Una mano para atravesar la tormenta

Cultura · José Luis Restán
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21 agosto 2011
Y sucedió lo inesperado. Pese a los agoreros y los cínicos, pese a los acosadores y a cierta prensa canalla, pese a las propias debilidades de la Iglesia. Hay que rebuscar mucho para encontrar algo así en la reciente historia de Europa, aunque la BBC no se entere. Llegaron desde los cuatro puntos cardinales, muchos ya con experiencia a la espalda, otros con muchas dudas, todos en camino. Y encontraron a un hermano, a un maestro, a un padre. Con más precisión: a un profeta y un apóstol, el sucesor de Pedro. 

No ha sido fácil la semana. La más cálida del tórrido verano madrileño, con el estrambote de una tormenta en Cuatro Vientos que por momentos hizo cundir la preocupación entre los organizadores. Pero la vida es así. La JMJ que quería el Papa no es un espectáculo artificial que se ve plácidamente tras pagar entrada. Es la vida misma, la vida en la que surgen tormentas y afloran el cansancio y la queja. La vida con su belleza y su fealdad, la vida que es siempre búsqueda y deseo, anhelo del Infinito.

Benedicto XVI ha tejido un extraordinario tapiz con cuatro hilos de oro: el corazón del hombre sediento de verdad y felicidad; Jesucristo, el Verbo hecho carne (¿quién dice la gente que soy yo?); la Iglesia, fuera de la cual la figura de Jesús se vuelve un fantasma presa de la imaginación de cada uno; y el mundo (convulso y atribulado) que busca una razón válida para seguir esperando. Es el gran itinerario de su pontificado, volver a colocar en el centro de la vida real al Dios que es razón creadora y amor hasta el extremo. ¡Qué claro lo hemos visto esta semana en Madrid! 

La vida no es una broma pesada ni es fruto de la casualidad, no es una fábula contada por un idiota ni un deslizarse triste hacia la muerte. Ese es el mensaje que el apóstol Pedro proclama hoy en nombre de Jesús, en medio de la barahúnda de discursos que en el fondo matan lo humano. Es el anuncio constante de la Iglesia, que Benedicto XVI hace resonar hoy con el sabor y la fuerza de aquellas homilías de los primeros Padres de la Iglesia en el mundo pagano. Y parece como si entre el ruido y la furia, entre la risa malvada que tantos han esbozado estos días se abriera paso un soplo de aire fresco, una brisa que a todos aclara y descansa.

Hacía falta, quizás, esa borrachera de viento y lluvia en Cuatro Vientos, para que entendiéramos bien. Para que no nos hiciéramos falsas ilusiones sobre lo que estaba pasando, que no es fruto de un plan, ni de una organización. Como ha dicho el cardenal Rouco, la lluvia que importa es la de la gracia de Dios, que es la que construye, y no nuestro lucimiento. Sí, pese a todo la Iglesia está viva y despunta en las almas de muchos jóvenes. Pese al escarnio cultural en occidente y a la persecución sangrienta en tantos lugares de la tierra; pese a las traiciones de sus miembros y la escasez de muchos de sus líderes. Pese a cuarenta años de machaque ideológico en Europa. Dijo una vez Joseph Ratzinger, "lo que me sorprende no es el pecado ni el escepticismo, lo que me sorprende es la fe". Ese ha sido mi sentimiento mientras trataba de narrar en directo lo que sucedía ante mis ojos. Eppur si mueve, podríamos decir frente al tribunal del nihilismo.           

Por todo ello sería miope una lectura triunfalista de cuanto ha sucedido. Más bien es algo que nos llena de humildad y de silencio, que nos mueve a la responsabilidad. Como ha dicho también el cardenal Rouco, ahora tenemos más claro en qué consiste acompañar a los jóvenes, qué tipo de maestros y de propuestas necesitan. También sabemos que este camino no es un camino de rosas. Nunca antes vimos tanta hostilidad (minoritaria y radical, sí, pero ha logrado calar en diversas franjas sociales). Y además, como dijo el Papa, tenemos que pensar mucho en los otros jóvenes, los que no quisieron estar, ya sea por ignorancia, petulancia, contaminación ideológica, o simplemente porque el corazón humano se puede cerrar y decir no.        

¿Qué vais a decir a vuestros compañeros y amigos cuando regreséis a casa?, les preguntó este hombre sabio y manso, dulce y genial, intelectual y hombre del pueblo. "El Señor os ha puesto en este momento de la historia (o sea, no perdamos tiempo en renegar) para que siga resonando gracias a vuestra fe (qué desproporción) la Buena Nueva de Cristo". Días antes les había casi gritado: "¡que nada ni nadie os quite la paz!", y en Cuatro Vientos, casi como en una confidencia final, les había dejado una promesa: "con Cristo se pueden afrontar todas las tormentas de la vida". Lo que está en juego es la felicidad de cada hombre. Gracias, Santidad, por reunir y sostener a este pueblo.

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