Una mirada (in)habituada

Tenía una mirada indeciblemente nueva, una mirada no embotada, no cansada, no aplastada bajo los intentos, bajo los remordimientos, bajo los arrepentimientos, bajo los remiendos (Verónica).
Péguy está hablando de Victor Hugo. En su libro Verónica. Diálogo de la historia y el alma carnal (también llamado Clío) dedica páginas y páginas a hablarnos de la genialidad (eterna e infantil) de Victor Hugo. Es eterna porque parece descubrirnos cosas que siempre estuvieron ahí (y que paradójicamente nunca nadie había visto). También porque la inteligencia de los que llamamos genios se remonta a un origen misterioso, a un “arché” más profundo que ellos mismos. Y al mismo tiempo es infantil. Sólo hay genialidad, parece decir Péguy, si el niño que un día abandonamos vuelve a preguntar y a curiosear.
“Todas las esperanzas, todas las carreras del genio se nos abren secretamente. No tendremos, no tenemos más que retomar la senda del niño que fuimos”. En estas palabras parecen resonar esas otras más antiguas, pero igual de eternas: “Si no os hacéis como niños…”. La genialidad que persiguen tantos hombres, que en el fondo todos perseguimos, se nos escurre de las manos y no sabemos por qué. “La mayor parte de las fortunas son gratuitas”, aclara Péguy.
“¡Él no miraba el mundo con una mirada habituada!”. “Veía el mundo, en fin, como si acabara de venir al mundo. Veía el mundo como si saliera de las manos del fabricante”. ¿Volverá a nosotros el ansia irrefrenable de los niños, esa que ya hemos perdido bajo los intentos y los remordimientos, bajo los arrepentimientos y los remiendos? Quizás tengamos que volver a gatear si queremos pasar a las mejores estancias, si no nos queremos perder los secretos eternos de la vida.