Venezuela. Pruebas de guerra civil
La prolongada y dramática crisis venezolana divide radicalmente las opiniones de los observadores, expertos y políticos, sobre todo en América Latina. Entre tanto, la situación es cada vez más crítica: en pocos días los muertos aumentaron a 21. Desde hace días, a distintas horas de la jornada y en todas las principales ciudades del país, los choques se multiplican y la espiral de violencia no se detiene. Obviamente la situación venezolana divide también a la opinión pública en todas partes y en los medios de comunicación. Algunos dan la razón al gobierno del presidente Nicolás Maduro y a los partidos que lo apoyan, ocho en total, de los cuales cuatro tienen representación parlamentaria. Por otro lado están quienes respaldan a los partidos de la oposición agrupados en la Mesa de la Unidad Democrática (MUD), que son dieciséis, de los cuales trece poseen representación parlamentaria. En la Asamblea Nacional, parlamento unicameral, el gobierno cuenta con 55 votos y las oposiciones con 112.
Sin embargo, dentro del país las cosas son un poco más articuladas, porque una parte de los venezolanos, bastante minoritaria, está involucrada en la dialéctica que hemos señalado, y por lo general son grupos dirigidos y manipulados por los partidarios o bien por los opositores al gobierno. Son minorías, pero ruidosas, y saben usar con astucia los medios de comunicación que, divididos también entre ambas posiciones, participan del juego con entusiasmo.
Pero la inmensa mayoría del país vive, mejor dicho sobrevive, en otra dimensión: a favor o en contra de Maduro hay millones de venezolanos que día tras día tratan de conseguir lo necesario para vivir y para garantizar mínimamente su futuro. Ellos no tienen tiempo para participar activamente en el enfrentamiento que arrasa y devasta a toda la nación venezolana. Sus cabezas funcionan en otra dimensión, a años luz de la guerra entre las oligarquías que han tomado al país como rehén. Si en las manifestaciones de estos días salieron a la calle seis millones de venezolanos, cifra imposible de comparar o verificar, serían solo el 20% de la población total (30.410.000).
En Venezuela ninguna de las partes, gobierno y oposiciones, representan una solución; más bien el gobierno y las oposiciones son el verdadero problema, sobre todo porque ninguna reconoce a la otra como verdadero interlocutor. Desde hace por lo menos cuatro años el país está paralizado, maniatado, en continuo descenso, por el odio recíproco, por la mediocridad política, por las ambiciones desmedidas de los líderes o presuntos líderes y por la confusión mental que afecta en igual medida a lo que queda del “chavismo” sin Chávez (Maduro y los suyos, cuya fuerza solo existe porque están apoyados por las fuerzas armadas) y lo que se denomina oposición, pero que en realidad es un agrupamiento de cuatro o cinco pretendientes al sillón de Maduro con su propia fachada de partido político.
Este antagonismo de los protagonistas, no particularmente sinceros ni lineares, maestros del juego táctico, mezquinos, sin visión de futuro para el país y que en realidad no sienten verdadero interés por el pueblo, ya exhausto, nunca permitió que comenzara un diálogo y todos los que –y son muchos– intentaron mediar y/o facilitar el encuentro entre las partes terminaron acribillados desde uno u otro lado. Fue lo que ocurrió con la buena voluntad del Papa Francisco y la diplomacia vaticana, y con la Unión de las Naciones Suramericanas (Unasur) encabezada por el expresidente colombiano Ernesto Samper y la respetable asistencia de tres políticos de primer orden: los expresidentes Rodríguez Zapatero (España), Leonel Fenández (República Dominicana) y Martín Torrijos (Panamá). Pero no fueron los únicos. Las partes, sobre todo Maduro y los hombres fuertes del “chavismo”, hicieron, entre mentiras y acrobacias verbales, oídos sordos a consejos sabios y oportunos de los gobiernos de Cuba, Chile, Bolivia, Nicaragua y muchos otros como las Naciones Unidas, la Unión Europea y la misma Rusia de Putin, así como China y Argelia.
Tanto unos como otros están convencidos de que pueden aniquilar a su adversario y por eso nunca estuvieron sinceramente dispuestos a dialogar, y para dar una apariencia de justificación a su propio sectarismo se aferraron a su trama de argumentos ideológicos, a veces disparatados. Ahora pareciera que ambos se han lanzado por el camino del enfrentamiento y la violencia, pruebas de guerra civil. El penúltimo error antes de la catástrofe.
En esta situación, solo queda un camino para evitar lo peor: la movilización de los gobiernos de América Latina, pero no solo de ellos, sino de la ONU y de la Unión Europea, que obliguen a las partes a convocar elecciones para los cargos más altos del Estado, los gobernadores de los estados y la Asamblea Nacional, garantizando un proceso electoral rápido, limpio y con la observación internacional, pero también con garantías sobre el respeto de los resultados.
La prensa refiere que el Papa Francisco habría manifestado a la ministra de Exteriores de Argentina, la señora Susana Malcorra, su angustia y preocupación por la situación de Venezuela y la voluntad de mantener su compromiso en favor del diálogo entre las partes. Todo lo cual habría sido confirmado a la ministra argentina por el secretario de Estado, cardenal Pietro Parolin. Es la única vía sensata y factible para detener la violencia que ya se ha desatado. Pero es necesario que especialmente los gobiernos latinoamericanos hagan presión para inducir a las partes a ser razonables y convocar elecciones. Es urgente, aunque sea con retardo, restituir al pueblo venezolano su derecho a decidir, y lo que eventualmente se decida en las urnas debe ser respetado por todos.
La Iglesia Católica en Venezuela, arrastrada muchas veces por las oposiciones a ponerse de su parte y violentamente atacada por el gobierno, puede tener un rol decisivo si es capaz de hacer oír el verdadero contenido de su posición, caso contrario, como ya está ocurriendo, quedará involucrada en un gravísimo conflicto. Debe resultar muy claro que la Iglesia no es patrimonio político de nadie y que no es su misión deponer o instalar gobiernos. A la Iglesia le corresponde la defensa del bien común de los venezolanos y en este momento ese bien común se llama “solución política del conflicto”. Por lo tanto, es necesario aclarar muy bien cualquier ambigüedad y los obispos deberían actuar de manera más compacta, evitando multiplicar comentarios y análisis en una situación tan compleja que a veces basta una sola palabra poco feliz para inducir a un error. Es necesario, entonces, una alineación más compacta tras las exhortaciones del Papa Francisco y todo lo que está diciendo desde el día de su elección.
La Iglesia en Venezuela, con la misma firmeza con que ha rechazado los ataques del “chavismo”, no debe ceder ahora a la rabia y el cansancio de las calles, aunque las razones sean buenas y convincentes. Corre el riesgo de quedar involucrada en una crisis política gangrenada.