Un gladiador capaz de perdonar

Cultura · Isabella García-Ramos Herrera
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28 noviembre 2024
El 15 de noviembre se estrenó la secuela de la película memorable de Ridley Scott: Gladiator. Esta nueva entrega de la historia ocurre 16 años después de los hechos acontecidos en la primera película. En esta segunda parte, Paul Mescal entra a El Coliseo siguiendo los pasos de Russell Crowe.

Confieso que iba al cine inquieta. Gladiator II se estrenó el 15 de noviembre y yo necesitaba ir a verla. Una de las películas con las que me he criado es Gladiator (del año 2000), la precuela. Gracias a ella, Ridley Scott es uno de mis directores de cine preferidos. Saber que se estrenaría una secuela, tantos años después, me tenía nerviosa y expectante. Este experimento de Scott podía salir muy bien o muy mal.

El final de la primera película es lo suficientemente cerrado como para dejar la historia así. No sabía qué más podían sacar de allí. Mucho menos podría imaginarme lo que se vendría cuando vi que algunos actores repetirían sus papeles, como Connie Nielsen en el papel de Lucilla, hija de Marco Aurelio, o Derek Jacobi como el Senador Graco. Por supuesto, la sorpresa fue igual al ver qué  nuevos actores se incorporaban al reparto, como Paul Mescal, Denzel Washington y Pedro Pascal.

¿Podrían estos nuevos personajes estar a la altura de la historia que protagonizaron magistralmente Russell Crowe y Joaquín Phoenix hace tantos años? Eso era lo que quería descubrir. (Spoiler: Sí que lo logran, muchos dicen que Denzel Washington conseguirá un Oscar por su papel).

La película está bastante bien. No supera a la primera, pero se acerca bastante, en mi opinión. Lo que sí he de decir –y he aquí la razón de este artículo– es que, aunque los primeros tres cuartos de la película son bastante predecibles, el último cuarto no lo vi venir.

La desmesura romana, el espectáculo violento, los grandiosos escenarios, los animales exóticos –como los mandriles aterradores y ¿tiburones en El Coliseo? Que alguien me lo explique, por favor– todo esto y más elementos predecibles, propios de este tipo de historias y de los excesos de Hollywood, llenan la película de comienzo a fin… Sin embargo, hubo un par de elementos que me sorprendieron genuinamente, uno muy propio de esta historia, presente también en la precuela del año 2000, y el otro nuevo, uno que no pensé que Scott traería a colación en una historia como esta: la libertad y el perdón.

Pongámoslo en perspectiva: una sociedad donde prisioneros de guerra son vendidos como esclavos, los más fuertes llegan a El Coliseo para dejarse la vida en la arena o ganar su libertad en el proceso, todos a merced de uno o varios emperadores caprichosos que tenían sus vidas en la palma de la mano, más concretamente en su pulgar, rodeados de una multitud que pide sangre a gritos y miran la muerte como un mero espectáculo… ¿Puede entrar, en un mundo así, algo tan diferente como lo es el perdón? ¿Qué significaba para los romanos la libertad, más allá de ganarla en El Coliseo? ¿Puede el poder imponerse sobre aquellos que ansían ser libres y están dispuestos a perdonar?

A partir de esta última pregunta, quiero enfocarme en la relación que tiene el protagonista, Hanno (Paul Mescal), con cada uno de estos tres personajes, fundamentales para la trama: Ravi (Alexander Karim), Acacio (Pedro Pascal) y Macrinus (Denzel Washington).

“ —De donde vengo, cruzar el río significa perdonar.

—De donde yo vengo, cruzar el río significa morir.”

Al comienzo de la película, Hanno es capturado como prisionero de guerra y es llevado a Roma. Por una serie de acontecimientos, se convierte en gladiador y termina luchando en El Coliseo. En su primera pelea resulta herido y es curado por Ravi, un antiguo gladiador que, una vez alcanzó su libertad, decidió quedarse allí como médico.

Solo por esto, Ravi ya es un personaje extraño para el mundo que se dibuja en las películas de Gladiator. ¿Por qué, después de haber sobrevivido la vida atroz de las luchas continuas en la arena, Ravi decidió quedarse para sanar a los heridos? No es como que no tiene nada fuera de esas paredes: viene de lejos, su esposa también, tiene hijos y aún así decide quedarse en Roma. Decide quedarse allí, en El Coliseo, sanando a los que sangran para entretenimiento de los demás.

Podría pensarse que Ravi contribuye a que el círculo vicioso de El Coliseo siga girando: si él salva a los gladiadores de morir por infecciones o heridas mal sanadas, siempre habrá gladiadores que puedan volver a luchar. Sin embargo, esto no es del todo cierto.

Ravi, sí, sana a gladiadores que vuelven a pelear, pero Ravi les da algo más que zumo de amapola para combatir el dolor de sus heridas. Ravi les da un valor que nadie, en Roma, les otorgaría, jamás. Ravi los mira por los hombres que son, no por las marionetas que el poder de los emperadores, de los espectadores, pretenden que sean. Cuando Ravi ve a un gladiador morir, ve a un hombre que ha fallecido. Tanto, que se sabe los nombres de los muertos que están escritos en una pared, visita las tumbas bajo El Coliseo, lee los epitafios, se los aprende de memoria y después los cita, como lo hizo con el de Maximus: “lo que hacemos en la vida tiene su eco en la eternidad”.

Foto: Vogue

Ya esta mirada es impropia del mundo romano. En un imperio regido por la ley del más fuerte, hay uno que se detiene a sanar las heridas de los que han caído. Hay uno que acompaña a Hanno cuando lo obligan a entrenar solo. Hay uno que lo visita en su celda, escucha su historia y decide confiar en él, a pesar de las consecuencias peligrosas que eso implica.

Pero, ¿cómo es esto posible? ¿Cómo puede existir un personaje así en un mundo como ese?

Dos pistas: La primera. En una escena donde ni Hanno ni Ravi aparecen, Macrinus habla con los emperadores sobre lo indigna que es la crucifixión, incluso para un enemigo del Imperio. “Es una muerte de cristianos”, les dice. Salté de la silla al escuchar esto. ¡Claro! ¡Si ya ha entrado en la Historia Alguien que puede mirar así, entonces se puede reconocer el origen de la mirada de Ravi! Si ya alguien, en ese mundo, podía mirar al prójimo con estima porque reconocía su dignidad, entonces claro que uno puede quedarse en un lugar espantoso como El Coliseo para ayudar a los que allí están aplastados por el poder, en vez de dejarlos morir como los perros de pelea que el resto del mundo cree que son.

La segunda pista es su nombre. ¿No les suena de nada? A mí sí. Aunque estas sean especulaciones mías y ni Ridley Scott ni nadie haya dicho nada al respecto, para mí, Ravi y rabbi se parecen demasiado.

La conversación que introduce este elemento nuevo en el mundo violento de Gladiator II parte de un sueño que Hanno le cuenta a Ravi. Hanno ha visto al comienzo de la película cómo Caronte se llevó a su esposa a través de un río. Él, en sueños, se ve a sí mismo cruzando ese mismo río la noche antes de un combate importante. Ravi, al escucharlo, contesta algo que ni Hanno ni el resto de la audiencia se esperaría:

—De donde vengo, cruzar el río significa perdonar.

Hanno parece que no le hace demasiado caso, porque de inmediato contesta:

—De donde yo vengo, cruzar el río significa morir.

Y cuando parece que Hanno esa mañana ha entrado a El Coliseo para morir delante de todos los que gritan su nombre, realmente Hanno renace delante de otro hombre, Acacio, un general romano, su contrincante.

Durante toda la película, Hanno ha deseado la muerte de Acacio y cuando lo tiene al filo de su espada, le perdona la vida. Se la perdona porque ha adquirido una cantidad de información sobre Acacio que le permite mirar al general como el hombre que es y no solamente como el hombre del que había jurado vengarse. Puede mirar a Acacio y perdonarle la vida porque alguien ya le ha dicho que, incluso en un mundo como ese, es posible perdonar sin morir en el intento.

“No puedo más”

Acacio es quien, en los primeros minutos de la película, parecería ser el villano de la historia. Sin embargo, Scott no tarda mucho en desvelar que, realmente, el general romano Acacio es una víctima del sistema… y de sus propias acciones.

Acacio, que al comienzo conquista Numidia, ciudad de Hanno, “para la gloria de Roma”, aparta la mirada y se ve compungido por el llanto de los ciudadanos de Numidia por sus muertos. Cuando llega a Roma, los vítores del pueblo no alcanzan su armadura blanca y dorada. El peso de la guerra lo hunde en cada paso que da y cuando los emperadores le dicen que debe conquistar Persia o la India, él solo pide un descanso junto a su esposa, Lucila.

Delante de ella, en la soledad del jardín de su palazzo romano, Acacio se derrumba. “No puedo más”, confiesa. Harto del dolor y muerte que trae consigo la guerra, no quiere derramar más sangre romana o de otros pueblos por la ambición de los emperadores.

Foto: US Weekly

Scott nos muestra un general romano humano, pero que, aún así, sigue atado a las dinámicas del poder. Acacio podría haber renunciado a todo. Podría haber fingido su muerte en alguna tierra lejana, podría haberse marchado, y en vez de eso, regresa a Roma.

¿Por qué?

Porque Acacio no puede dejar Roma a su suerte. La ama demasiado para eso. Admira demasiado a Marco Aurelio, el difunto padre de su esposa, para no luchar por el “sueño de Roma” que tenía el viejo emperador. Ese ideal es demasiado precioso para no dar su vida por él. Incluso si eso conlleva dejarse someter por el poder… tan solo un poco… el tiempo que necesita para trazar un plan para salvar a Roma.

Lástima que ese plan es otra dinámica de poder. La tragedia del personaje que interpreta Pedro Pascal es que, como tantos otros en la Historia, creen que un “quítate tú para ponerme yo” puede resolver las cosas. No pongo en duda lo valioso del ideal por el que Acacio pelea, pero un Golpe de Estado no contribuye a resolver el problema de la tiranía a la que se enfrenta.

“Pero Isa, es Roma…” me dirán ustedes, y sí, es cierto. Parece que el idioma de la violencia y el poder es el único que entienden. Y sin embargo, no se puede ignorar cómo un gladiador que se rehúsa a obedecer a un pulgar hacia abajo, hace temblar aún más los cimientos de la tiranía de los emperadores que un general con un ejército a las afueras de la ciudad y un complot entre manos.

Porque un hombre libre frente al poder siempre será mucho más novedoso –y por lo tanto, mayor amenaza para el tirano– que un hombre con sus mismas dinámicas pero en el otro bando.

Por eso es sorprendente que Acacio no quiera luchar contra Hanno, pero es aún más sorprendente que Hanno, después de perdonarle la vida, le grite a El Coliseo entero: “¿Es así como Roma trata a sus héroes?” refiriéndose al maltrato al que han sometido a Acacio después de todo lo que él ha hecho por el Imperio.

Por eso Hanno es, al final, más peligroso que Acacio para el poder.

“Compraste un gladiador, no un esclavo”

Y por eso Macrinus busca dominar a Hanno a toda costa.

Macrinus es un hombre de negocios. Conoce a Hanno en un combate de prisioneros de guerra donde este demuestra su destreza. Macrinus lo compra. Le pide que sea su campeón, y a cambio le promete satisfacer la ira y la sed de venganza que atormenta a Hanno al comienzo de la película: quiere la cabeza de Acacio.

Cuando Macrinus lleva a Hanno a Roma, le muestra El Coliseo y le dice que “este es el templo más grande que han construido los romanos, porque esto es en lo que creen: en el poder”. A partir de este momento, lenta y sutilmente, Macrinus se va llenando de actitudes y comportamientos que lo convierten en ese dios romano: en la personificación del poder.

Foto: US Weekly

Macrinus, movido por la necesidad de satisfacer su ambición, ve en Hanno el arma perfecta para alcanzar su cometido… Con lo que no contaba, era con su libertad.

Macrinus le pone a Hanno en bandeja de plata a Acacio y al último momento, cuando Hanno le perdona la vida al general romano, Macrinus no lo puede comprender. La duda lo atormenta. Él, calculador por naturaleza, no tenía ese factor disruptivo en su ecuación.

Macrinus, en su dinámica de poder, creía que ya conocía –y por lo tanto, dominaba– a Hanno. Cuando se encuentra con él después, en su celda, no puede evitar preguntarle por qué no mató a Acacio. Él ha visto la ira de Hanno, la ha alimentado, le ha dicho que esa es su fuerza, su regalo, aquello que lo hará sobrevivir en El Coliseo. Le ha puesto lo que más quería delante y Hanno… lo ha rechazado. ¿Por qué?

Hanno, con una sonrisa llena de sorna, le responde: “compraste un gladiador, no un esclavo”.

Esta frase me impactó. Allí donde parece que solo había un hombre sediento de venganza, uno cuya única motivación era acabar con quien le había arrebatado todo, gracias a la relación con otros, aparece otro hombre que ha descubierto que la realidad es más compleja que su drama personal y por eso es capaz de perdonar, aunque el otro sea uno que le ha hecho mucho daño.

Cosa de la que no es capaz Macrinus. La herida de su pasado se ha infectado y lo ha carcomido por dentro, por eso reconocía la ira de Hanno: era rencor. Pero en su cabeza, el rencor no se cura. Solo se esparce y le da más fuerzas para tirar hacia delante.

“—Me abriré paso hasta el trono y tú serás mi instrumento” es la frase con la que Macrinus intenta imponerse sobre Hanno. Pero este ya ha conquistado algo más grande que el poder que el otro ostenta. Ha conquistado su libertad.

“—No seré tu instrumento ni en esta vida ni en la siguiente”, le contesta. Aunque esta conversación sucede entre las cuatro paredes de la celda de Hanno, el gladiador es más libre que el hombre que lo ha comprado.

Y son esa misma libertad de Hanno y esa ambición de Macrinus las que los llevan a encontrarse en una escena final donde está todo dicho sin decirlo: ambos personajes encuentran su destino en un río, bajo la mirada de Ravi y frente a los frutos de las acciones de Acacio.

Gladiator II puede que tenga demasiados elementos ruidosos del típico cine de entretenimiento de los últimos años, donde parece que la acción, la sangre y lo espectacular captan toda nuestra atención. Estos elementos hollywoodenses nos sacuden como a los gladiadores en la arena o nos desconciertan como los mandriles aterradores o la presencia tirada por los pelos de los tiburones en El Coliseo.

Pero cuando la pantalla se apaga y nos quedamos con los acordes inolvidables de Now We Are Free resonando en la cabeza, no siento otra cosa que no sea esperanza frente a la idea de que, incluso en un mundo tan violento como ese, la ambición y el poder no tienen la última palabra.

 

Foto de portada: US Weekly 


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