Universidades a la boloñesa

Mundo · Sebastián Montiel
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24 febrero 2009
Mayo de 1998. Treinta años después de que una frustrada revolución en blanco y negro fuera transmitida en directo desde París. En ese trigésimo aniversario, cuatro ministros de Educación europeos, los de Alemania, Francia, Italia y el Reino Unido, que se reunían en la Sorbona para celebrar otro aniversario distinto, el octingentésimo quincuagésimo aniversario de la fundación de la Universidad de París, acabarían firmando una declaración que comienza literalmente así:

"A pesar de la relevancia que tienen [los últimos pasos dados en el proceso de unión europea], no deberíamos olvidar que al hablar de Europa no sólo tendríamos que referirnos al euro, los bancos y la economía, sino que también debemos pensar en una Europa de conocimientos. Es deber nuestro consolidar y desarrollar las dimensiones intelectuales, culturales, sociales y técnicas de nuestro continente. Éstas han sido modeladas, en gran medida, por las universidades, que todavía desempeñan un papel imprescindible en su desarrollo".  

La vergonzante referencia al euro y los bancos en la excusatio non petita con que comienza la Declaración de la Sorbona revela muchas más cosas que el resto del documento, lo mismo que el último y ambiguo todavía cuando se dice que "las universidades desempeñan todavía un papel imprescindible" en el desarrollo intelectual de Europa. Evocando la facilidad con que viajaban de una universidad a otra tanto escolares como maestros y la celeridad con que se difundían los conocimientos en esa Europa medieval, como si de la falta de porosidad de la Europa moderna no fueran culpables las fronteras e intereses de los estados, la declaración de los ministros reunidos en la Sorbona profetiza que "se aproxima un tiempo de cambios para las condiciones educativas y laborales" y propone como tarea ineludible para hacerles frente la flexibilización de nuestros sistemas universitarios. La universidad europea, según los cuatro ministros, carece de la virtud fundamental que sí tiene en cambio el mercado posmoderno, carece de flexibilidad. Por eso proponen la creación de un Espacio Europeo de Educación Superior (el famoso EEES) al que invitan a sumarse a todos los miembros de la Unión Europea y no sólo a ellos. La convocatoria de la Sorbona encontró eco entre los gobiernos europeos y, en efecto, un año más tarde, en junio de 1999, se reunieron en Bolonia treinta responsables políticos de la Educación Superior de la Unión. Son los primeros signatarios de la llamada Declaración de Bolonia, que no es sino la ratificación del acta de la reunión de París a la que se añaden algunas propuestas más concretas y en la que se adopta el compromiso de finalizar la instauración de ese Espacio Europeo en el año 2010 y de ir revisando su aplicación paulatina en reuniones bianuales. Así arrancó el famoso Proceso de Bolonia y tras esas dos primeras reuniones de París y Bolonia hemos ido conociendo las sucesivas declaraciones de Praga en 2001, de Berlín en 2003, de Bergen en 2005 y de Londres en 2007, firmada ya esta última por cuarenta y seis países. La próxima reunión se celebrará a finales de abril de este año 2009 en Lovaina.

Es muy interesante observar cómo, en esos sucesivos y cada vez más prolijos documentos que han emanado de las reuniones bianuales, se ha ido creando y perfeccionando un lenguaje propio que presta expresión a la pobre filosofía del EEES, y cómo se han ido delimitando y perfilando sus objetivos conforme las recomendaciones teóricas se han ido concretando en normas de los gobiernos correspondientes. De la falta de flexibilidad que se detectaba en París en el sistema universitario se pasó a señalar en Bolonia una falta de movilidad que impedía la adecuada empleabilidad de los ciudadanos y el desarrollo global del continente y se nos animaba a mejorar la competitividad, la comparabilidad y la capacidad de atracción de nuestras universidades. En Praga se vuelve a insistir en la importancia de la movilidad y en la necesidad de mejorar el atractivo y la competitividad, pero se introducen dos importantes novedades: la educación superior debe ser considerada como un bien público y además debe estar sujeta a un control de calidad que realizarán agencias estatales creadas al efecto y que deberían coordinarse en el seno del EEES para usar criterios equivalentes y exigir niveles similares. Dos años más tarde, en Berlín, junto a los motivos recurrentes de la movilidad y de la garantía de la calidad, que a partir de ahora estarán siempre en primer plano, nos descubren los ministros que la educación superior no sólo es un bien público, sino que es una responsabilidad pública (léase monopolio) cuya finalidad es, según se lee textualmente, "hacer de Europa la economía más competitiva y dinámica del mundo capaz de sostener el crecimiento económico con más y mejores trabajos y mejor cohesión social". Progresando en esa disciplina de la sinceridad, en Bergen se valora y agradece especialmente la participación de las empresas, de los sindicatos y de las organizaciones estudiantiles y se pide que se les otorgue un papel decisivo en el proceso. Finalmente, el documento de Londres deja traslucir que los ministros europeos han empezado a barruntar ciertos aires de fronda en torno al EEES, pero cuando, en un intento de apaciguar a los revoltosos, hablan por primera de vez de valores, no pueden aguantar las ganas de explicar a qué señor sirven esos supuestos valores. Dice literalmente el documento de 2007: "Estamos construyendo un EEES basado en la autonomía institucional, la libertad académica, la igualdad de oportunidades y los principios democráticos, lo cual facilitará la movilidad, aumentará la empleabilidad y fortalecerá el atractivo y la competitividad de Europa. Mirando hacia el futuro debemos admitir que, en un mundo en transformación, habrá una necesidad permanente de adaptación de nuestros sistemas de educación superior, para garantizar que el EEES mantenga la competitividad y responda con eficacia a los retos de la globalización". Este mismo párrafo, con unas pequeñas modificaciones, lo habría podido escribir y firmar sin pestañear el director general de la Coca-Cola o quizás mejor el de Endesa, por eso de que la educación superior es todavía un monopolio público en vías de privatización bajo tutela política. Está claro que este lenguaje pone de manifiesto una concepción, consciente o inconsciente, de la universidad europea como sector estratégico de la economía pública con graves problemas de rentabilidad al que hay que aplicar un duro programa de reconversión.

Pero de todo esto no tiene la culpa el Proceso de Bolonia. De alguna manera, contra esta realidad que legitima finalmente este Proceso de Bolonia ya luchaban, en el siglo XIII, el Papa Celestino III cuando otorgó su primer estatuto a la Universidad de París y, en el siglo XIV, el cardenal Gil de Albornoz cuando eximió a la Universidad de Bolonia del servicio imperial. Hay quienes se resisten a reconocer que asistimos realmente a una captura definitiva de la universidad por el victorioso mercado posmoderno que se sirve para ello del control estatal previo. Junto a dichos escépticos voy a suspender por un momento mi juicio crítico y a atender a una de las recomendaciones fundamentales del EEES, la  que subraya la importancia de lo que de forma cursi se ha venido llamando la "sociedad del conocimiento", o sea, la sociedad fundada en la distribución universal de ordenadores y conexiones a Internet, como si los continentes garantizarán automáticamente los contenidos y su bondad. Escribo, pues, en el buscador Google el término "universidad", me encuentro como respuesta más leída la correspondiente entrada de la Wikipedia y me hundo en la lectura hasta llegar a su último apartado que se titula Nuevo modelo de universidad: la socialmente responsable y leo lo siguiente (perdonen la pobreza de la sintaxis):

Aun cuando en algunos países, las Universidades deben por ley ser sin fines de lucro (inventando figuras que bordean la ley para lucrar), son de todas formas para estos efectos empresas.

Las empresas no sólo tienen por rol cumplir con su cometido comercial, en este caso educar, sino que también tienen la responsabilidad, fuerte responsabilidad social, de formar profesionales.

Hay entonces una doble responsabilidad; por un lado tiene el deber de formar profesionales socialmente responsables y por otro debe ser socialmente responsable y generar los profesionales que la sociedad requiere para su desarrollo, y a su vez no generar más egresados que los requeridos por el mercado.

No podemos dejar de destacar… el rol esencial de los estudiantes (mirados incluso como consumidores) de realizar un "consumo responsable". Esfuerzo que muchas veces se ve perjudicado por la falta de información de lo que el mercado necesita realmente…

Está claro que los ministros europeos de universidades no siguen sus propias recomendaciones y no se apuntan a la "sociedad de la información y el conocimiento". Si usaran el Google y la Wikipedia se podían haber ahorrado un montón de reuniones o al menos haberlas dedicado a hacer aún más turismo en esas bellas ciudades y a estudiar su historia, y no a redactar declaraciones cuyos contenidos ya tenían tan claros los anónimos enciclopedistas modernos. El imparable progreso de los optimistas nos ha llevado desde la Enciclopedia de Diderot a la Wikipedia. Pero, para mí, hay algo mucho más triste y mucho más grave. En los treinta y tres folios en que se encierran todas las actas de las reuniones bianuales de los ministros responsables del Proceso de Bolonia no se puede encontrar ni una sola vez la expresión "búsqueda de la verdad". Ni siquiera se puede encontrar una sola vez la palabra "verdad" a secas.

¿En qué se han concretado en la legislación española todas estas sugerencias, consejos y reflexiones emanados de los responsables del Proceso de Bolonia? Las primeras propuestas que acogió nuestra legislación, en los Reales Decretos 1044 y 1125 de 1 de agosto y 5 de septiembre de 2003, se nos hacían ya en la primigenia Declaración de la Sorbona de 1998. Se refieren al Suplemento Europeo al Título, que se añadirá a cada título de educación superior especificando algunas características de los estudios realizados para facilitar el reconocimiento interestatal y, sobre todo, el nuevo "crédito ECTS". Tras el diagnóstico de falta de flexibilidad, los remedios que se nos recetaban para curar la rigidez universitaria ponían de manifiesto qué se esconde tras esa nueva virtud que nunca estuvo ni en la lista de Aristóteles ni en la de Santo Tomás, tras la anhelada flexibilidad. Se nos recomendaba, y así se ha hecho, implantar un sistema de contabilidad común, el llamado ECTS (European Credits Transfer System = Sistema Europeo de Transferencia de Créditos) que nos trae, dice el BOE, una nueva "unidad de haber académico": el crédito europeo o crédito ECTS. ¿En qué se diferencia del viejo crédito al que todos estamos habituados? Fundamentalmente en que eleva un grado su nivel de abstracción, pues a partir de ahora no sólo cuantifica el trabajo de los profesores (diez horas de clase), sino que también se puede usar para medir el esfuerzo de los alumnos, los conocimientos adquiridos, las horas de clase a que asisten y el trabajo personal y en grupo fuera del aula. Y aunque el número de horas de trabajo humano a las que se considera equivalente el nuevo crédito es de entre 25 a 30, nadie debería asustarse, un crédito ECTS seguirá siendo a todos los efectos diez horas de clase y una asignatura de seis créditos será, como hasta ahora, una asignatura semestral con tres horas de clase a la semana más o menos. La revolución se efectúa a otro nivel: se crea una nueva moneda europea para flexibilizar los intercambios en el mercado del conocimiento. El crédito ECTS es el euro de la universidad europea y puede que para los países más pobres, académicamente más pobres, tenga efectos similares al que tuvo el otro euro. Este crédito ECTS nos permitirá convalidar bloques de asignaturas o cursos enteros al pasar de una universidad a otra o de una titulación a otra sin atender prácticamente a los contenidos, sino sólo al volumen de créditos y a las competencias y destrezas adquiridas, pero sobre este otro conejo que ha salido de la chistera de los pedagogos diré algo después.

La segunda propuesta fundamental del Proceso de Bolonia que se adapta a nuestra legislación la recoge el Real Decreto 1393 de 29 de octubre de 2007 en el que se establece una nueva ordenación de las enseñanzas universitarias oficiales. Los estudios universitarios se estructurarán en tres ciclos, que se denominan Grado, Posgrado y Doctorado, con los que se obtendrán títulos denominados de Graduado, Máster y Doctor respectivamente. El primero de ellos, con contenidos de carácter general y orientado profesionalmente, será el pertinente, en principio, para obtener un puesto de trabajo cualificado en la Unión Europea, es el que se equipararía al de Licenciado y al de Diplomado actuales y en el que se detendrían teóricamente la mayoría de los estudiantes. En la casi totalidad de los países adheridos al Proceso de Bolonia el Grado exigirá 180 créditos ECTS, o sea, ser Graduado exigirá tres años de estudios. Una especie de pudor, de temor a la Academia o de no se sabe exactamente qué, ha hecho que en España el Grado requiera 240 créditos, o sea, cuatro años de estudios. Los estudios conducentes al título de Máster, donde se abordarían ya materias más específicas y cercanas a la investigación, exigirán 60 o 120 créditos según el caso, siempre lo último si el Máster diera acceso a los estudios de Doctorado. La letra de la milonga que sirve para amenizar toda esta nueva estructuración es tan políticamente correcta como cantable por todo el mundo: garantía de que los titulados tengan un rápido acceso a un puesto de trabajo, facilitación del paso de unas titulaciones a otras y por tanto de la formación permanente de los que ya trabajan, posibilidad de pasar de unos países a otros para estudiantes y profesores, adaptación rápida de los estudios por parte de las propias universidades al "entorno social", etc. La música, por el contrario, suena a otra cosa muy distinta y es difícil de bailar. Se trata de recortar drásticamente la diversidad de las titulaciones y los contenidos de la enseñanza superior. Porque no es cierto, como se dice, que la "sociedad" vaya a tener en breve necesidad de una gran cantidad de titulados superiores y que, por tanto, haya necesidad de formarlos en menos tiempo, sino que lo cierto es que el trabajo creativo, reflexivo o crítico es cada vez menos necesario y más temido, y que el mercado requiere que la movilidad y flexibilidad que ya poseen el capital informatizado y la mano de obra sin cualificar la tengan asimismo los trabajadores cualificados. La vida dedicada al estudio y a la reflexión crítica sobre la realidad se acaba o se deja en manos de una minoría aislable de freakies. Se trata de la reconversión de la universidad en el Grado Supremo de la FP. No es cierto, como dice el preámbulo del Decreto citado, que por fin las universidades, libres de toda traba, podrán confeccionar sus propios títulos. La eliminación de la lista oficial de titulaciones no genera más libertad, sino que es una herramienta para la eliminación de las titulaciones "no rentables", pues la aprobación de las nuevas titulaciones requiere ajustarse a muy rígidas directivas de las administraciones estatal, autonómica y universitaria, directivas que sí tienen en cuenta, por ejemplo, las estadísticas de la evolución del número de matriculados, pero nunca el amor al estudio o a la verdad.

El "entorno social", o sea, el mercado será quien decida si merece la pena que alguien gaste su vida estudiando hebreo medieval o no, según que sus publicaciones y las empresas generadas por su investigación (las llamadas spin-offs) alcancen o no a pagar la inversión realizada. La nueva estructura posibilita también una subida del precio del crédito en los niveles del Posgrado, puesto que el Graduado ya está cualificado para trabajar y podría estar haciéndolo cuando estudia un Máster. (La Junta de Andalucía lo hizo con rapidez pasando de 11 € por crédito en el Grado a 26 € en el Máster.) O se sugiere, por ejemplo, que el sistema de becas clásico sea sustituido en el Posgrado por el sistema bancario. Los bancos, que cada vez con más frecuencia tienen oficinas en los centros universitarios, "ayudarán" amablemente a los estudiantes a pagar sus estudios de posgrado adelantándoles un dinero que cuando sean profesionales súper-cualificados les cobrarán aumentado. Añádase a esto que, a la hora de la verdad, la administración española reconoce que el Grado no sirve en realidad para ejercer con las suficientes garantías la profesión correspondiente puesto que, para llegar a ser Profesor de Educación Secundaria o de Bachiller de la materia de que se trate, hará falta cursar además un Máster que, renunciando a proporcionar los contenidos curriculares específicos que se hurtaron en el Grado, los cambia por 60 créditos de una especie de magma psicopedagógico que recuerda demasiado a la Educación para la Ciudadanía. De esto trata el Real Decreto 3858 de 29 de diciembre de 2007, una fecha que a muchos nos pudo pasar desapercibida, pero que no olvidaremos.

Este último asunto del Máster del Profesorado de Educación Secundaria, así como el establecimiento de los Controles de Garantía de la Calidad que pedían repetidamente los papeles del Proceso de Bolonia y que en España se han materializado, entre otras cosas, con la creación de la ANECA (Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación) y sus homólogas autonómicas, aparte de ilustrarnos sobre otro aspecto más de la ya comentada entrega de la universidad en manos del mercado global a nivel continental, nos descubre también una característica particular que tiene el proceso en España y que comparte con algunos otros países como, por ejemplo, Francia. Se trata de la influencia nefasta de ciertos pedagogos o de ciertas escuelas pedagógicas que han influido en los últimos años en los máximos responsables de las estructuras políticas de la educación superior. La infección pseudo-pedagógica a que aludo empieza el día en que uno acepta una mentira peligrosísima que llega disfrazada de evidencia ingenua e ingeniosa: "No es lo mismo saber matemáticas que saber enseñar matemáticas". Y enseguida se hace referencia a aquel maravilloso investigador despeinado y con los zapatos sucios que tartamudeaba y se expresaba, por su timidez, torpe y desordenadamente, del que todos sabíamos con seguridad que debía saber mucho precisamente porque no se entendía nada lo que decía. Hoy tengo claro que cuando un buen matemático enseña matemáticas ante una implacable pizarra durante todo un curso a un grupo de alumnos concretos también les está enseñando qué es un buen profesor de matemáticas, les está enseñando a enseñar. Y esta mostración que realiza, esta actualización del conocimiento que se despliega en él nuevamente como vida, no sólo muestra lo que se transmite sino cómo lo trasmite. Se preguntaba el filósofo francés Michel Henry: "¿No es la pedagogía ese saber previo que se impone a los otros dictándoles los modos adecuados para su transmisión? La ilusión estriba en creer que estas leyes específicas de la comunicación son leyes formales que constituyen un dominio autónomo. A partir de ello, debido a esta autonomía de la pedagogía que propiamente forma su esencia, la enseñanza se vuelve independiente del contenido enseñado. Unas cuantas nociones de pedagogía bastan de ahora en adelante para transformar a todos los ignorantes en profesores sin igual". Esta independencia a la que alude Henry es la que permite convalidar asignaturas sin atender prácticamente a sus contenidos, como nos piden ahora los responsables de la ANECA, sino sólo a las competencias o destrezas abstractas que se adquieren al aprender esos contenidos. No nos damos cuenta de que estos desdoblamientos abstractos suelen conducir a una inaceptable, al menos en la lógica de Aristóteles, regressio ad infinitum. Si no es lo mismo saber matemáticas que saber enseñar matemáticas, tampoco será lo mismo saber didáctica de las matemáticas que saber enseñar didáctica de las matemáticas. Necesitaríamos entonces especialistas en la didáctica de la didáctica de las matemáticas, y así hasta el infinito.

Hace mucho tiempo que el Filósofo, en la Ética a Nicómaco, recomendaba que no se enseñara ética a los jóvenes, porque la forma de hacer bueno a un joven no es iniciarlo en el estudio de la ética, sino más bien hacerle frecuentar la compañía de los hombres buenos. Así y todo, algunos filósofos renacentistas seguidores del mismo Aristóteles, como Francesco Piccolomini, convencieron al Senado de Venecia de que la forma más adecuada de formar a los futuros senadores para que fueran tan eficaces para la República como ellos mismos no era, como hasta entonces, hacer que los jóvenes sirvieran en el Senado en trabajos inferiores, sino enviarlos a estudiar ciencia política (con él naturalmente, de algo hay que vivir). Esta separación entre lo que se enseña y el cómo se enseña es lo que también ha posibilitado que todo este Proceso de Bolonia potencie una enseñanza superior en la que lo de menos, y eso se reviste de libertad, vaya a ser lo que la universidad enseña. Pero, ¿sabemos qué debe enseñar la universidad? Michel Henry, el fenomenólogo francés que cité antes, aseguraba que lo que debe transmitir la universidad es sencillamente "la cultura", es decir, "la autorrealización de la vida en la forma de su autocrecimiento, y ello en lo que concierne al todo de sus posibilidades". Es decir, como él mismo explica en su obra La barbarie, fundamentalmente el arte, la ética y la religión. Asistimos, y en esa dirección nos lleva el Proceso de Bolonia, a la fase final de la construcción de un edificio universitario en la que esas tres materias son, en general, irrelevantes. Se trata de la "destrucción de la universidad" a manos de la "barbarie de la técnica".

Finalmente, si la salsa boloñesa no es, pues, el complemento ideal para las universidades que necesitamos de verdad, ¿cuál es la receta adecuada? No la tengo. Sólo sé una cosa. La universidad que queremos muchos, en la que importaría la vida dedicada a la reflexión crítica y autónoma sobre la realidad, en la que se transmitiría un saber que, como la vida, por el hecho de ser preservado ya crecería solo, en la que sí importaría lo que se enseña y no sólo cómo se hace, esa universidad no será fruto de una ingeniería social o política, sino fruto de una tradición, de la vida de un pueblo particular que ame la Verdad, la Bondad  y la Belleza. Sólo si se preservan y crean lugares en donde la Vida sea el centro, donde se comparta una idea del Bien último del hombre y así pueda estar la economía al servicio del hombre, seguirán existiendo estructuras de educación superior que sean herederas de las antiguas universidades europeas que todos hemos aprendido a querer. Un colega francés del máximo prestigio en el campo de las matemáticas, Laurent Lafforgue, profesor permanente del IHES y receptor de la Medalla Fields en 2002, que lucha activamente por la recuperación de la vieja escuela primaria republicana en Francia, ha afirmado varias veces en foros públicos que la única esperanza de restauración de la vieja escuela laica republicana francesa que alumbró a generaciones de literatos, pensadores y científicos franceses de primer nivel en la primera mitad del siglo XX es la Iglesia. Y le pide a la Iglesia que salve a la escuela laica de la República. La universidad que deseamos no nacerá de imponer una ley abstracta elaborada por los poderes políticos o económicos a una realidad inexistente que debe crear esa misma ley. Nacerá de corporaciones de maestros y estudiosos que dispongan sus escuelas alrededor de alguna fuente de Vida. Sólo la Vida que no nace de nosotros, la que se recibe como don, genera el amor a la Verdad.                  

Sebastián Montiel es catedrático de Geometría y Topología (UGR)

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