Una mirada a la guerra desde Moscú

Mundo · N.
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24 octubre 2023
He visto en los últimos días una película que se titula "A cada uno su guerra". El argumento se desarrolla en Moscú, a principios de los años 50. La guerra ha terminado hace tiempo y los supervivientes ya han vuelto a casa, pero el eco de la guerra sigue presente: las mujeres siguen llorando a sus maridos caídos, los hijos crecen sin padre y los inválidos, a los que se les ha robado el futuro, se emborrachan y viven bajo el miedo de la represión estalinista. Para todos ellos, la guerra continúa.

Yo nací muchos años después de esa terrible guerra, pero durante toda mi infancia pinté junto a mis compañeros de colegio carteles con la consigna “paz al mundo” y repetía, siguiendo el ejemplo de los adultos: “¡Nunca más una guerra!”. Ninguno de nosotros se podría haber imaginado que un día nos encontraríamos envueltos en una guerra iniciada por Rusia contra Ucrania, que, por aquel entonces, formaba parte, con nosotros, de un único estado, la Unión Soviética. Con mayor razón, ninguno de nosotros podía imaginar que por escribir esos carteles de “paz al mundo” en Rusia uno podría acabar en la cárcel.

Hoy toda Europa sabe de esta guerra en Ucrania, pero… “cada uno tiene su guerra”.

Yo querría hablaros de la mía, de la guerra que soportan ahora los rusos que han perdido el derecho a hablar desde el momento en que fue atacada Ucrania. Para nosotros es muy importante ser escuchados, porque solo las palabras y el diálogo pueden ser una alternativa a las bombas. Por eso querría compartir con vosotros mi experiencia y os agradecería que vosotros la compartierais con vuestros amigos. Perdonad si me repito, he redactado este texto durante muchos meses, traduciéndolo poco a poco. Ha pasado ya más de un año desde que la realidad se ha desmigajado. Quienes han querido y han podido escapar de Rusia, lo han hecho. Otros, sin embargo, se han quedado y han estado leyendo y escuchando durante todos estos meses gran cantidad de acusaciones dirigidas, en general, a todos los ciudadanos rusos que no han abandonado el país y, en particular, a ellos mismos. Cada uno ha tenido que recorrer su camino -atravesando el sentimiento de culpa, la desesperación y la impotencia- hacia aquello que pudiera ayudarlo a mantener el equilibrio. Ahora son pocos los que consiguen conservarlo, o mejor, casi nadie lo consigue. Nadie sabe durante cuánto tiempo tendremos que horadar los espinosos senderos que nos lleven a un radiante futuro; muy probablemente no todos alcanzarán este futuro radiante, como es habitual en nuestro país. Hoy vivimos con la sensación de que nos han robado el futuro. Los tiempos son duros y oscuros, y tiempos así requieren nuevas estrategias de supervivencia.

Intentaré describir con mis palabras mi propio camino de la desesperación a la búsqueda de una nueva esperanza. Si puede interesarle a alguien, me alegraré de ello, si no, quedará como un pequeño documento de época. Para empezar, haré un excursus de mi historia personal, que es  parecida a la de tantos otros.
24 de febrero de 2022. Incredulidad, estupor (¿cómo?,¿qué?), miedo, shock, dolor por los ucranianos, deseo de ayudarlos, cartas abiertas de protesta, sentimiento de solidaridad, esperanza de que todo esto acabará arreglándose, que se resolverá, que acabará.

Marzo. Sensación de que el mundo se derrumba; ansia, acusaciones por mensajes privados de mis colegas ucranianos…; división dentro de las asociaciones profesionales e intentos de excluir a los psicólogos rusos de algunas de ellas; noticias que te dejan helado las 24 horas del día, los 7 días de la semana; amigos que empiezan a emigrar; sentimiento de postración, lágrimas. Una soledad inmensa. Sensación de una enorme lastra de cemento que lo aplasta todo.
Abril. Una angustia que no se pasa, miedo del futuro. Una pregunta: “¿y ahora?” Intentos de recomponer los pedazos de mí misma y de mi vida; deseo de ayudar, de ser útil de alguna forma; grupos de apoyo y supervisiones online. Todos los psicólogos rusos -yo incluida- nos apresuramos para hacer cursos que nos permitan trabajar con los traumas psicológicos y TEPT. Oración, personal y común. Encuentros online -que me han sostenido mucho- con los amigos italianos de la comunidad.
Mayo. Intentos sobrehumanos de restituirme a mí misma la capacidad de alegrarme. Acusaciones continuas que llegan de todas partes dirigidas a todos los rusos, en general; reacciones defensivas. Deseo de decir a todos: «Todas estas acusaciones generales sólo van a empeorar la situación». Decisión: «¡Yo tengo derecho a vivir, a pesar de todo!».

Verano. “Reubicación temporal” en el mundo de los árboles, la hierba y el cielo, para conservar la capacidad de respirar, de trabajar, de rezar.
21 de septiembre, movilización parcial en Rusia: segundo derrumbamiento. Notas en los chats, noticias angustiosas desde las fronteras en las que se amontonan los fugitivos durante horas y horas; partida urgente de los que aún no lo han hecho; un sentimiento de abandono; Moscú se vacía de pronto; diálogos con aquellos a los que les ha llegado la carta de reclutamiento. De pronto, me entero de nuevos hechos: se enrola también a personas que, por motivos de salud, estaban exentas y habían ido a las oficinas de reclutamiento para presentar los documentos médicos que lo atestaban.
Noviembre. Devastación, cansancio persistente. Intentos de “mantenerse”. La constante de este periodo es un trabajo continuo, problemas de sueño, una angustia de fondo en todo, el rosario. Además, el apoyo de un querido amigo sin el cual, creo, no sobreviviría a todo esto. Ya desde marzo del 2022, pasado el primer shock, Facebook y las demás redes comenzaron a bombardearnos con miles de posts y discursos sobre la culpa y la responsabilidad colectiva de los rusos. Después cambió la retórica y desapareció la palabra “culpa”, pero se siguió hablando de la responsabilidad colectiva con una fuerza redoblada. Al principio, esto me hacía llorar y generaba un deseo de justificarme y explicar a todos y a cada uno: «No, no es así… nosotros no…». Después, el lugar de este deseo, lo ocupó la rabia. Decidí eliminar de Facebook a los amigos que, en teoría, eran aliados, pero que, en la práctica, demostraban una total ausencia de empatía (al menos, así me lo parecía). Al final me impuse esta regla: no permitir a nadie que me eche encima un peso que no me corresponde.
Cuando también mis conocidos no virtuales, emigrados de Rusia, empezaron a bombardearme con los enlaces y comentarios que tendrían que haberme «abierto los ojos ante lo que estaba pasando», me formulé una nueva regla: si es imposible explicarlo, mejor interrumpir temporalmente la comunicación. No, en mi círculo de conocidos casi no había nadie que sostuviera la guerra, pero había un gran número de personas que, habiendo emigrado, no entendía en absoluto lo que significaba seguir viviendo en Rusia. Facebook y las redes se llenaron de “justos”, que habían conseguido salir antes, que comenzaron a soltar sermones a los que se habían quedado, explicándoles cómo tenían que protestar y cambiar el régimen. Era imposible hacer entender a esos “héroes” que, en ese momento, las protestas no podían cambiar la situación, que la Plaza Roja no puede ser Maidán y que Putín no puede compararse con Yanukovich. He aquí un diálogo típico de ese momento:

-¿Por qué no hacéis hada?
-Y tú, ¿qué quieres que haga?, ¿ir con una pancarta por la calle para terminar inmediatamente
en prisión?
– Pero, ¿por qué no has salido aún de Rusia?
-¿Me pagarías tú el apartamento?
-¿Pero no puedes irte a Italia y trabajar online?
-¿Pero tú no entiendes que al cambio allí yo ganaría tres céntimos y que con un visado turístico
solo puedes estar en Europa 90 días?

Cuando empezaron los problemas con los visados rusos (cfr. Estonia, Letonia, Lituania, Finlandia, Polonia…) y con las tarjetas de crédito; cuando se dejó de invitarles a conferencias internacionales y algunos de los mass media occidentales comenzaron a demonizar todo lo ruso, en mí se formuló otra regla: ¡no te aferres a tus ilusiones! Acepta el hecho de que nunca ha existido ese maravilloso y justo mundo occidental, este “mundo occidental” es tan imperfecto como cualquier otro mundo; solo que allí funcionan mejor las estructuras democráticas y hay menos corrupción y más respeto por la vida de las personas (y todo esto es, seguramente, un bien). Fue difícil explicarle este descubrimiento a la niña que hay en mí, a mi otro yo infantil que se aferraba desesperadamente a un sueño moribundo y lloraba desconsolada. Obviamente, no es que yo hubiera vivido hasta este momento en el mundo de las fábulas, pero, aún así, sentí una gran desilusión cuando me enteré de algunos hechos, como por ejemplo, la cancelación imprevista de la intervención, en algunos países europeos, de periodistas o escritores rusos, bajo petición de los activistas ucranianos. Uno de los últimos ejemplos es lo sucedido con Viktor Shenderovich, periodista ruso que tendría que haber hecho una intervención en Londres. Se habían vendido ya 300 entradas, pero el acto se canceló en el último momento, sin razones, de forma que tuvo que irse con su público a un parque. Últimamente, los ponentes ucranianos se niegan a participar en conferencias internacionales en las que haya ponentes rusos, aunque estos hayan declarado abiertamente que están en contra de la guerra. Se pueden entender los sentimientos de estos ucranianos, pero a mí me parece que, cuando los organizadores europeos cancelan por este motivo las ponencias de relatores rusos, se incurre en la discriminación.
Cuando los medios alternativos se han hecho tan ideológicos como los oficiales, pero con un signo distinto, mi conclusión ha sido la misma: «No te ilusiones, en el mundo no existe el periodismo totalmente independiente, la línea editorial siempre está determinada por unos o por otros: rojos, blancos, verdes, de derecha o de izquierda. Hay algunos periodistas independientes, sí, pero son raras excepciones. Así que, no abandones el pensamiento crítico y no te fíes ciegamente de ningún medio de comunicación». Quizá tengo que añadir que yo ya no veo los canales oficiales de TV rusos desde hace mucho tiempo y que escucho solo a algunos pocos politólogos y analíticos de los que me fío.
Otra cosa que he aprendido, después de mantener algunas conversaciones con personas que viven en Polonia y en los EEUU, es que nuestra forma de percibir lo que sucede ahora, depende en gran medida del lugar en el que vivimos. Si bien puede parecer triste o extraño, hay un muro entre tú y las personas que comparten tus mismos valores. Esto lo he entendido mejor gracias a un viejo amigo, sacerdote, que ahora vive en Polonia. Fue él quien me dijo: «Ahora estamos en sitios diferentes y esto no puede dejar de influirnos» (menos mal que después añadió: «pero esto no impedirá que podamos dialogar»). Para mí fue muy difícil aceptar su opinión. Según él, la mejor solución es la victoria de Ucrania en el campo de batalla y la derrota absoluta de Rusia. Lo mismo dicen mis conocidos emigrados a EEUU. Por mi parte, yo les respondo: «Pero, ¿os dais cuenta de que yo vivo en Rusia y que no puedo desear eso que decís porque tengo miedo? Cualquier derrota bélica supondrá inevitablemente muchas víctimas, también entre la población civil».
Es difícil explicar a alguien que vive en un país seguro que cuando dice este tipo de cosas, está echando sal sobre una herida abierta. Otra conclusión: «Recuerda más a menudo que nadie es capaz de ponerse en tus zapatos, como tú no puedes ponerte en los zapatos de los que se han encontrado en el epicentro de la destrucción, los que lo han perdido todo y ahora solo sienten odio hacia el enemigo. No te hagas la ilusión de que los entiendes».
Al llegar el invierno se vio claramente que la situación no estaba mejorando, sino que cada vez empeoraba más y que yo no podía cambiar nada. Solo podía recoger algo de comida para darla a los voluntarios y seguir trabajando, es decir, hablar con los rusos dispersos por todo el mundo: Georgia, Tailandia, Serbia, Chipre, Armenia, Israel… A veces me parecía que yo misma recorría el camino que habían hecho ellos -desde la duda hasta el momento de la decisión, del sentimiento de extravío a la búsqueda de una casa en algún país extranjero, hasta el respiro de alivio.
En diciembre, mi página de Facebook constaba de los grupos “Fuera de Rusia”, “Tiempo de escapar”, etc. Leía y escuchaba de mis clientes y conocidos historias de rusos que no conseguían abrir una cuenta en bancos europeos, que no podían mandar dinero a sus familias, ni recibir permisos de residencia, ni siquiera en Turquía, que se veían obligados a viajar en tres etapas con niños, ancianos y gatos, que sentían al mismo tiempo tristeza y rabia. Me daba cuenta de que yo nunca podría hacer sin ayuda esas cosas, por mis problemas de salud. Y me nacía una pregunta:
«¿De qué son culpables todas estas personas que no quieren sostener la política de Putin y que, sin embargo, son rechazados por Europa?». Yo también me he topado con los mismos problemas, porque no podía recibir el dinero de los clientes que habían salido de Rusia.

Y aquí estamos, en el segundo año de guerra. Los caminos de muchas personas se han separado. Los que han salido de Rusia intentan resolver sus problemas en sus nuevos países. Algunos de ellos mantienen las relaciones con los amigos que se han quedado en Rusia, mientras que otros han empezado a culpabilizarlos por no haberse ido, sin considerar el hecho de que no todos tienen las mismas posibilidades. Facebook y los medios alternativos en lengua rusa están llenos continuamente de estas acusaciones: «¿Cómo os permitís ir a los teatros y a las exposiciones viviendo en el ‘territorio del mal’?, ¿cómo os permitís seguir yendo al bar a charlar con vuestros amigos? Seguir viviendo así es hacer un pacto con el diablo». Alguno va incluso más allá: «Solo hay una vía de salida, Ucrania tiene que derrotar a Rusia». Otros, como por ejemplo, Ilia Ponomariov, incitan incluso a incendiar las oficinas de reclutamiento y a destruir las líneas ferroviarias, llamando a estas cosas “acciones partisanas”. Yo, personalmente, lo considero terrorismo, porque en acciones de ese tipo, a menudo, muere gente absolutamente inocente. Cuando leo o escucho este tipo de cosas, me gustaría preguntar a esas personas: «¿Cómo te lo imaginas? ¿Os dais cuenta de que, si ahora la guerra solo está apoyada por una parte de los rusos, en caso de invasión todos se verán obligados a defender su tierra? Y, además, ¿no os acordáis ya de que en Rusia viven vuestros antiguos compañeros de clase, de universidad, del trabajo, vuestros parientes, etc.?» La sociedad rusa se ha dividido; de hecho, se desarrolla una guerra “fría” civil: los padres han dejado de hablar a sus hijos, los amigos a los amigos, muchos de la antigua generación se creen lo que les dice la propaganda rusa y piensan que sus hijos y nietos tienen que defender la patria. Los “patriotas rusos” llaman traidores a los expatriados; algunos de los expatriados llaman colaboracionistas a los que se han quedado; los que se han quedado se defienden de las acusaciones de los expatriados…

Por desgracia, cuando más avanza la guerra, más oigo frases del tipo: «Cuanto peor vivan los rusos, antes empezarán a rebelarse contra el régimen». Efectivamente, la vida aquí está empeorando día a día: los precios del dentista han aumentado en un 250%; algunos medicamentos esenciales, de importación, han desaparecido del mercado; por motivos evidentes, se ha blindado el uso del GPS, por lo que los taxistas y los conductores a veces no son capaces de encontrar la dirección que buscan; las empresas extranjeras cierran y la gente se está quedando sin trabajo. Pero esto no es todo. En los últimos tiempos, los drones ucranianos han conseguido alcanzar algunas ciudades rusas. Los habitantes de la región de Belgorod viven desde hace ya tiempo, en zona de guerra, más de 39.000 de ellos han sido evacuados (o se han ido) solo de la ciudad de Shebekino, cerca de la frontera. ¿Ha empeorado su vida? Sí, totalmente, ¡lo están perdiendo todo! ¿Y eso, consecuentemente, les está haciendo luchar contra el régimen? Sería absurdo la mera suposición de esta hipótesis. Existen regímenes que no pueden ser derrocados solo como resultado de las acciones del pueblo. Si no me equivoco, Rusia y Bielorrusia son las naciones con el número más alto de fuerzas de seguridad, en relación a la población mundial. En Ucrania nunca ha habido tal aparato de fuerzas del orden y esta es una de las razones por las que no se puede comparar a Ucrania, donde fue posible el Maidan, con Rusia. Baste recordar que ninguno de los valerosos chechenos, ni ucranianos, ni georgianos, por muy amantes de la libertad, ni los generales más valientes, vencedores de la Segunda Guerra Mundial, pudieron derrocar el régimen de Stalin. Todos hemos visto lo que ha sucedido hace poco en las protestas pacíficas de Bielorrusia. La gente ha salido a las plazas regularmente, en gran número y siempre de una forma absolutamente pacífica. Como resultado, han sido arrestados, arrastrados a una prisión en la que muchas veces les han torturado. Al final, la protesta ha sido sofocada por el terror.
Recuerdo perfectamente las grandes protestas en Moscú del 2011, en las que yo misma participé. El único resultado de esas protestas fue el arresto de muchos de los participantes. Ahora, después de la aprobación de las nuevas leyes “Sobre la desacreditación del ejército ruso”, protestas de ese tipo ya no son posibles: se puede acabar en prisión hasta siete años por una sola publicación en Facebook. No hace mucho, un sacerdote ortodoxo ha sido suspendido del servicio divino por haber rezado, durante la Misa, por la paz y no por la victoria en la guerra.

¿La alternativa es la revolución? Todo ruso sabe perfectamente que a la revolución sigue la guerra civil, que es aún peor que la revolución. Es precisamente eso lo que sucedió en 1917, cuyas consecuencias aún se están pagando.

¿Y qué vemos hoy, en julio del 2023? Yo siento como si el círculo se redujera cada vez más en torno a mí. Intento abrir una App y leo: «Esta aplicación no puede abrirse en el territorio de la Federación Rusa». Quiero encargar unas gafas nuevas y me entero de que ya no existen las lentes que siempre he comprado. A estas cosas se podría uno incluso habituar, pero hay otras que dan más miedo: están desapareciendo las infraestructuras médicas y los mejores doctores abandonan el país para no ser llamados al frente y esto, inevitablemente, se convierte en una amenaza para mi vida y la de tantos rusos. Por una parte, nos amenazan con las sanciones, y, por otra, con las nuevas leyes por las que puedes acabar en la cárcel por cualquier motivo. Y, finalmente, ha aparecido otra amenaza más: los drones ucranianos que ahora caen en los alrededores de Moscú y que el 30 de mayo alcanzaron algunos edificios moscovitas. Para mí, ese fue un día horrible: el sentimiento de seguridad se había perdido por completo. Pero cualquier intento de compartir mis emociones se topaba con los férreos argumentos de muchas personas: «¿De qué os lamentáis? Vuestro sufrimiento no es nada comparado con el de los ucranianos». Y esto es lo que infringe continuamente dolor. Hay muchos que piensan que los rusos no tenemos ni siquiera el derecho de hablar de nuestros problemas: cualquier intento de hacerlo, se encuentra con la afirmación apenas mencionada.


Creo que es un grave error comparar los sufrimientos de personas diferentes. Es obvio que yo no puedo ni imaginar lo que sienten las personas que viven en la zona oriental de Ucrania, pero su sufrimiento no anula el de las personas que viven en Moscú o que se han visto obligadas a escapar con lo puesto de Rusia, dejando atrás todo, casa, trabajo y padres ancianos. Hay, además, otra cosa: los ucranianos que viven ahora ese enorme dolor, sienten también una fuerte esperanza. Muchos de ellos esperan que su país pueda tener un futuro y que el mundo occidental estará dispuesto a ayudarlos. Todas las personas con pasaporte ucraniano que van a Europa, ahora tienen la posibilidad de recibir el estatus de refugiado y el permiso de trabajo. Los rusos que no tienen la posibilidad de recibir este estatus y tienen que quedarse en Rusia, por el contrario, se sienten como pasajeros de un enorme Titanic que se hunde lentamente y se ve cada vez más empujado hacia el fondo del mar. Las sanciones no detienen la guerra, solo empeoran la vida de la gente y la propaganda rusa se sirve de esta situación para repetirnos que «es evidente que Occidente quiere destruir Rusia y por eso hay que defenderla» (obviamente, las sanciones son inevitables, pero sería mejor si estas fueran “dirigidas” y pensadas). Por desgracia, muchas personas empiezan a creerse estas palabras y a mí me disgusta enormemente que eso suceda, porque yo recuerdo muy bien otros tiempos.
Después de 1991, cuando cayó la Cortina de Hierro, se nos abrieron todas las puertas: empezamos a salir al extranjero por primera vez en nuestras vidas. El primer paso lo dio Juan Pablo II, que pidió al gobierno ruso que permitiera a los jóvenes participar en un encuentro con él en Czestochowa. Este encuentro inauguró para nosotros una nueva época: por primera vez en la vida pudimos comunicarnos con italianos, franceses, alemanes, etc. (hasta los años de la Perestroika se nos había prohibido el contacto con los extranjeros que vivían en la Unión Soviética). Participamos en una oración común, vimos por primera vez las ciudades europeas. Empezamos a soñar con una Rusia democrática, libre y percibimos un apoyo muy fuerte por parte de todos los europeos, que compartían nuestra esperanza.
Pero no solo soñábamos con la democracia. En agosto de 1991, con el intento de golpe de estado, millones de personas -entre ellos, mi padre- salieron a defender la Casa Blanca (la sede del Gobierno). Recuerdo las barricadas y las hogueras que habían encendido para defenderse del frío durante la noche. Centenares de moscovitas llevaban agua y comida a los defensores de la Casa Blanca. Estas personas permanecieron allí incluso cuando llegaron los tanques. En aquellos días pudimos vencer y pensábamos que, desde entonces, Rusia sería finalmente libre.
Han pasado 32 años. Hace algunos días, durante su intervención en Bonn, Dmitri Muratov – un periodista ruso, Nobel de la paz- dijo: «La ventana de Europa se ha cerrado con candados». Y añadió: «A menudo me preguntan por qué los rusos callan y no se rebelan». Después, él mismo respondía: «Pero, ¿dónde se puede hablar? Están prohibidas todas las manifestaciones. En Rusia hay abiertos más de 20.000 procesos penales contra los que luchan por la paz. Han sido clausurados 300 medios de comunicación independientes. Navalny, Kara-Mursa, Ilya Yashin y otros más están en prisión. El diputado Aleksey Gorinov ha sido condenado a siete años por haber dicho que no era el momento de realizar un concurso de dibujo infantil, pues se estaba librando una sangrienta guerra».

¿Puede decirse que, durante estos 32 años, los rusos han cambiado y se han vuelto pasivos y bellacos? No, un pueblo no cambia tan radicalmente en 30 años. Pero en 1991 Yeltsin supo ganarse la autoridad, asumiendo el mando del ejército. Ahora, cualquier oposición ha sido liquidada: Boris Nemtsov ha sido asesinado, algunos otros están en la cárcel, muchos más han sido obligados a expatriarse porque la mayor parte de ellos son considerados en Rusia agentes extranjeros.
El elenco de los agentes extranjeros crece semanalmente y en él no hay solo políticos, sino también periodistas, psicólogos e incluso ecologistas. ¿Puede entonces decirse que, como sostienen algunas encuestas, el 60% de los rusos apoya la guerra? No creo, porque en este momento, muchos se niegan a responder o dan la respuesta “justa”. ¿Puede decirse que los rusos no hacemos nada por rebelarnos? No, como dice Ekaterina Shulman -politóloga rusa- muchos, simplemente, no quieren acabar en la cárcel por una frase publicada en Facebook. Pero hay muchísimos voluntarios rusos ayudando a los ucranianos que han huido hacia Rusia y que ahora quieren quedarse aquí o seguir hacia Europa. Algunos de mis conocidos recogen dinero, comida y ropa para ellos. Hay rusos que acogen en sus casas a prófugos ucranianos y les ayudan a formalizar los documentos para irse a Europa (precisamente hoy me he enterado de que a los voluntarios que recogen dinero para los prófugos, no solo ucranianos, sino también rusos de la región de Belgorod, les han empezado a bloquear las cuentas bancarias). Hace poco, en la jornada “No estás solo” organizada por un medio independiente, se recogieron 3 millones de rublos (unos 30.000 euros) para ayudar a los presos políticos y a sus familias. A cada proceso político acude una gran cantidad de personas, aunque no se les deje entrar, para dar apoyo a los arrestados. Más de 800.000 rusos han abandonado Rusia, a pesar de todos los problemas con los que se han tenido que enfrentar, solo por no sostener la guerra o para no participar en ella.
¿Podemos hacer algo más? Como sociedad civil, en Rusia, creo que no; las posibilidades de hacer cualquier cosa han sido eliminadas. Quizá, lo que sí podemos hacer, es dejar de dividirnos entre nosotros y de acusarnos los unos a los otros, y empezar, por el contrario, a intentar unirnos. Otra cosa que podríamos hacer es dejar de mirar a las personas “sencillas” como si fueran estúpidas, como a personas con las que es inútil hablar porque están bajo la influencia de la propaganda. Tenemos que aprender a hablar con nuestro pueblo y a no mirarlo por encima del hombro. Además de esto, cada uno de nosotros puede hacer su elección cotidiana: ayudar donde es posible ayudar y evitar el compromiso con el mal, si es posible. Y podemos hacer mucho más juntos, si hablamos de todas las personas de buena voluntad que quieren la paz. Uniendo nuestras fuerzas podemos hacer todo lo posible para acercar las negociaciones. Podemos rezar por la paz, podemos recordarnos continuamente el valor de cada vida humana y colaborar en todos los campos donde sea posible. Y en esa colaboración es muy importante involucrar a los rusos en lugar de excluirlos. Creo que poner la confianza únicamente en el envío de armas a Ucrania es insuficiente y, además, peligroso. El riesgo de un conflicto nuclear y de una catástrofe tecnológica no ha desaparecido y no me parece que sea una buena idea mantener bajo amenaza la vida de millones de personas. Antes o después habrá que empezar a negociar y cuanto antes se haga, mejor será. Una objeción frecuente: «No se puede fiar del Gobierno ruso». Y es verdad. Pero, paradójicamente, esto no es obstáculo para las negociaciones. Nosotros hemos vivido ya la experiencia de la guerra en Chechenia, cuando tuvimos que negociar con los guerrilleros chechenos. La alternativa habría sido seguir bombardeando Grozny y vivir en una guerra sin fin. Muchos afirman que no se puede llegar a ningún compromiso con Putin, sacando a colación el ejemplo de Hitler. Pero Putin no es Hitler: él no tiene los recursos para conquistar otras naciones y, además, en la sociedad rusa los sentimientos actuales son completamente distintos de los de la Alemania de finales de los años 30. Yo no soy politóloga y no quiero entrar en un campo que no compete, pero veo los siguientes riesgos. Si se sigue armando a Ucrania y Rusia se va quedando cada vez más aislada, Europa podrá hundirse en una guerra infinita. Es cierto que, quizá, al inicio, fuera necesario reforzar la posición de Ucrania para que Putin no pudiera chantajearla, pero ahora Rusia está empezando a perder y se podría empezar a pensar en las negociaciones.


No he hablado todavía de los rusos que participan en la guerra y de los motivos que les empujan a hacerlo. Uno de los más frecuentes, para los habitantes de las regiones más pobres, es el de ganar un dinero que nunca habrían podido tener y de recibir la posibilidad de usar un “ascensor social” (por ejemplo, se les da la posibilidad de inscribirse gratuitamente a la universidad, cuando hayan regresado de la guerra y de escapar, así, de la desesperación social en la que, a menudo, se encuentran en sus pueblos). Cuantas más sanciones haya, peor vivirá la gente y más aumentará el número de personas para las que la guerra se convertirá en la única forma de ganar dinero y de subirse a ese “ascensor social”. Seguramente, desde el punto de vista moral, esto suena terriblemente mal, pero la realidad es así. Solo hay que imaginarse las condiciones en las que viven estas familias: ¡hay una gran cantidad de rusos que, a día de hoy, aún no tiene baño en sus casas! Las madres de estos jóvenes están contentas con la idea de que sus hijos tengan un futuro y no acaben alcoholizados o drogados, como muchos de sus coetáneos. Además, están los militares profesionales, que ahora no pueden romper sus contratos y salir del país. La tercera categoría son los delincuentes comunes, presos de las cárceles para los que participar en la guerra es una buena forma de salir de prisión. La cuarta categoría son las personas que han sido movilizadas; si la guerra continúa, esta categoría aumentará mucho más. Muchos se preguntan por qué no se niegan a ir. En Rusia hay una gran cantidad de personas que no conoce sus derechos: muchos de ellos creen que si se niegan, les llevarían directamente a la cárcel. Pero, además, muchas familias piensan que es una vergüenza que un varón escape a la llamada a las armas. Por si fuera poco, se acaba de aprobar una ley que veta a las personas que se niegan a ser reclutados, prohibiéndoles conducir, realizar cualquier compra-venta de inmuebles, pedir una hipoteca, registrar su propio negocio, etc. La última categoría, y creo que la menos numerosa, son las personas que se alistan por motivos ideológicos, determinados a luchar contra los “nazis ucranianos”.
Si la guerra continúa y los ucranianos atacan las ciudades rusas, crecerá el número de personas que participen per motivos ideales, es decir, para defender su propio territorio. Yo estoy contra guerra y pienso que Rusia nunca tendría que haber atacado Ucrania, pero no me avergüenzo de decir que, en caso de ataque, querría que los soldados rusos defendieran nuestras ciudades. Creo que mandar drones sobre las casas de civiles en Belgorod o Kursk es tan inadmisible como mandarlos sobre las casas de los civiles de Járkov o Kiev. Si las cosas continúan así, la guerra correrá el riesgo de no terminar, como sucede en el conflicto entre Israel y Palestina.
Yo no tengo preparada ninguna solución, pero tengo ante los ojos una imagen que es muy importante para mí: la del Papa Francisco que consagra juntas, a Ucrania y a Rusia, al corazón inmaculado de María. ¿Qué significa esto en nuestra vida cotidiana? Probablemente aceptar que la respuesta a nuestra pregunta no se encuentra donde la estamos buscando, y que no podemos resolver este problema usando solo los instrumentos que ya conocemos bien.
Buscamos la justicia, pero solo podemos ser salvados por la misericordia.
¿Cómo están viviendo ahora las personas de mi alrededor esta circunstancia? Si soy sincera siento un continuo miedo. Desde el 30 de mayo, cuando cayeron los drones sobre las casas moscovitas, me despierto de noche para leer las noticias y controlar si ha vuelto a caer alguno cerca o si se ha provocado algún incendio, porque últimamente esto sucede a menudo. Pero el mayor miedo es el que se transmite en Rusia de generación en generación, el que nos han transmitido nuestros padres y abuelos. El miedo a que vuelva la cortina de hierro, de que no se les permita a los rusos salir de Rusia o que las naciones europeas dejen de dar visados, como ya hacen Finlandia, Letonia, Lituania y otras. Todos los rusos recuerdan como, después de la revolución, los que no habían salido a tiempo, ya no han podido salir de Rusia. La mayor parte de los que se pensaron mucho si salir o no y retardaron el día de su partida, después fueron asesinados durante las represiones estalinistas. Este miedo de no irse a tiempo vive continuamente dentro de mí. A él se añade la memoria que se transmite por la parte hebrea de mi familia. Todos los judíos recuerdan cómo fueron asesinados todos los que no tuvieron tiempo para escapar. Este miedo se ha agudizado mucho el 24 de junio de este año, cuando tuvo lugar la rebelión de Progozhin. Ese día, mientras leía que sus soldados marchaban hacia Moscú, me preguntaba: «¿Por qué eres tan estúpida? ¿Por qué no te has ido todavía?». Ahora, además, tenemos el riesgo de quedarnos sin YouTube y puede que sin otras redes internacionales de internet, como ya nos hemos quedado sin Netflix y otras aplicaciones. Durante su intervención en Bonn, Dmitri Muratov ha pedido claramente a todos los participantes que no permitan que se cierre YouTube en Rusia. YouTube es, literalmente, nuestra ventana al mundo. Un tercio de mi vida transcurre entre YouTube y Facebook, pero en Facebook ya entramos ahora con dificultad, y solo si tenemos instalado el VPN. Si pudiera conseguir el status de protección temporal, me iría a Italia, al menos por un tiempo, para poder descansar de este continuo miedo en el que vivo.
Normalmente yo lo manifiesto desde el punto de vista físico: ya he enfermado tres veces en lo que va de verano. Pero, por desgracia, no tengo esa posibilidad.
Después escribiré sobre lo que me sostiene en esta situación. Ahora quiero contar cómo viven las personas que me rodean.

La primera categoría. Las personas que se han ido de Rusia para no tener nada que ver con el régimen de Putin. Entre mis colegas, estos son la gran mayoría y yo sigo comunicándome con ellos a través de Facebook y Zoom (por eso hablo tanto de Facebook).

Segunda categoría. Las personas que han caído en depresión, que sienten sobre sí mismos la culpa y la desesperación. A menudo, ellos también sienten odio hacia el régimen y una total impotencia. Muchos de ellos van al psiquiatra y toman pastillas antidepresivas. El resto sufre sin pedir ayuda. Son personas que piensan que no tienen derecho a vivir una vida normal: han dejado de celebrar fiestas, no van a restaurantes, a teatros y se dejan arrastrar a una depresión cada vez más profunda.
Tercera categoría. Las personas que intentan ignorar todo lo que está sucediendo y tratan de seguir viviendo como antes. Estas personas raramente leen las noticias, no hablan de la guerra y se esfuerzan por evitar todo lo que tiene que ver con ese tema. Yo no quiero acusarlos, porque entiendo que muchos de ellos lo hacen para no perder el equilibrio y la posibilidad de cumplir con su propio deber: trabajar, criar a sus hijos, cuidar de sus padres ancianos… Pero también están los que no prestan ninguna atención a lo que sucede hasta que la guerra no llegue a su puerta. Pero, tras esta actitud, normalmente se esconde el miedo y el deseo de escapar de él.
Cuarta categoría. Las personas que intentan hacer todo lo que depende de ellos: trabajar, ayudar a los demás, hacer de voluntarios, recoger dinero para los prófugos, etc. Pero también ellos caen de vez en cuando en depresión. Entre ellos hay algunos que merecen una mención aparte. Se trata de personas que se preguntan seriamente: «¿Qué quiere mi destino/ Dios de mí hoy?». A través de estas circunstancias esas personas profundizan en su propia vocación y encuentran nuevas respuestas a la pregunta sobre el destino de sus vidas. Hace algunos días, durante un encuentro con monseñor Santoro, G. P. contó como ella, en este periodo, se acuerda de las palabras del padre Romano Scalfi, escritas en su testamento: «Amad a Rusia a pesar de todo». Amar cuando parece que a tu alrededor vence el odio es muy difícil, pero precisamente esto ahora es lo más importante y decisivo. Y, por suerte, entre nosotros hay personas que muestran este camino en acto.
Quinta categoría. Los activistas: abogados, periodistas, diputados, pintores, blogueros y otros que se arriesgan a demostrar públicamente su posición. Sostienen la causa de los presos políticos, organizan conferencias, se ocupan de proyectos sociales, etc. Muchos de ellos son multados, arrestados u obligados a escapar de Rusia.
Sexta categoría. Las personas que piensan que ahora es inevitable la guerra con Ucrania, porque la OTAN, que la está sosteniendo, usa esta circunstancia para acercarse a las fronteras de Rusia y amenazarla. En mi entorno, en realidad, no hay casi personas de esta categoría.

Séptima categoría (poco presente, también, entre mis conocidos). “Los hombres pequeños”. Personas que se sienten como granitos en medio de una tormenta de arena. No quieren que sus seres queridos sean asesinados en Ucrania, pero no tienen la más mínima idea de cómo oponerse a esto. Están acostumbrados a soportar y a sufrir. Sus padres, abuelos y hermanos, siempre han combatido en guerras: la guerra civil, la segunda guerra mundial, Afganistán, Chechenia y ahora Ucrania. Sus familias han soportado el hambre, las deportaciones, las represiones… A menudo se dice de ellos que tienen una psicología de esclavos. Pero es necesario conocer nuestra historia para entender su visión del mundo. Basta con recordar que los campesinos del koljoz (y todos los campesinos tenían que ser miembros de uno), no tuvieron pasaporte interno hasta 1974, es decir ¡solo hace 49 años! Del 35 al 74 estas personas no podían trasladarse de un pueblo a otro sin un permiso escrito por el koljoz y, muy a menudo, el koljoz denegaba estos permisos. Prácticamente eran personas sin derechos. Muchos de mis coetáneos fueron obligados a combatir en Afganistán, aunque esta guerra no tuviera nada que ver con ellos. Muchos murieron allí, pero ninguno podía negarse a participar en esta guerra porque a los 18 años, todos, menos los que estudiaban en la universidad, eran enrolados en el ejército. Si un chico no superaba el examen de admisión a la universidad, inevitablemente terminaba en el ejército. La única vía de salida en esos casos era ingresar en un hospital psiquiátrico, como hicieron algunos de mis amigos. Muchas personas se han acostumbrado a pensar que este es el orden normal de las cosas: los hombres mueren en la guerra, los enfermos de cáncer sufren sin analgésicos y los “viejos” se mueren en torno a los 65- 70 años. Aún en los años 2000, en Rusia, la esperanza de vida para los hombres era de 59 años. Cuando el padre de un amigo mío italiano murió a los 77 años, todos sus conocidos rusos le dieron el pésame diciéndole que su padre era ya muy mayor.


Obviamente también están los propagandistas, los burócratas que apoyan la guerra y muchos que se benefician de ella, pero, por suerte, ninguno de ellos está entre mis conocidos. No sé qué pasará después. A veces me parece estar en una pesadilla que no tiene visos de terminar. Una de las cosas que me sostiene es mi trabajo, es decir, la posibilidad de ayudar a otros. Pero para esto necesito yo misma apoyarme en algo. Otra cosa que me sostiene es la oración y la tercera, las pocas relaciones realmente amigables.
Para ayudar a los demás, hay que poder ayudarse a uno mismo y, por eso, he intentado formular los puntos principales que pueden ayudarme a sobrevivir en estas circunstancias:

– Trabaja hasta que puedas;
– Reza incluso cuando no quieres y no puedes;
– Recuerda que Él está cerca de ti y no pierdas la esperanza;
– No te olvides de ocuparte de ti misma y de los demás;
– Piensa en tu futuro y en el futuro bueno de tu país, aunque esto último tengas pocas
posibilidades de verlo;
– No permitas que el odio y el miedo se apoderen de ti, aunque ese odio esté dirigido a
los que llevan muerte y destrucción y el miedo tenga fundamentos válidos;
– No te olvides de preguntarte qué requieren de ti estas circunstancias:
– Busca el contacto con las personas, aunque parezca que ellos no busquen el contacto
contigo y tú les sientas lejanos.

Lo último ahora es más difícil: a veces querría esconderme en una pequeña cueva y decir: «¡Está bien, me quedo aquí sola!».
¡Pero, no!
A cada uno su guerra. La mía la combato cada día en mi interior: la guerra entre la desesperación y la esperanza, entre el miedo y el coraje de vivir. Me gustaría decir que la luz derrotará a las tinieblas, pero es una batalla que se renueva todos los días y todos los días me pregunto cómo acabará. Perder es rendirse a esa voz que dice: «Todos tus esfuerzos son inútiles, lo mejor sería que tu país desapareciera contigo; te ha tocado vivir en la página negra de la historia y esta página debe ser arrancada». Vencer significa permitir a Dios que toque mi corazón, ver la belleza dentro de la porquería y recordarme a mí misma que Él puede sanar lo que a mí me parece incurable. Desde hace más de 25 años, en los encuentros de la Escuela de Comunidad, oigo decir que Dios actúa a través de las circunstancias. Estoy acostumbrada a esas palabras, pero ahora pueden ser solo palabras si yo sigo mirando lo que está pasando como algo absurdo, o bien puedo mirar a la realidad preguntándome: «¿Qué piden de mí estas circunstancias?».

Mi respuesta a día de hoy: «Tenemos que convertirnos en operarios de la paz». La expresión “operarios de la paz”, en los últimos tiempos, se ha convertido en una especie de palabrota. Con esta fórmula se insultan los rusos, porque cuando hablan de paz, los que apoyan a Ucrania escuchan: «No queremos la victoria de Ucrania». Pero en Rusia es peligroso hablar de paz, porque en esta palabra se oye: «No queremos la victoria de Rusia». Así que resulta que entre los rusos es difícil incluso hablar de la paz. Pero no se trata solo de las palabras. Hay que convertirse en operarios de la paz, es decir, hacer lo que ha pedido el papa Francisco: «Ayudadme en la profecía por la paz». Hoy, mi tarea es comprender de verdad estas palabras y es un trabajo diario. La voz del odio hoy es más fuerte que la voz de la esperanza, la voz del dolor es más fuerte que la voz de la ternura. Pero si se observa la realidad con gran atención, uno se puede dar cuenta de que hay pequeños signos de esperanza: un arcoíris transparente, una sonrisa, una flor. Y si se admira el arcoíris, se responde a la sonrisa con una sonrisa, si uno cuida la pequeña flor y si se encuentran palabras para los que sufren, entonces empiezas a hacer este trabajo. Puede que haya gente que pueda hacer mucho más, pero cada uno tiene su tarea. Lo que para mí es importante es no hacer como si no pasara nada, ser capaz de estar junto a las personas que lloran y no avergonzarme de llorar con ellos, sin olvidar que Dios, al final de los tiempos, enjugará cada lágrima. Me doy cuenta, sin embargo, de que para nosotros ahora es mucho más difícil
recorrer este camino, porque aun con todo nuestro deseo de usar bien la razón, nos topamos con los límites de nuestra psique y de nuestro cuerpo (los míos los conozco muy bien). La psique y el cuerpo a veces no soportan la tensión y hay que aprender a aceptar también este hecho, para ocuparse de uno mismo y de los demás de una forma justa.

Cualquier guerra es destructiva para el hombre. Cuando esta guerra termine finalmente, todos nosotros – ucranianos y rusos- tendremos que hacer un gran trabajo para superar las consecuencias, que serán inevitables. De esto tenemos que darnos cuenta ya desde ahora y empezar, desde ya, a ayudar a las personas a que cuiden de sí mismos y a que aprendan a pedir ayuda a Dios y a los demás. Y ya desde ahora me gustaría dar las gracias a los que me están ayudando, en este periodo, a recordar que Dios nos mira con amor y no nos deja solos. Para mí, personalmente, es muy importante cada encuentro con las personas que vienen aquí y que reconstruyen los puentes que otros destruyen. Me refiero a nuestro querido don Pino, a monseñor Santoro y a los amigos que se han quedado aquí, junto a nuestro obispo Paolo y que repiten siempre que nuestra presencia como cristianos es muy importante, no solo para Rusia, sino para toda la Iglesia y para el mundo.


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