Un corazón que late
Ya era de noche y me había metido en la cama. Estaba pasando una temporada fuera de casa. Necesitaba descansar. Necesitaba ver a mi marido con un poco de distancia, objetividad. Estaba en casa de mis padres. En mi antiguo cuarto, que había quedado tal y como lo dejé unos años atrás. No lograba conciliar el sueño; me invadió el miedo a mi futuro incierto: el niño, Henry, el gabinete. Distancia. El ruido de la televisión que venía del otro lado de la puerta me recordaba que mi padre seguía despierto. Viendo la tele. Mi padre. Salí de la cama. Abrí la puerta que nos separaba y me senté junto a él. Poco a poco me fui acurrucando, hasta estar tan pegados que me hizo reír. Como si fuera una niña pequeña. O un gato mimoso. Me acerqué a su pecho e incliné mi oído. Escuché su corazón. Sus latidos. Latía. Mi padre estaba vivo. Y quise quedarme ahí para siempre. En un corazón que latía más fuerte que el mío. Seguía sonando la tele de fondo con esos tertulianos tan ruidosos, pero ya no los oía. Y tampoco tuve más miedo.