¿Una madre o la máquina de Turing?

Mundo · Vincent Nagle
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1 marzo 2018
Hace tiempo fui a hablar en un teatro lleno de estudiantes jovencísimos de enseñanzas medias sobre tecnología y relaciones humanas. No tenía la más mínima idea de cómo enfocar el tema, pero mientras hacía mis ejercicios matutinos se me aclararon algunas ideas.

Hace tiempo fui a hablar en un teatro lleno de estudiantes jovencísimos de enseñanzas medias sobre tecnología y relaciones humanas. No tenía la más mínima idea de cómo enfocar el tema, pero mientras hacía mis ejercicios matutinos se me aclararon algunas ideas.

Partí de una premisa por aquel entonces muy reciente, la noticia de que, después de 65 años de pruebas, un programa de inteligencia artificial por fin había superado el famoso test di Turing. El matemático inglés Alan Turing inventó un test para entender si una máquina podía definirse como “inteligente” o no. Puesto que nosotros no podemos dar una definición precisa de lo que quiere decir “inteligencia”, Turing proponía un test donde la persona, consciente del objetivo del test, hablaba con un interlocutor a través de un ordenador, sabiendo que al otro lado podía haber un ser humano o un programa informático. En junio de 2014, en la Royal Society de Londres, por primera vez las personas elegidas para participar en el test no fueron capaces de distinguir entre las respuestas de una persona real y un ordenador. Fue el nacimiento formal de la máquina inteligente.

Dicho esto, les planteé la pregunta de si, a la luz de este progreso en la relación entre el hombre y la máquina, preferían una máquina capaz de hacer todas las cosas que puede hacer una madre y además sin el mal humor, los límites, las debilidades o la mala leche de una madre (o sea, cocinar todas las recetas del mundo, limpiar, charlar, jugar, corregir, ayudar con los deberes), o bien preferían a su propia madre, tal como era.

Todos los alumnos declararon a voces su preferencia por su madre. Pero yo insistí en saber por qué defendían esa opción, les pedí que me explicaran sus motivos. “Mi madre juega conmigo”, dijo uno. “Sí”, respondí, “pero conocemos videojuegos y consolas que ofrecen juegos fantásticos y encima no se cansan nunca. ¿Tu madre no se cansa? ¿Sí? Entonces, para jugar es mejor la máquina, ¿no?”. “¡Pero hace falta una persona real!”, gritaron. Yo les dije: “Pero ya hemos visto que ahora es posible no distinguir entre una conversación con una máquina o con una persona. Por lo que a ti respecta, la máquina podría resultar un interlocutor real, como una persona de verdad, pero además sin contestar, sin perder los papeles por motivo alguno, sin impacientarse ni acusarte de nada. ¿Acaso vuestra madre no os saca a veces de vuestras casillas, no os hace enfadas? ¿Por qué no preferir una máquina sin todos esos defectos?

El diálogo se desarrolló apasionadamente, yo siempre respondía con ejemplos que hacían preferible la máquina porque nos evitaban sufrir. Luego se hizo un poco de silencio y no hice nada por romperlo. “Pero una madre te quiere”, dijo por fin una chica. “¿Qué quieres decir?”, le pregunté. “Quiere que yo crezca, quiere que viva, aunque para eso sea necesario que yo sufra para aprender y para crecer. Ella quiere que yo aprenda a amar, incluso con sacrificio. Aun cuando no es perfecta, una madre te ayuda a crecer”.

Ya había pasado hora y media pero nadie quería irse. Yo tampoco. De hecho, aquel encuentro me sigue acompañando. Cuando no podemos dar las cosas por descontado es cuando aprendemos qué son realmente, y quiénes somos nosotros.

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