Una macabra búsqueda para acallar la conciencia

Cultura · Cecilia Ricci
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27 enero 2014
Después de recibir una riada de críticas positivas y premios como el EFA y el Globo de Oro a la mejor película extranjera, el film italiano dirigido por Paolo Sorrentino titulado “La Gran Belleza” ha conseguido también la nominación a los Oscar en la categoría de “mejor película extranjera” y “amenaza” seriamente con obtener la estatuilla. Sí, amenaza.

Después de recibir una riada de críticas positivas y premios como el EFA y el Globo de Oro a la mejor película extranjera, el film italiano dirigido por Paolo Sorrentino titulado “La Gran Belleza” ha conseguido también la nominación a los Oscar en la categoría de “mejor película extranjera” y “amenaza” seriamente con obtener la estatuilla. Sí, amenaza. Porque junto al film se premiaría la macabra representación de toda una clase social –la alta burguesía romana– totalmente caótica, perdida entre el lujo desenfrenado y el vacío de fiestas rituales a base de sexo y cocaína.

El protagonista de este mundo de excesos es Jep Cambardella, un escritor que debe su fama a la única novela (mediocre) que escribió en su juventud, y que lleva ya años bandeando entre discotecas y terrazas, en continua búsqueda del aturdimiento para soterrar la conciencia de su miseria. Le acompaña un gran grupo de personajes más o menos improbables y igualmente fracasados (enanos, bailarinas, actores, etc).

La historia está voluntariamente ausente y el escenario –una espléndida y doliente Roma cuya grandeza arqueológica sirve de contra-altar a la miseria humana– es un pretexto, porque el objetivo es inmortalizar la condición universal de la decadencia humana sin posibilidad alguna de redención.

Frente a este triste espectáculo, la Iglesia viene representada como impotente (en el personaje de una santa viejísima) y tal vez incluso como cómplice diabólico del desastre (horripilante la figura del cardenal corrupto que bloquea todos los intentos, torpes y humanísimos, del protagonista para encontrar un sentido al propio existir).

Si la figura del prelado resulta insoportable, la de la monja es aún más inquietante. Porque debería encarnar la alternativa a la debacle: la santidad. Pero el personaje de esta monja ultracentenaria, medio santa y medio bruja, que trata de asemejar a la Madre Teresa, es tan monstruoso físicamente y próximo a la muerte por la vejez que resulta totalmente impotente e incapaz de incidir en los destinos de los personajes mediante un verdadero testimonio. La alternativa al vacío es por tanto una figura anacrónica, etérea, tan alejada de las bajezas del mundo que resulta “extraña”, y por tanto ajena a la dimensión terrenal irremediablemente corrupta. Cuando el único susurro de moralidad viene representado por un personaje tan alejado y ajeno, eso significa que la santidad no pertenece a este mundo. Es la habitual perspectiva maniquea dominante, la que relega el bien a un más allá inalcanzable e identifica la esfera terrena con el “mal”. Por lo demás, es el propio protagonista el que se convierte en portavoz de esta visión en las últimas chanzas de la película, cuando dice: “Más allá, está el más allá. Yo no me ocupo del más allá. Por tanto, que esta novela dé comienzo. En el fondo, es sólo un truco. Sí, es sólo un truco”.

Sin embargo, bastaría con abrir los ojos para ver que la realidad está milagrosamente diseminada de ocasiones para volver a levantarse. Como le sucedió realmente a Chris Arnade, consultor financiero de éxito durante veinte años en Wall Street. Perfecto representante de la cultura capitalista del bienestar, Arnade decidió interrumpir bruscamente su gloriosa carrera al sentirse “vaciado” existencialmente. Cambió completamente de vida y se convirtió en fotógrafo del Bronx, adentrándose entre los “últimos” en la miseria de un mundo de pobres, drogadictos y delincuentes. Gracias a ellos y a su potente sentido del pecado, el ateo convencido Arnade descubrió la fe en Dios. Contando su historia en The Guardian, Arnade decía: «Las personas que más desafiaron mi ateísmo fueron los drogadictos y las prostitutas». Y afirmaba: «Todos somos pecadores y por el camino los drogadictos, los últimos, en sus batallas cotidianas y en su cotidiana cercanía a la muerte, lo comprenden de modo visceral». Si la pregunta está despierta y el corazón está dispuesto a acoger, la vida siempre te presenta la ocasión.

Pero esta es una historia que a Hollywood no le interesa contar.

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