Un boca a boca que ilumina la historia
“Me fascinó el hombre que encontré en los Evangelios, siempre llevaba con mí aquel librito y lo leía y releía a escondidas, en el metro y en los intervalos entre clases, pero ni siquiera me imaginaba que pudiera tener que ver con la Iglesia, tan aquiescente con el régimen, tan formal y encerrada en un ritualismo para mí incomprensible… Luego, después un día de esquí, un amigo me llevó a casa de unos conocidos, y allí encontré a una persona que me mostró de forma evidente que aquel Cristo que yo tanto esperaba y buscaba se encontraba precisamente en la Iglesia. Desde entonces, ya no he salido de ahí”. El protagonista de esta historia es Georgij Cistjakov, docente universitario que luego se hizo sacerdote ortodoxo, y la persona que le indicó el camino era el padre Aleksander Men’, uno de los apóstoles de Rusia en el siglo XX, asesinado por unos desconocidos el 9 de septiembre de 1990.
Este episodio, que le he oído contar muchas veces, volvió a mi mente con motivo de la conmemoración en Moscú del aniversario de la muerte del padre Georgij. Es solo un flas, una instantánea de la cadena viviente de encuentros de estos años en Rusia, pero también en Ucrania, en Bielorrusia, en tantos países del ex imperio soviético, que ha tejido y sigue tejiendo sin cesar una historia secreta, soterrada, que se desarrolla en paralelo y como en sordina respecto a la “gran historia”, no solo la política sino también la historia “oficial” de la Iglesia, pero que constituye no en menor medida su fuerza interior, su osamenta. De vez en cuando, también esto emerge a la superficie de la gran historia, con hechos y momentos particulares –como el caso de sor Nirmala Joshi, a la que muchos solo han conocido después de su muerte– que nos obligan a reconocer que las categorías con las que estamos acostumbrados a pensar y mirar no son las importantes.
Del padre Men’ y del padre Cistjakov no se habla en los textos de historia, y durante años no se ha hablado siquiera en los ambientes eclesiales oficiales, donde a menudo se les consideraba “herejes” o al menos personajes incómodos, demasiado “en salida”, demasiados libres, demasiado inclinados a utilizar la misericordia y el perdón, a acoger en vez de fustigar a los pecadores. Pero con los años ha crecido un número impresionante de hijos espirituales que les habían encontrado en la parroquia, en los medios de comunicación o en los centros culturales, en la universidad, en el hospital, o gracias a los libros y testimonios, superando así las “prohibiciones no escritas”, el rígido sistema de barreras entre la fe y la vida social, erigido con sumo cuidado por el régimen soviético y luego transformado gradualmente, aunque no abolido, en las últimas dos décadas.
El libro más importante del padre Men’, “El hijo del hombre”, se difundió mediante el samizdat por todos los rincones de la URSS, y en los años siguientes se imprimió y devoró más de un millón de copias. Este imponente “boca a boca”, esta memoria viva que no se explica de otro modo –exactamente igual que la primera comunidad de discípulos– más que con una mirada iluminada por la resurrección, esa que yo he tenido la envidiable fortuna de ver en los ojos del padre Men’, del padre Cistjakov y en tantos otros testigos, es ese “coraje” gracias al cual se difunde el cristianismo, que con el tiempo, a pesar de nuestros límites y pecados, renueva y hace renacer a la propia Iglesia. Así, por ejemplo, en septiembre, al cumplirse 25 años de la trágica muerte del padre Aleksander Men’, la Iglesia ortodoxa rusa del Patriarcado de Moscú correrá la cortina de silencio que había cerrado sobre él y dará vía libre a la publicación oficial de sus obras.
El padre Georgij tenía un sueño. Que un día se acercase a él el asesino del padre Aleksander y le pidiera, en confesión, el perdón de Dios. No sé si este sueño se cumpliría durante su vida, pero sin duda la existencia de personas que viven de estas ardientes esperanzas dictadas por una mirada auténtica sobre el hombre y su destino alimenta la historia y su fluir hacia la inmortalidad, “ese otro nombre de la vida, un poco más fuerte”, como decía Pasternak.