Vida y muerte en la llanura de Nínive

Mundo · José Luis Restán
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23 diciembre 2014
Leyendo la prensa estos días me asalta una amarga paradoja. Según los datos que manejan diversos servicios de inteligencia, son miles los jóvenes (hombres y mujeres) que abandonan Occidente para enrolarse en la yihad. Esto sucede al mismo tiempo que miles de familias han decidido abandonar sus hogares, sus medios de vida y sus pertenencias, para poder seguir confesando su fe cristiana. Y este doloroso trasiego tiene lugar en torno a un territorio bien preciso y de hermosas resonancias bíblicas, la llanura de Nínive.

Leyendo la prensa estos días me asalta una amarga paradoja. Según los datos que manejan diversos servicios de inteligencia, son miles los jóvenes (hombres y mujeres) que abandonan Occidente para enrolarse en la yihad. Esto sucede al mismo tiempo que miles de familias han decidido abandonar sus hogares, sus medios de vida y sus pertenencias, para poder seguir confesando su fe cristiana. Y este doloroso trasiego tiene lugar en torno a un territorio bien preciso y de hermosas resonancias bíblicas, la llanura de Nínive.

Y nuestra sociedad, en la que se han derrumbado tantas certezas y se han secado tantas raíces, asiste atónita a ambos movimientos humanos. Unos jóvenes que han gozado de ventajas impensables para sus mayores, de una red de bienestar, de una formación y una libertad difícilmente imaginables en otros rincones del planeta, han incubado un odio y un resentimiento abismales hacia Occidente. ¿Aburrimiento, hastío del consumo, nihilismo, frustración de las verdaderas expectativas? Todo lo bueno que nuestra sociedad les ha ofrecido (con sus límites y contradicciones, por supuesto) no ha sido suficiente para provocar una lealtad elemental. En algunos casos se profesa un deseo de venganza que nos corta el aliento, en otros se persigue un mito más cautivador que los ídolos del consumo y del placer que aquí se dispensan como placebo frente a la falta de sentido. Llevamos decenios oyendo hablar del extravío de nuestra cultura, de su fragmentación y su tendencia al suicidio: pues bien, la imagen de estos jóvenes occidentales que sortean todo tipo de obstáculos para combatir bajo las banderas negras del Estado Islámico vale más que mil palabras.

Pero nuestra sociedad, que consume noticias con la misma indolencia compulsiva con la que un paquidermo devora su ración de hierba, tampoco entiende (es decir, sitúa, compara y valora) el otro movimiento al que me refería. El de esas miles de familias dispuestas a arrostrar el duro invierno bajo una tienda de campaña o en una furgoneta destartalada, porque no aceptan abandonar su fe cristiana. “Ni uno solo ha apostatado”, decía estos días con sencillez y orgullo el arzobispo de Mosul. Se calcula que son 120.000 los cristianos que se han refugiado en territorio del Kurdistán, donde al menos gozan de protección y libertad, aunque sus condiciones de vida son en general paupérrimas. Viven bajo tiendas de campaña y en prefabricados, algunos han conseguido alquilar una vivienda. Haciendo frente a enormes penurias y dificultades, intentan mantener el tejido de la vida comunitaria: escuelas para los niños, atención sanitaria, construcción de viviendas nuevas, celebración de la liturgia. “Les han quitado todo menos la fe”, ha afirmado el arzobispo Amel Nona durante su presencia en Madrid para presentar la campaña de Ayuda a la Iglesia Necesitada “Yo también soy cristiano de Irak”. Y no es literatura piadosa. Los “valientes” yihadistas indicaron a estas familias que ser cristianos significaba morir si permanecerían en sus tierras, claro que podían abrazar el islam y todo resuelto. Así que lo dejaron todo y se quedaron con la perla preciosa de su fe.

Es la misma fe en Jesús, el hijo de María que pretendía ser rey mientras le coronaban de espinas. Aquel que hubo de salir envuelto en una manta rumbo al exilio, en brazos de su madre y a lomos de un pollino conducido por José, para evitar a los verdugos de Herodes que pretendían darle muerte. Es la misma fe que en Occidente ha forjado la cultura de las libertades y de la dignidad de la persona y que ahora es blanco de mofas y befas en cualquier serie de medio pelo de nuestras televisiones. Por eso no es extraño que se hable tan poco y con tanta levedad de lo que está pasando en la llanura de Nínive, que se vea a estas familias como una curiosa reliquia que tal vez provoque una pasajera admiración o un vaporoso instinto de compasión, pero poco más. Qué ciegos estamos.

Cuentan los servicios de inteligencia que algunos jóvenes que se embarcan en la terrible vorágine del yihadismo lloran arrepentidos al comprobar sobre el terreno su maldad, incluso su fealdad cotidiana, su macabro culto a la muerte. No es extraño que el salario de las huestes de Herodes sea, de una u otra forma, la destrucción de lo humano. Por el contrario en Ankawa, el barrio cristiano de Erbil, donde se apiña la mayor parte de los cristianos refugiados, suena la algarabía de los niños y brillan las velas de una sufrida Navidad. Aquí se celebra la vida, y a quien la sostiene y la salva. El Papa les ha enviado un video-mensaje en el que les dice que su resistencia y su martirio son una semilla fecunda. Como en la noche de Belén, hace 2014 años, los inermes son misteriosos protagonistas de la historia, y quién sabe si de esa semilla que dice Francisco puede depender el futuro de la fe en nuestra cansada y escéptica Europa. Ayudar a que esa semilla permanezca y dé fruto es para nosotros una forma suprema de caridad, que además es siempre lo más inteligente.

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