Un nuevo paradigma en la relación Estado-sociedad

España · Ricardo Benjumea
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21 mayo 2015
Los debates que deberían haber sido durante la campaña electoral, pero que rara vez lo fueron. Esto es ‘Autonomía(s) para la sociedad’. Prestigiosos colaboradores de www.paginasdigital.es (Carlos Vidal, Jesús Pueyo, Benigno Blanco, María Teresa López, Mikel Buesa, Miguel de Haro, Alfonso Marco y Juan Velarde) ofrecen propuestas sobre diversos aspectos de la vida social y política española urgentemente necesitados de revisión, desde una mayor atención a la familia y a la natalidad por parte de los poderes públicos, a la reforma del mapa universitario y del sistema fiscal autonómico.

Los debates que deberían haber sido durante la campaña electoral, pero que rara vez lo fueron. Esto es ‘Autonomía(s) para la sociedad’. Prestigiosos colaboradores de www.paginasdigital.es (Carlos Vidal, Jesús Pueyo, Benigno Blanco, María Teresa López, Mikel Buesa, Miguel de Haro, Alfonso Marco y Juan Velarde) ofrecen propuestas sobre diversos aspectos de la vida social y política española urgentemente necesitados de revisión, desde una mayor atención a la familia y a la natalidad por parte de los poderes públicos, a la reforma del mapa universitario y del sistema fiscal autonómico.

Con todo, más que dar voz a ilustres expertos, el mérito de ‘Autonomía(s) para la sociedad” es trasladar de forma divulgativa al público debates absolutamente imperiosos en un momento en que el pacto social del 78 ha entrado en crisis y necesita ser revisado y actualizado. Vemos asomar peligrosos fantasmas del pasado que cuestionan elementos nucleares de aquel modelo. Deslegitimar, por ejemplo, el sistema de conciertos educativos o la clase de Religión en la escuela pública, libremente elegida por padres y alumnos, es un primer paso hacia la negación de la plena ciudadanía a un importante sector de la población, el católico, que no pretende imponer nada a nadie, sino vivir con libertad y naturalidad su fe.

Ante este tipo de provocaciones, la respuesta más sensata, constructiva e inteligente en estos momentos es la elegida por este pequeño libro: con argumentos y mano tendida.

Sin divulgación, no hay democracia

Divulgación. Ésta es una palabra clave. El sine qua non de la regeneración democrática. Si hay un mérito que hay que reconocérsele a la II República es justamente ése: subrayar el vínculo entre democracia e instrucción popular.

España, por plantear una analogía de forma gráfica, cuenta –o ha contado– con uno de los mejores cuerpos de ingenieros y arquitectos del mundo, pero faltan oficiales, técnicos medios capaces de competir con los de Alemania o Francia. La universidad –al menos en décadas pasadas– hizo su trabajo; no así la FP, y esto explica en buena medida los problemas de competitividad con los países de nuestro entorno, además de las fuertes desigualdades sociales dentro de nuestras fronteras, propias de un modelo productivo sustentado en la utilización extensiva de mano de obra poco cualificada.

Por razones análogas, habría que insistir en la necesidad imperiosa de divulgación en España. De otro modo, las grandes ideas y propuestas se quedan sólo en un pequeño círculo de iniciados, dejando de paso el resto de campo libre a los populismos de todo signo. Con el importante matiz de que, en política, la falta de debates de altura provoca más pronto que tarde liderazgos demagógicos e inconsistentes.

Pero hay, o debería haber, política y debate público más allá de los partidos, que tienen una función imprescindible, pero no exclusiva. La sociedad civil debe reclamar su papel en los debates públicos. Incluido el mundo académico, que tan escasa atención ha prestado a veces a la divulgación, con nuestros doctores y académicos más preocupados por deslumbrar a sus pares y colegas, que no por transmitir sus conocimientos a la sociedad, empezando por sus propios alumnos. Ésta es la cruda realidad: la docencia, a menudo, sigue siendo concebida en España como una actividad menor, un engorroso trámite del que el profesor va liberándose poco a poco a medida que asciende en el escalafón.

¿Qué sanidad queremos?

Para regenerar la democracia, es imprescindible invertir en educación, pero también abrir debates serios de forma comprensiva para una mayoría. Divulgación.

Es lo que hace, en ‘Autonomía(s) para la sociedad’, Alfonso Marco al abordar la profunda crisis del sistema sanitario español, «uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo», pero que hoy «está tocado de muerte». Para preservarlo, argumenta, se requeriría un gran acuerdo político, no sin antes haber escuchado a los profesionales del sector y a los usuarios. ¿Por qué no es posible hoy un pacto de estas características?

Un frío análisis de los datos lleva a Marco a plantear la revisión del modelo de descentralización sanitaria, germen de ineficacias y desigualdades en el acceso a la sanidad entre los españoles. Si los datos dicen esto, ¿estamos dispuestos a recentralizar la sanidad? En caso negativo, ¿por qué no? Si la respuesta es que van a primar una serie de intereses políticos sobre la calidad de nuestra sanidad, la sociedad tiene derecho a saberlo para poder elegir.

El capítulo aborda también el problema de la precariedad laboral en el sector sanitario, que no sólo está erosionando la calidad del sistema, sino que, paradójicamente, está contribuyendo a elevar el gasto, debido al aumento de derivaciones a Urgencias o de la realización innecesaria de pruebas. También estos datos deben llegar al conocimiento de la sociedad.

“Estado para la sociedad”

Éste es el planteamiento común a todos los capítulos de ‘Autonomía(s) para la sociedad’: análisis racional aplicado a problemas concretos. Se pretende superar viejos clichés ideológicos, estatalistas o liberales, desde planteamientos identificados con la doctrina social de la Iglesia, o lo que es lo mismo, con valores como la dignidad de la persona, la defensa de la familia o la subsidiariedad.

El “marco general conceptual” lo explicita Fernando de Haro (editor del libro, junto a Yolanda Menéndez), en una introducción en la que plantea nada menos que un cambio de paradigma en la relación Estado-sociedad. Hasta los años 70, se preconizó el Estado del Bienestar. Ante la crisis de sostenibilidad del sistema, se pasó, en los 90, al lema «más sociedad, menos Estado», lo que –subraya De Haro– «acabó absolutizando el mercado en un contexto globalizado». Ahora, añade, «estamos en un buen momento para pasar a lo que algunos han denominado un “Estado para la sociedad”».

Se trata de un concepto atractivo que pone en valor la necesidad de una sociedad civil fuerte y madura en una democracia sana. A la hora de concretar este “Estado para la sociedad”, queda a veces la pregunta, no obstante, de en qué se diferencian sus postulados de los de “más sociedad, menos Estado”.

Con todo, la propuesta pone el dedo en la llaga sobre uno de los grandes debates que deben afrontar hoy tanto España como el conjunto de países desarrollados. «La crisis nos ha enseñado que es necesario cambiar el modelo. Hasta 2007 vivimos en una ficción –se lee en la introducción–. La burbuja inmobiliaria generaba de forma artificiosa un nivel de ingresos públicos con el que parecía que el bienestar alcanzado (…) era sostenible. Ahora sabemos que aquello no volverá». Y que, para preservar conquistas sociales alcanzadas a lo largo de décadas de esfuerzo colectivo, vamos a tener que trabajárnoslo duro.

Habrá que tomar decisiones importantes: ¿qué servicios son irrenunciables?; ¿cuál es la manera más eficiente de procurarlos?; ¿debe encargarse de hacerlo necesariamente el Estado?

El mercado no siempre es más eficaz que el Estado

Pongamos el caso de la libertad educativa, un derecho fundamental reconocido en la Constitución. Si a nadie se le ocurriría cuestionar la existencia de empresas informativas privadas en España (se terminaría negando el mismo derecho a la información), resulta sorprendente que haya quien cuestione hoy la escuela de iniciativa social o el sistema de conciertos, que con sus limitaciones –a veces de calado– hace concreto y real el derecho a la libertad de enseñanza. Provocando un importante ahorro –por añadidura– para el Estado.

Ahora bien, no se puede sacralizar acríticamente la fórmula de los conciertos bajo la excusa de promover la subsidiariedad. ¿Tiene sentido aplicarlos a la escuela infantil del modo en que se está haciendo en algunas Comunidades Autónomas, traspasando la gestión de guarderías públicas a empresas del ámbito de la construcción o de la recogida de residuos, sin experiencia alguna en el campo educativo, preocupadas únicamente por la maximización de beneficios, y cuyo único mérito ha sido haber presentado a un concurso la oferta más barata?

La misma pregunta es pertinente para la gestión de un hospital o la gestión del agua. A corto plazo, externalizar estos servicios puede suponer un ahorro para el erario. ¿Pero resulta eficaz, sostenible a medio plazo o incluso deseable el modelo de encomendar a empresas privadas estos servicios básicos? ¿Qué pasa cuando, como ha ocurrido en el Reino Unido, esos hospitales de gestión privatizada entran en pérdidas multimillonarias y deben ser rescatados con dinero público? ¿Quién responde cuando la privatización del agua termina generando un aumento exponencial de las tarifas, comparable sólo al descenso de la calidad del agua (también en esto es posible escarmentar en cabeza ajena, mirando al ejemplo del Reino Unido)?

Es evidente que las Administraciones no tienen por qué encargarse de ofrecer ellas mismas todos los servicios que garantizan. A menudo el papel del Estado –recuerda De Haro– consiste en establecer un marco regulatorio para que sean empresas privadas u otros agentes sociales los que ofrezcan esas prestaciones. Pero a veces el Estado sí debe intervenir de forma directa, bien por cuestión de principios (la reciente instrucción pastoral “Iglesia, servidora de los pobres” denuncia que «los organismos públicos pretenden desentenderse de los problemas transfiriendo a instituciones privadas servicios sociales básicos, como, por ejemplo, la atención social a transeúntes»), bien por simple cuestión de eficiencia.

El mercado, en contra de lo que creen algunos, no siempre es más eficaz que el Estado.

Los derechos, en contra de lo que creen otros, no siempre están mejor garantizados cuando es el Estado el que los presta directamente.

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