Ver la belleza despierta el corazón

Mundo · Emilia Guarnieri
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20 abril 2022
Estamos hechos para la belleza. ¿Pero con qué ánimo podemos hablar de belleza en medio de la guerra de Ucrania? ¿Qué puede arrancarnos de la nada?

Hemos visto. Hemos visto la violencia de una guerra que parece no tener fin, que no ha ahorrado nada a nadie en su “monstruosidad” ni en su “salvaje crudeza”, como el papa Francisco no deja de recordarnos. Pero también hemos visto a Vasilisa, una chavalita de 13 años que estudia en la academia de danza de Kiev, huyendo de Ucrania con sus puntas en la mochila para no abandonar la belleza del baile allí donde vaya. Hemos visto a Nadija, que ha salido de Jarkov a través de Eslovaquia llevando su violín y pidiendo poder continuar sus estudios en el conservatorio. Hemos visto un concierto en la estación de metro de Jarkov con tres violinistas, un violonchelista y un contrabajista tocando a Bach, Schubert y Dvorak para unas decenas de desplazados.

Hemos visto los rostros conmovidos de hombres, mujeres y niños que los escuchaban, no para olvidar el desgarro por los que han muerto, el dolor por las casas destruidas o la angustia ante un futuro incierto, sino como una contemplación doliente de la belleza de esa música. Identificados con esas melodías sobrecogedoras mostraban en sus rostros la misma belleza.

¿Pero con qué ánimo se puede hablar de belleza en medio de tantos estragos de lo humano, ante una urgencia tan dramática de ayuda humanitaria? Acude a mi mente la imagen de Juan Pablo II en julio de 1982, cuando en Polonia seguía vigente la ley marcial y él recibió a un grupo folclórico de la Universidad de Silesia con el que disfrutó “alegremente”, como él mismo llegó a decir. Al final del encuentro, comparando esa alegría con el dolor de tantos en Polonia, afirmó: “Pienso en las palabras de Norwid: ‘la belleza sirve para entusiasmar en el trabajo, el trabajo para resurgir’. En cualquier situación –añadió– es necesaria esta belleza, para que nos fascine y eleve nuestra humanidad. La belleza existe para entusiasmarnos y animarnos a trabajar. Y el trabajo existe para resurgir”.

Pero a veces somos demasiado moralistas como para creer que la belleza pueda “salvar el mundo”, para aceptar que exista algo dentro de nosotros que sirva antes aún que nuestro voluntarismo o nuestros imperativos éticos, algo que frente a la belleza pueda hacernos resurgir y ponernos en marcha. Sí, porque nuestro corazón sabe ponerse en marcha ante la necesidad, la nuestra y la de los demás. Pero hay demasiados factores conspirando en su contra: la pereza, el propio interés, las comodidades que el consumismo nos regala, el escepticismo. Siempre necesitamos que algo nos arranque de la nada, nos despierte de nuestro torpor. Una fascinación que nos conquiste y nos devuelva un corazón de carne.

Una historia, que en este caso viene curiosamente de Ucrania, cuenta que a finales del primer milenio el rey Vladimir, soberano de Kiev, se convirtió al cristianismo tras oír el relato de algunos de sus súbditos que, tras asistir a una liturgia de monjes cristianos, le dijeron: “no sabíamos si estábamos en el cielo o en la tierra, pues en la tierra no se ve un espectáculo de tal belleza. Nunca olvidaremos tanta belleza”. Era difícil calificar a esos hombres, seguramente rudos e incultos, de escépticos. Es más fácil rendirse a la evidencia de que la belleza atrae al corazón y lo abre de par en par.

Bastaría hacer memoria de la fascinación por la belleza que ha marcado nuestra vida. La belleza del arte, pero también la belleza de ciertas personas, historias y experiencias. Recordar los rostros que nos han atraído, a los que estamos ligados, los lugares que han moldeado nuestro corazón, las palabras o notas que nos han conmovido. Bastaría con eso para seguir deseando la belleza, encomendando a un corazón despierto hasta el cambio del mundo.

Qué razón tenía don Giussani cuando decía que la solución de los problemas que la vida nos plantea “no llega afrontando directamente los problemas sino profundizando en la naturaleza del sujeto que los afronta”. ¡Con cuánta belleza educó don Giussani a tantos, para que profundizaran en su propia naturaleza!

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