Un modo de torcer las botas

Editorial · Fernando de Haro
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9 agosto 2022
Perdemos por momentos, amigo mío, nuestro tesoro. Como dice la gran filósofa, la mejor que hubo en el siglo XX, en un determinado momento dejamos de buscarnos a nosotros mismos en una insatisfacción desnuda.

En un determinado momento estuvimos conformes con nosotros mismos. Era milagroso. Ese era , es nuestro tesoro. Pero ahora se nos escapa ese extraño, ese infinitamente improbable cumplimiento. Se nos escapa porque el cumplimiento que acompaña a un suceso extraordinario, inimaginable antes de que suceda, debe tener un significado. Si no sabemos cuál es el sentido de lo que ha ocurrido es imposible que perdure en nosotros, es imposible que alcance a otros y que pueda ser transmitido. Se nos escapa el tesoro, amigo mío, porque no sabemos ponerle nombre. Un nombre propio tan real como el que tiene un pueblo blanco encima de una colina, o una montaña o un niño desde el día de su bautizo. No tenemos conciencia del cumplimiento que acompañó a lo que nos ocurrió, a lo que nos sigue ocurriendo. Y, por eso, no tenemos relato que contarnos a nosotros mismos y a los demás. Nos quedamos como estábamos antes, solos. Y, por eso, esperamos secretamente a alguien con potestas, alguien que nos explique lo que realmente nos ha sucedido, alguien que establezca las reglas. Nos hacemos serviles. Estamos más tranquilos si llega alguien con potestas que se haga cargo de la libertad (responsabilidad) de ponerle nombre a lo que ha ocurrido. Ya sabes que el primer hombre fue libre en el Paraíso poniéndole nombre a todo. Pero parece que esa libertad nos pesa demasiado, esperamos que venga alguien que nos diga realmente cómo fuimos liberados de la insatisfacción desnuda, de esa muerte que amanece en nosotros cada día. Y así perdemos nuestro tesoro y el que ejerce la potestas se queda solo, sin la compañía de hombres libres.

Ya lo decía el novelista, el mejor novelista del siglo XX. El corazón vivo del ser humano es lo más maravilloso que hay en el mundo. Su capacidad de querer, de confiar, de perdonar y de sacrificarse por amor es admirable. Pero aun los corazones vivos duermen un sueño eterno bajo la tierra del cementerio. Nuestras almas, sus penas y sus amores, son invisibles, no se las puede espiar a través de las lápidas del cementerio. Esa, amigo, es la insatisfacción desnuda. Pero hay algo peor que la insatisfacción. La insatisfacción se parece a las campanas de un reloj que da las doce de la noche. La insatisfacción es el anuncio de que en cualquier momento, algo, Alguien, está a punto de llegar. Es anuncio de que puede empezar un nuevo día.

La insatisfacción, bien mirada, es de gran ayuda. Certifica que algo nuevo puede ocurrir. Hay algo mucho peor que la insatisfacción: la pretensión de los que mandan de interpretarla, de conducirla. Siempre aparecen traductores y correctores de la insatisfacción. Algunos tienen buena voluntad. Pero es innecesaria, más bien peligrosa, es labor de los traductores de la insatisfacción. La insatisfacción está en nosotros escrita en nuestra lengua materna, con la gramática del Eterno. Los traductores que ponen sus sellos, sus garantías sobre qué significa, cómo se interpreta y cómo se evitan las peligrosas desviaciones de la insatisfacción tienen miedo de las doce campanadas. Cuídate, amigo, de los moralistas, de los que llaman prudencia al cálculo.

Hay una muerte en el cementerio y una muerte de cada día. Como decía el novelista, amigo, el dolor y las tormentas son inseparables de la vida humana, aunque no toda ella es dolor y tormentas. A veces parece que los sucesos cotidianos de la vida, relacionados con el trabajo, el amor y la amistad, son tan difíciles de sobrellevar como sus tormentas.

Las relaciones entre personas próximas raras veces son absolutamente transparentes, de una sola dirección. Como dice el novelista, esas relaciones son edificios de muros gruesos con sótanos profundos. Y en sus pasillos y subsuelos permanecen ocultos los corazones humanos. Con su luz, con sus reproches, con su deseo eternamente insatisfecho, con su cansancio, con su verdad, también con su mansedumbre.

Como dice el novelista, no hay nada por encima de la humanidad del ser humano. Y todos, amigo, lo entendemos. No quiere decir que no haya nada Más Allá de la humanidad del ser humano. El Más Allá se ha hecho Más Acá precisamente para que la humanidad del ser humano sea la eterna vencedora. Y el Más Allá en el Más Acá, amigo, siempre llega con un nombre propio, con una forma de torcer las botas, con un determinado idioma. No llega en esperanto, en el idioma neutro y sin historia con el que soñaron los anarquistas. Sin un cierto modo de torcer las botas no hay Más Allá en el Más Acá. No existen máquinas que traigan información de lo Alto. No hay mediadores neutros. El Más Allá no dicta a sus elegidos lo que tienen que decir, les hace andar de un determinado modo.

Sucedió algo que nos hizo caer en la cuenta de que no había nada más importante que nuestra humanidad, que la humanidad de cada ser humano. Nos sucedió porque el Más Allá nos llegó a través de una cadena de humanidad. Ese es, ese era, nuestro tesoro. Hasta que nos olvidamos de ponerle nombre, hasta que dejamos de mirar cómo alguien tuerce las botas, hasta que aprendimos el lenguaje neutro del esperanto. Ahora todos nos consideramos iguales y solo miramos nuestras botas. Todos sabemos ahora lo mismo y nadie sabe nada.

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