Un perdón real y verdadero genera memoria democrática
Con todo lo que han vivido los hombres a lo largo de la historia (guerras de religión, guerras civiles, guerras mundiales, guerras psicológicas, conflictos líquidos en las redes sociales…), ejercitando su facultad de actuar, cabe preguntarse: ¿cómo ha sido posible que la vida humana no haya sido aniquilada ni haya caído en el caos?
En suma, sigue incólume una cuestión acuciante desde que el hombre es hombre: el perdón.
En un mundo líquido, muy encorsetado por las categorías de medios y fines y en el que los llamados valores no negociables parecen disolverse, aún resulta intacta la capacidad de acción y discurso como elementos generadores de relaciones generadoras de historia y significado, con sus implicaciones de promesa sobre la vida. La facultad de perdonar y de contraer y mantener promesas, en el fondo, nos libera de la concepción del eterno retorno de una existencia en la que mis acciones tienen consecuencias: una ofensa, una herida, un enfrentamiento. Dos partes se ponen en juego: por un lado, quien actúa contra otro –o contra la sociedad en su conjunto–; por otro, quien sufre las consecuencias de la acción del primero.
En España, en los casi cincuenta años que llevamos de democracia, hemos sufrido dos zarpazos profundos en nuestra sociedad: el terrorismo (ETA, GRAPO, GAL, los atentados del 11-M) y la deriva del proceso independentista catalán, que dio lugar al referéndum ilegal del 1-O.
Ha habido un daño evidente, en el que ha habido víctimas –los asesinados y secuestrados, sus familiares– y victimarios. Ha habido fractura, porque ha habido herida. En suma, ha habido acciones con sus consecuencias.
En estos días ha surgido la cuestión del perdón público: el indulto. Un acto de aplicación concreta del derecho de gracia que la Constitución, en sus artículos 62.i), 87.3 y 102.3, otorga al Gobierno, con carácter excepcional, y en el que viene a interferir con el mandato que nuestra Norma Fundamental –aquélla que habíamos pactado– atribuye a los jueces y magistrados de “juzgar y hacer ejecutar lo juzgado” (como reza el artículo 117). Mucho se ha hablado sobre esta figura, y en todos los debates siempre surge la pregunta: ¿hasta qué punto la decisión de indultar no es arbitraria? ¿Qué distinción hay entre lo discrecional y lo arbitrario? ¿En qué medida el beneficio del indulto no constituye un perjuicio para el conjunto de la sociedad?
La cuestión, de neto contenido jurídico, empero, no puede responderse sólo desde esa perspectiva. Se necesita comprender qué significa el perdón. En esto, no deberíamos ser banales.
El perdón no implica, en modo alguno –como señala el Papa Francisco en la encíclica Fratelli Tutti– ceder un espacio para que otros dominen la situación. Tampoco es un juego de poder. El perdón –la capacidad de cancelar una acción cometida y sus consecuencias– no es un salto al vacío a ciegas. No es renunciar a la propia dignidad ni dar un cheque en blanco a quien ha atentado contra la comunidad. Perdonar es no alimentar una ira que acaba resquebrajando el corazón de alguien concreto (un hombre, una mujer, el pueblo); y eso implica un proceso personal, un recorrido de la libertad. Como dice el Papa Francisco, “la verdadera reconciliación no escapa del conflicto, sino que se logra en el conflicto, superándolo a través del diálogo y de la negociación transparente, sincera y paciente” (Fratelli Tutti, 245). La resolución por elevación en un plano superior implica mirar más allá de lo que vemos y nuestros intereses. Eso implica generar una confianza, un ámbito en el que puedo esperar del otro. Y eso no se consigue por Real Decreto.
La publicación, en el Boletín Oficial del Estado, el pasado miércoles 23 de junio, de los Reales Decretos de indulto a Dolors Bassá, Jordi Cuixart, Carme Forcadell, Joaquim Form, Oriol Junqueras, Raul Romeva, Josep Rull, Jordi Sánchez y Jordi Turull, culmina una actuación del Gobierno que plantea muchas preguntas: los repetidos discursos demagogos del presidente llamando a la “generosidad” de los españoles; los desplantes independentistas a una figura que representa, hoy por hoy, símbolo de concordia entre todos, como el Rey; las exigencias cada vez mayores del independentismo; la asunción de un relato del 1-O, por parte del PSOE y sus socios de gobierno, que ha ganado la batalla del relato en el ámbito europeo; el anuncio de los indultos en un lugar que no es la sede parlamentaria, la instrumentalización del gesto con las víctimas del terrorismo de la semana pasada; los espectáculos tan grotescos en el Congreso de los Diputados… En suma, una nebulosa formada que llevaría a pensar que lo que se ha querido imponer ha sido una especie de subrogación en el “perdón social”, que correspondería a la soberanía nacional, por parte de la política –mejor dicho, de la sucia política–, que ha dejado fuera a todos los ciudadanos (sean catalanes independentistas, constitucionalistas o el resto de la sociedad española), vulnerando el principio de confianza. Se ha sustraído el debate de la cuestión de los indultos a la ciudadanía.
Si es verdadero, el perdón –señala Francisco– implica también la memoria de lo sucedido. Perdón no es olvido ni venganza: es un hecho personal, que no privado, en el que no es posible cerrar heridas por decreto ¿Quién puede arrogarse la potestad de perdonar en nombre de otros? Si eso es lo que se ha criticado del franquismo por parte de los liberales y de la izquierda –y lo que subyace en las críticas a las llamadas políticas de memoria del régimen contenidas en el anteproyecto de Ley de Memoria Democrática–, ¿por qué, en esta cuestión de los indultos a los condenados por el procés, se exige de plano al conjunto de la ciudadanía ese perdón, cuando quienes han causado el daño dicen “que lo volverían a hacer”?
Con la cuestión de los indultos, se ha manoseado con el concepto del perdón. Se ha extraído su verdadero significado y se ha llevado el significante al terreno del juego electoral, como se ha hecho con otras cuestiones: la pandemia, los fondos europeos y, ahora también, con la cuestión de la autodeterminación –nacional, personal o de género, da igual–. En suma, se han banalizado tanto el daño causado como un gesto tan profundo y trascendente como el del indulto.
Podría haberse hecho de una forma más adecuada –para empezar, haber respetado o, al menos, tenido en cuenta el criterio del tribunal sentenciador; haber realizado un ejercicio responsable de reflexión y diálogo con la oposición y la sociedad civil; explorar todas las opciones posibles, desde el punto de vista de la justicia reparativa, sin tener que comprar los relatos– y, muy probablemente, hubiésemos salido ganando todos. Desde luego, hubiese contribuido a una verdadera memoria democrática porque hubiese contribuido a romper dinámicas de resentimiento y a reconstruir los puentes rotos, labor que requiere años y años de construir confianza. Entonces, sí sería posible la llamada a un plano superior, a un mirar más allá de nosotros mismos.
Por el contrario, que una cuestión tan compleja como ésta se haya emponzoñado con réditos electorales muestra que, tal como se ha hecho, se está muy lejos de contribuir a ello: acaba carcomiendo ese fides (ese confiar) y hace que todos salgamos perdiendo porque alimenta la polarización, la reacción de los extremos, y convierte la reconciliación en algo vacío. Las maniobras de la política sucia acaban siempre pasando factura.