Un pueblo refugio ya deshabitado

Editorial · Fernando de Haro
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7 diciembre 2024
Era cuestión de meses que el Gobierno de Michael Barnier cayese en una Asamblea dominada por los extremismos de derecha y de izquierda. Esta última crisis política tiene raíces profundas.

Macron, el chico listo, se equivocó, al convocar elecciones anticipadas en junio. Demasiado listo. Tras la victoria de Le Pen en las elecciones europeas, quiso recuperar con un golpe genial el espacio perdido. Pero la operación fracasó. Solo en la segunda vuelta de las legislativas de julio se consiguió evitar que Agrupación Nacional ganase. El resultado impide, en cualquier caso, la formación de una mayoría estable. Ni el partido de Le Pen ni la izquierda del Nuevo Frente Popular suman. Menos aún los partidarios de Macron. Era cuestión de meses que el Gobierno de Michael Barnier cayese en una Asamblea dominada por los extremismos de derecha y de izquierda. Esta última crisis política tiene raíces profundas. Macron ganó las elecciones presidenciales de 2017, en un momento en el que la izquierda y la derecha tradicionales prácticamente han desaparecido. Macron es un joven de la élite burocrática francesa que está convencido de ser el ungido por el destino para dar comienzo a un nuevo mundo. Pero a los dos años de haber sido elegido, pierde el favor popular. Macron, distante, tecnocrático, poco dado al diálogo, ha sido incapaz de hacer comprender a los franceses que son necesarias muchas reformas. Casi el 70 % tienen mala opinión de él.
Macron es un presidente sin pueblo, en un momento en el que en Europa se vuelve a usar mucho la palabra pueblo. Es una tragedia que los políticos no tengan pueblo, pero es más tragedia aún que el pueblo esté deshabitado. Se utiliza mucho la palabra pueblo pero no de un modo positivo. Se utiliza para nombrar una realidad que se ha quedado sin pobladores, sin habitantes. El problema no es la crisis de natalidad, eso es una consecuencia. La palabra pueblo está vacía porque se utiliza como sinónimo de refugio nostálgico contra el malestar, como un lugar defensivo donde se vive del recuerdo de los buenos tiempos. El pueblo ha dejado de ser algo vivo para convertirse en un proyecto al que se le debe lealtad por encima de cualquier consideración crítica y razonable. Los ideales de la Ilustración han fracasado y puede parecer que ahora toca, como en el siglo XIX, volver al ideal romántico de “la nación eterna”. No hay nada eterno sin presente. Y en el pueblo no hay presente si los vínculos entre las personas solo tienen como objetivo satisfacer una necesidad nerviosa de reconocimiento. El pueblo está despoblado porque lo que une es la reacción no la razón: las protestas de los chalecos amarillos, de los agricultores enfadados, de los pensionistas que aspiran a mantener a toda costa su nivel de vida, de progresistas que pretenden conquistar nuevos derechos, de conservadores que quieren que se tutelen los derechos de la naturaleza humana…
Un pueblo ocupado por la masa está vacío. Una persona, con un yo mínimo, está vacía. Es lo que pretende el poder, el poder del capitalismo del siglo XXI, de las empresas, de las agrupaciones (también las religiosas): vaciar. Un yo mínimo solo registra sensaciones y emociones disgregadas, tiene como único propósito conservarse y sobrevivir. Esta es la regla suprema: la supervivencia del individuo y del grupo. Eso yo mínimo no es capaz de contarse a sí mismo y contar a los demás aquellos acontecimientos particulares que le cuestionan, le interrogan, le ponen en crisis o dan sentido a su vida. No es capaz de encontrar el vínculo entre lo que ocurre y el significado. El pueblo deshabitado cuando se reúne se dedica a los deportes de riesgo, a los juegos de mesa. Y, sobre todo, se dedica a hablar de sí mismo (a criticar a los amigos que ya casi son conservadores o casi progresistas) y a descargar su frustración en la queja por los políticos que roban, por la globalización o por los gatos negros que se pasean de noche en el tejado. En el pueblo deshabitado se suministran sobredosis de palabras que resecan el corazón y colonizan la mente. No hay pueblo sin un yo. El yo es conciencia de uno mismo y capacidad de hacer experiencia de lo que se vive. Y esa conciencia de la identidad personal es la que da unidad a la existencia y la que permite la unidad con los otros.

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