Editorial

Verano apocalíptico

Editorial · Fernando de Haro
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25 julio 2016
Todos respiramos aliviados al escuchar las palabras contundentes del jefe de la policía de Múnich, Hubertus Andrae. Palabras en las que desvinculaba al joven responsable de la matanza del pasado viernes del terrorismo islámico. Fue un respiro saber que la muerte de nueve personas había sido obra de un adolescente desequilibrado, obsesionado con los asesinatos en masa. Afectados por tanto dolor, nos habíamos hecho una imagen demasiado apocalíptica de este verano en el que la vida parece no valer nada, tampoco aquí en Occidente. Sobre el alma pesaban los 50 muertos del club gay de Orlando causados por un musulmán de identidad conflictiva, los tiroteos raciales en Estados Unidos, los 84 fallecidos en el atentado de Niza y ahora los nueve asesinados en la ciudad bávara.

Todos respiramos aliviados al escuchar las palabras contundentes del jefe de la policía de Múnich, Hubertus Andrae. Palabras en las que desvinculaba al joven responsable de la matanza del pasado viernes del terrorismo islámico. Fue un respiro saber que la muerte de nueve personas había sido obra de un adolescente desequilibrado, obsesionado con los asesinatos en masa. Afectados por tanto dolor, nos habíamos hecho una imagen demasiado apocalíptica de este verano en el que la vida parece no valer nada, tampoco aquí en Occidente. Sobre el alma pesaban los 50 muertos del club gay de Orlando causados por un musulmán de identidad conflictiva, los tiroteos raciales en Estados Unidos, los 84 fallecidos en el atentado de Niza y ahora los nueve asesinados en la ciudad bávara.

Andrae parecía poner las cosas en su sitio. Aunque, mirando más despacio, quizás no sea tan fácil desmontar la suma de muertos que nos dejó la primera impresión. Sin duda son casos diferentes. No es lo mismo que un joven de origen iraní, depresivo, la emprenda a tiros con el público de un centro comercial a que un reservista negro asesine en Texas a cinco policías blancos por su color de piel. O que menos de diez días después un ex marine repita una acción similar en Luisiana. Tampoco, en principio, hay una conexión inmediata entre la violencia de origen más o menos racial y la radicalización islamista experimentada por un tunecino en Niza o por un refugiado afgano que se dedica a dar hachazos en un tren de Baviera.

Hay quien hace paralelismos entre lo que está sucediendo este verano y lo que ocurrió en Estados Unidos, en 1968, cuando llegaban miles de ataúdes de Vietnam, los disturbios raciales incendiaban las grandes ciudades y la polarización política alcanzó una temperatura altísima por la campaña electoral en la que Richard Nixon y Hubert Humphrey se disputaban la presidencia. Ahora, afortunadamente, no hay una guerra como la de Vietnam. El conflicto protagonizado por el islamismo es más difuso y causa otro tipo de víctimas. No se pueden exagerar las comparaciones, pero todo parece indicar que estamos ante un cambio de época en un contexto de gran violencia.

Una violencia que, a los dos lados del Atlántico, más que causada por grandes construcciones ideológicas y por largos procesos de adoctrinamiento parece hija de una fascinación abominable por la muerte y por la destrucción. Los neo-yihadistas europeos, que en principio son los más armados con justificaciones para morir y matar, en realidad no van a la mezquita, a menudo provienen del mundo de la delincuencia común y suelen recibir un barniz rápido a través de internet sobre la causa que dicen defender. Hay quien explica que estamos ante la tercera ola de yihadismo con una estrategia global bien calculada. Podría ser. Pero sin duda los que llevan razón son los que hace algunos años pronosticaban la presencia de un nuevo fantasma en todo el planeta: el fantasma de un nihilismo ya no bobo sino destructivo. Un nihilismo que pretende derribar todo, hijo de una rabia ciega. La fascinación por la destrucción, por la posibilidad de causar dolor, no parece conocer límites. Todos los ataques son protagonizados por suicidas, todos quieren aniquilar y aniquilarse, afirmarse con la máxima negación, causándose y causando un mal definitivo, irreparable. La soberanía del yo se alcanza con la afirmación de la nada, con la muerte propia y la de los otros. Aunque el ataque se haga en nombre de Dios su pretensión, consciente o inconscientemente, es sustituirlo en esa facultad única que tiene el Misterio, descrita por san Agustín en “La Ciudad de Dios”: “si Dios retira su potencia creadora de las cosas por Él creadas, éstas volverían a caer en su primitiva nada”. ¡Que todo vuelva a la nada¡, grita el atacante. En ese sentido sí se puede hablar de una violencia religiosa, o más bien anti-religiosa. Porque lo que caracteriza la religio es un vínculo, una afirmación inmediata de la realidad, de su origen y de su carácter positivo. Y ahora la negación pretende ser inapelable.

En este verano, en el que la furia de la nada parece la protagonista, se hace más evidente que nunca la necesidad de volver a recorrer el camino viejo y nuevo que permitirá recuperar algo que hasta hace poco nos parecía evidente a todos: es mejor construir que destruir, es más humano afirmar la vida que aniquilarla. No puede darse por descontado.

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