Un pueblo cristiano, qué espectáculo

Mundo · José Luis Restán
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19 enero 2015
“Tú eres Pedro y traes el fuego, no para destruir sino para purificar, traes el terremoto, no para devastar sino para despertar”. Con estas palabras recibía el joven cardenal de Manila, Luis Antonio Tagle, a Francisco en la catedral. Un templo que como quiso recordar su actual titular, ha sido demolido muchas veces, pero se niega a desaparecer. Como si representara la vida del pueblo filipino, que siempre renace con valentía de los golpes gracias a la roca de su fe invencible.

“Tú eres Pedro y traes el fuego, no para destruir sino para purificar, traes el terremoto, no para devastar sino para despertar”. Con estas palabras recibía el joven cardenal de Manila, Luis Antonio Tagle, a Francisco en la catedral. Un templo que como quiso recordar su actual titular, ha sido demolido muchas veces, pero se niega a desaparecer. Como si representara la vida del pueblo filipino, que siempre renace con valentía de los golpes gracias a la roca de su fe invencible.

Al viaje del papa Francisco al archipiélago católico de Asia no se le han ahorrado vientos, lluvias, incluso accidentes mortales como el sufrido por una joven voluntaria en Tacloban, epicentro de la región más duramente castigada por el tifón Haiyán. Y quizás lo más imponente haya sido la alegría, la dignidad y la fe de este pueblo cristiano, ante el que Francisco ha reído y ha llorado, apartando más veces que nunca los papeles para hablar de corazón a corazón a sus hijos. “Tú eres Pedro, la piedra sobre la cual Cristo construye su Iglesia”, clamó Tagle sin concesiones, Tú eres Pedro que vienes a confirmar a tus hermanos y a tus hermanas en la fe”. Y no se podía decir mejor ni con mayor precisión lo que estaba sucediendo.

Confirmar en la fe es la tarea de los sucesores de Pedro, y Francisco se ha entregado a ella con su sensibilidad particular, conectando inmediatamente con los pobres, con los dolientes, con la gente sencilla que no se hace ilusiones sobre lo que aquí solemos llamar “buena fortuna” o “calidad de vida”, pero que no pierde jamás la conciencia de su dignidad de hijos de Dios y la expresa sin extraños complejos, en casa, con los vecinos, en la calle. Porque sabe que aunque la vida sea dura es siempre hermosa, porque es vocación, respuesta a la llamada de Uno que la ama, que no la abandona, que la espera. Eso representaba la imagen del Santo Niño en el altar levantado en el Parque Rizal: “Él nos recuerda nuestra identidad más profunda, afirmó Francisco, lo que estamos llamados a ser en tanto que somos familia de Dios”.

El Papa que tantas veces nos invita a llorar ha dicho a este pueblo que no tema verter sus lágrimas y mezclarlas con las de Jesús, que nos acompaña en los momentos más difíciles de la vida. “Yo no sé qué decirles”, susurró Francisco, dejando a un lado el discurso preparado para el aeropuerto de Tacloban, ante miles de víctimas del tifón: “¡Él sí sabe qué decirles! Tantos de ustedes lo han perdido todo, solamente guardo silencio, los acompaño con mi corazón en silencio… Perdónenme si no tengo otras palabras, pero tengan la seguridad de que Jesús no defrauda, tengan la seguridad de que el amor y la ternura de nuestra Madre no defrauda y, agarrados a ella como hijos, y con la fuerza que nos da Jesús, sigamos adelante”.

Las palabras más duras las ha reservado el Papa para la mentira y la corrupción en todos los niveles, y ha advertido con tonos inusualmente duros de la fascinación que pueden ejercer modelos ideológicos contrarios a todo lo que el pueblo cristiano reconoce como sagrado y verdadero. Con un acento de advertencia especial sobre la colonización ideológica que sufre la familia y un significativo homenaje a la valentía y la libertad del beato Pablo VI, cuando contra viento y marea publicó la Humanae Vitae para defender la libertad de los pobres y la verdad del matrimonio y de la familia.

El Papa que tanto ama la “teología del pueblo”, la ha tocado son sus propias manos en Filipinas al contemplar cómo la fe, la esperanza y la caridad, tejen la experiencia cotidiana de sus gentes en medio de las alegrías y dolores de cada día. “El pecado es olvidarnos de que somos hijos de Dios”, dijo ante más de seis millones de personas en la Misa a campo abierto en el Parque Rizal de Manila. En esto radica su fuerza, en que a diferencia de tantos en nuestros países europeos, ellos se saben hijos. Por eso Francisco concluyó insistiendo en la necesidad de proteger a la familia: la familia de carne y sangre y la familia de Dios, que es la Iglesia. “Desde ahí, protegiéndose los unos a los otros, a partir de vuestras familias y comunidades, se puede trabajar en la construcción de un mundo de justicia, honradez y paz”. Y a nadie le parecía un cuento de hadas sino la verdad pura y simple. Pedro concluía como le es propio, enviando a los católicos de Filipinas a ser testigos y misioneros de la alegría del Evangelio, en Asia y en todo el mundo. No era voluntarismo. Como había dicho el cardenal Tagle, “nosotros sabemos que Jesús renovará y reconstruirá su Iglesia en Filipinas”.

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