Unión Europea. Viva la ayuda del Estado

Mundo · Giorgio Vittadini
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13 julio 2016
Las ayudas estatales llevan días ocupando el centro del debate político, económico, incluso diplomático, en Europa. Y es que el gobierno italiano ha anunciado su intención de recurrir a la intervención pública directa en el capital de bancos en peligro, algo expresamente prohibido por la re-regulación post-crisis, que obliga a soportar las pérdidas de la quiebra de los bancos sobre todo a los accionistas, y eventualmente también en parte a los depositarios de su dinero.

Las ayudas estatales llevan días ocupando el centro del debate político, económico, incluso diplomático, en Europa. Y es que el gobierno italiano ha anunciado su intención de recurrir a la intervención pública directa en el capital de bancos en peligro, algo expresamente prohibido por la re-regulación post-crisis, que obliga a soportar las pérdidas de la quiebra de los bancos sobre todo a los accionistas, y eventualmente también en parte a los depositarios de su dinero.

La narración cultural de las ayudas públicas en 2016 viene a ser esta: la intervención del Estado en la economía pasa a ser un delito político y solo en ciertos casos de emergencia los tecnócratas apátridas de Bruselas pueden valorar la posibilidad de infringir la norma y permitir ayuda pública.

En este escenario, no sorprende que los que invoquen las ayudas estatales en Italia, contra las resistencias de Bruselas y del gobierno alemán, sean los expertos liberales, es decir, los economistas siempre más ortodoxos al afirmar la capacidad autónoma del mercado para autorregular sus propios boom y sus propias crisis, manteniendo lo más alejados posible a los estados y a los políticos.

De hecho, el mercado puede incurrir en “accidentes itinerante” muy graves, y es entonces cuando sucede que las políticas públicas deben ayudar de alguna manera. Por tanto, tampoco es casual que para justificar el recurso a la intervención pública se haga referencia al plan TARP, utilizado en 2008 por Estados Unidos. Al día siguiente del crack de Lehman Brothers, el Tesoro americano arrancó a su Congreso la autorización para comprar 750.000 millones de títulos tóxicos que estaban ahogando a los grandes bancos.

La mano pública, según los liberales, puede por tanto intervenir bondadosamente. Pero el marco sigue rigurosamente circunscrito a la emergencia y la ayuda pública debe limitarse a apuntalar al mercado dentro de los rígidos esquemas dictados por el propio mercado.

En una supuesta “normalidad”, se prohíbe a los Estados interferir en la libre concurrencia entre empresas. La “política económica”, la “política industrial”, sobre el papel, quedaron archivadas a finales del siglo pasado. Pero la cuestión no está precisamente cerrada. Recientemente, la revista Economist –la histórica biblia del liberalismo económico que ambiciona ser liberalismo político-cultural– abría sus páginas con un editorial crítico, mejor dicho, autocrítico, después del resultado del Brexit. “En el último cuarto de siglo, la mayoría ha prosperado, pero muchos electores sienten que les han dejado atrás. Su rabia –reconoce el Economist– está justificada. Los defensores de la globalización, incluida esta revista, tienen que reconocer que los tecnócratas han cometido errores y la gente común ha pagado las consecuencias. La adopción de una moneda europea imperfecta, un esquema tecnocrático por excelencia, ha traído estancamiento y desempleo, y está haciendo pedazos a Europa”. Ya sea el crack de 2008 o el Brexit, hablar de “accidentes itinerantes” que hay que reparar mediante las culturas técnicas ya existentes parece por tanto peligrosamente reductivo, incluso para una publicación fundada en la Londres imperial y convertida casi dos siglos después en la plataforma de las finanzas globalizadas, superando a cualquier “Estado”, a cualquier “ayuda”, a cualquier “política de desarrollo”.

Resulta aún más original la sugerencia que Economist propone para la vieja Europa: “Antes que nada, hace falta un sistema educativo que funcione para todos, independientemente de su edad o clase social”. ¿Por qué los mercados –laboral, industrial, financiero, cultural, político– no consiguen mantener unido al país que se considera fundador de las civilizaciones liberales? Porque se ha dado por descontado que una economía pudiera seguir adelante mediante mecanismos, prescindiendo de la educación, de la creatividad, de la iniciativa, de la preparación de las personas que mueven el sistema.

Es imposible invertir en el sistema educativo sin la participación del Estado, que elimine los obstáculos para quienes carecen de medios pero están capacitados y tienen méritos suficientes, y que dé más oportunidades a los mejores, por el bien de todos.

Y si el Estado tiene que hacer su tarea educativa, ¿por qué no intervenir en el bienestar? ¿O sostener a las empresas que crean empleo y desarrollo? Más aún, ¿no habría que ayudar a las empresas que tienen dificultades por las especulaciones de un mercado que se finge liberal pero que lo busca todo menos el bienestar común?

Hablar de “inversión en educación” es una manera demasiado implícita de reconocer que en momentos históricos decisivos no se puede prescindir de la ayuda pública. Y que es necesario dar un vuelto a la impostación político-cultural del “mal necesario”, del “uso módico y controlado” para obviar “crisis pasajeras”.

Son precisamente los parámetros culturales de fondo los que antes o después deben ser revisados. Los problemas que nos urgen podrían afrontarse y resolverse de otra manera. Hay que diferenciar entre la ayuda pública de los tecnócratas y la ayuda pública de una política industrial nueva y posible. No una ayuda pública que avale el demérito sino que establezca los derechos del mérito. Entre estado y mercado, lo mejor es dirigir la mirada al bien de los ciudadanos, sin apriorismos ideológicos.

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