletazo de salida para la imposición, desde arriba y a nivel mundial, de la agenda de género.

El Papa ha recordado que la familia, «elemento esencial de cualquier desarrollo económico y social sostenibles», es acreedora por mera justicia de una adecuada protección. Esto mismo proclama la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su artículo 16.3: «La familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado.» Ha sido un gesto valiente ante un público que en su práctica cotidiana avala pronunciamientos como el de Wally N’Dow, Secretario General de Habitat II (1996), que opinó que las conferencias de la ONU buscaban provocar cambios en el estilo de vida que llevaran a la «caducidad de la familia tradicional», generando un supuesto «derecho a elegir el tipo de familia», reconociendo al mismo tiempo que se trataba de un «verdadero proceso de reingeniería social.»; o como el siguiente texto de 1992 de la División de Naciones Unidas para el Progreso de la Mujer: «En orden a hacer efectivos a largo plazo los programas de planificación familiar, estos no habrán de ser enfocados solamente a la reducción de la natalidad dentro de los roles existentes de género, sino que deberán cambiar los roles de género en orden a reducir la fertilidad.» Pura ideología de género. ¡Qué lejos están estos planteamientos de la doctrina tradicional de la Iglesia y del magisterio de los últimos pontífices sobre la familia! ¡Qué lejos, sobre todo, de la naturaleza humana y de sus necesidades y anhelos más profundos!

Unas líneas más adelante, el Papa ha proclamado, una vez más en su pontificado, el valor inviolable de la vida humana: «Hoy, en concreto, la conciencia de la dignidad de cada hermano, cuya vida es sagrada e inviolable desde su concepción hasta el fin natural, debe llevarnos a compartir, con gratuidad total, los bienes que la providencia divina ha puesto en nuestras manos, tanto las riquezas materiales como las de la inteligencia y del espíritu, y a restituir con generosidad y abundancia lo que injustamente podemos haber antes negado a los demás.» Más de un alto funcionario de la ONU se habrá removido incómodo en su asiento al escuchar esta defensa natural y sencilla de la vida humana. ¿Qué habrán pensado aquellos que organizan campañas que, bajo el eufemismo de promoción de la ‘salud sexual y reproductiva’, fomentan y propagan el aborto y la anticoncepción? Con suavidad, pero firmemente, el Papa ha proclamado que el derecho de todo ser humano a la vida, desde su concepción hasta la muerte natural, debe ser respetado. Es lo único que hace justicia al hombre y a su naturaleza.

El Papa, con una profunda coherencia interna, ha pedido «desafiar todas las formas de injusticia, oponiéndose a la “economía de la exclusión”, a la “cultura del descarte” y a la “cultura de la muerte”, que, por desgracia, podrían llegar a convertirse en una mentalidad pasivamente aceptada.» Ninguna causa humana puede defenderse con seriedad si se reniega de la defensa de la vida, de toda la vida y la vida de todos. No se puede trabajar por la justicia si se acepta que existen vidas desechables, vidas no dignas de ser vividas; no se puede defender la libertad si a la vez no se defiende la vida de los indefensos, de los débiles, de los no nacidos; no hay derecho a descartar a nadie; nada hay más antihumano que la “cultura de la muerte”: alguien se cree con derecho a decidir quién vive y quién no. Familia, paz, vida, libertad, justicia, desarrollo, están íntima y esencialmente unidos.

Si no hubiera ya miles de motivos y argumentos para gritar ¡Viva el Papa!, el discurso de hoy sería suficiente. San Juan Pablo II ha sido definido hace poco como “el Papa de la familia”. San Juan XXIII ha sido llamado “el Papa de la paz”. Gritar ¡Viva el Papa! es, en el fondo, gritar por la vida, la familia, la justicia, la libertad; es gritar por el hombre, por todos los hombres, por cada uno de los hombres concretos, por sus gozos y esperanzas, sus tristezas y angustias, especialmente las de los pobres y de aquellos que sufren. Esto ha dicho hoy, de forma suave pero rotunda, el Papa Francisco. Por eso, una vez más, ¡Viva el Papa!

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