Una amarga derrota

España · Eugenio Nasarre
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25 septiembre 2014
Quiero transmitir a los amigos de estas Páginas los sentimientos que me embargan estos días. Me perdonarán, pero no puedo por ahora hacer otra cosa. Tiempo habrá, si Dios lo quiere, para hacer los análisis de lo que ha pasado, porque el asunto claro que se lo merece. Lo que siento es la amargura de una gran derrota. Cualquier derrota tiene sabor amargo, pero lo tiene mucho más cuando es por una noble causa. Siempre he pensado que la política sólo vale la pena para luchar por nobles causas, que son las que la legitiman y le dan dignidad.

Quiero transmitir a los amigos de estas Páginas los sentimientos que me embargan estos días. Me perdonarán, pero no puedo por ahora hacer otra cosa. Tiempo habrá, si Dios lo quiere, para hacer los análisis de lo que ha pasado, porque el asunto claro que se lo merece. Lo que siento es la amargura de una gran derrota. Cualquier derrota tiene sabor amargo, pero lo tiene mucho más cuando es por una noble causa. Siempre he pensado que la política sólo vale la pena para luchar por nobles causas, que son las que la legitiman y le dan dignidad.

He hablado en estos últimos días con mucha gente. En estas ocasiones no me interesan los tuits ni los mensajes por whatsapp. Es mejor hablar cara a cara. Y he percibido en muchos una consternación y tristeza de una hondura que no es nada habitual. No me parece acertado hablar de irritación. Lo apropiado, la palabra que con más frecuencia he oído, es desolación. ¿Por qué este sentimiento? Creo que la explicación es por intuir la magnitud y el carácter de la derrota que va mucho más allá de la paralización de un proyecto de ley, por muy relevante que éste sea.

Esta desolación (“aflicción extrema” la define el DRAE) obedece a que muchos han percibido casi de repente una cierta orfandad política, la sensación de que el partido en el que habían confiado con naturalidad, que constituía la expresión política de un sistema de valores en los que creían y que consideraban buenos para configurar nuestra convivencia, se alejaba de ellos. ¿Una mutación del partido de carácter irreversible? ¿Una incapacidad política para afrontar batallas democráticas en temas que afectan a valores de fondo? ¿Una renuncia a ofrecer con vigor y convicción un “proyecto cultural”, por prioridades aparentemente más apremiantes, como si el futuro de una sociedad no se jugara en el terreno de los valores? Preguntas a las que no he podido responder, pero de las que –eso es lo único de lo que estoy seguro– dependerá lo que suceda en los próximos tiempos en el centro-derecha español y, por tanto, en la democracia española.

Pero ese malestar se acentúa cuando se observa la reacción de buena parte de la izquierda y de corrientes que se autocalifican de progresistas. La reacción alborozada por el triunfo que han obtenido, sin necesidad de pasar por las urnas ni someterse a ninguna votación, refuerza la convicción de su superioridad moral. Es lógico que así suceda, cuando constatan con tanta claridad los temores, debilidades y complejos de la expresión política del centro derecha: los valores los marcan ellos; el centro derecha, simplemente a administrar.

¿Hacia dónde se orientará este sentimiento de desolación? No creo posible dar ahora una respuesta. Los sociólogos probablemente minimizarán el alcance de este malestar, porque hay estados de ánimo que las encuestas son incapaces de detectar. Y porque además, si la irritación llama a la movilización, la desolación no puede expresarse con pancartas. Es un sentimiento más hondo que puede conducir a un amargo retraimiento.

La sensación de orfandad política produce todavía mayor malestar en las circunstancias especialmente dramáticas en las que vive nuestra sociedad: el porvenir de la nación está en juego, el futuro del régimen de libertades y de democracia que nos dimos en la Constitución de 1978 se enfrenta a desafíos formidables. La astucia de algunos gurús quiere convertirles en rehenes, despreciando el sufrimiento que produce la desolación. Pero la historia nos demuestra que eso es jugar con fuego. La astucia no conduce siempre al paraíso.

En todo caso, a los amigos de estas Páginas quiero decirles que mi convicción hoy más que nunca es que vale la pena defender y trabajar por el valor de la vida humana, y su protección especialmente a los más desvalidos e indefensos, porque sólo así construiremos una sociedad más humana.

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