Editorial

Un antivirus para la culpa

Editorial · Fernando de Haro
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16 marzo 2020
The Lancet acaba de publicar un oportuno artículo, ‘The psychological impact of quarantine and how to reduce it: rapid review of the evidence’ (“El impacto psicológico de la cuarentena y cómo reducirlo”). El trabajo es una recopilación de los estudios que se hicieron con motivo de las cuarentenas en las epidemias de SARS en 2003 en China y en Canadá, y las que hubo en África del Este durante el Ébola. A estas alturas, con toda España y toda Italia encerrada, no necesitamos leer un artículo científico para saber las consecuencias que trae vivir en cuatro paredes: estrés postraumático, desarreglos emocionales, ansiedad y un largo etcétera. Las recomendaciones también las conocemos: información, abastecimiento, lucha contra el aburrimiento y comunicación. Pero hay tres efectos descritos por The Lancet que difícilmente son superables con ejercicios de higiene psicológica: el miedo, el estigma y la culpa.

The Lancet acaba de publicar un oportuno artículo, ‘The psychological impact of quarantine and how to reduce it: rapid review of the evidence’ (“El impacto psicológico de la cuarentena y cómo reducirlo”). El trabajo es una recopilación de los estudios que se hicieron con motivo de las cuarentenas en las epidemias de SARS en 2003 en China y en Canadá, y las que hubo en África del Este durante el Ébola. A estas alturas, con toda España y toda Italia encerrada, no necesitamos leer un artículo científico para saber las consecuencias que trae vivir en cuatro paredes: estrés postraumático, desarreglos emocionales, ansiedad y un largo etcétera. Las recomendaciones también las conocemos: información, abastecimiento, lucha contra el aburrimiento y comunicación. Pero hay tres efectos descritos por The Lancet que difícilmente son superables con ejercicios de higiene psicológica: el miedo, el estigma y la culpa.

El virus muestra que somos vulnerables porque ni nuestras costumbres ni nuestros sistemas sanitarios estaban preparados para algo así. La vulnerabilidad, en el siglo en que lo tecnológico iba a estar muy por encima de lo biológico, es un dato con cientos de miles de infectados y muchos muertos. Un dato, no una evidencia, porque todavía hay quien se empeña en un gnosticismo imposible y cita algunas páginas del libro de David Deutsch (El comienzo del infinito) para defender que “todos los fracasos –todos los males– se deben a un conocimiento insuficiente. Esta es la clave de la filosofía racional de lo incognoscible. Carecería de contenido si hubiese limitaciones fundamentales a la creación de conocimiento, pero no las hay”. Predicar a estas alturas que el conocimiento insuficiente es culpable del mal que sufrimos es como echarle la culpa de la muerte por infección a todos los que investigaron antes que Fleming y no descubrieron la penicilina.

Pero el mal del virus, el mal es así, genera no solo miedo sino la necesidad de encontrar un culpable: los chinos y su costumbre de comer animales salvajes, la globalización, la falta de previsión, la del Gobierno nacional, la del Gobierno regional, la falta de coordinación de la Unión Europea o nuestra propia negligencia. No tenemos en este momento los datos suficientes para hacer una descomposición analítica de la cadena de errores que ha provocado la aparición de la pandemia. Pero esos datos y ese análisis siempre estarán por detrás del reto que supone encarar el dolor, el sufrimiento y la muerte. El estigma de los compañeros de trabajo, de los recluidos en cuarentena, no es otra cosa que recurso al viejo chivo expiatorio de los antiguos sacrificios. Desvela la tendencia universal que tenemos todos a descargar la violencia acumulada por el mal real o supuestamente sufrido en una víctima de recambio.

El virus muestra nuestra vulnerabilidad, exige experiencias y razones que nos saquen de la dinámica habitual de la transferencia de culpa. El miedo busca culpables más allá de lo razonable cuando lo supuestamente razonable es una descomposición casi infinita de causas.

El artículo de The Lancet señalaba que uno de los efectos secundarios de las cuarentenas es, además del estigma, el sentido de culpa. ¿Quién no ha pensado estos días en la posible responsabilidad que ha tenido en la propagación de la enfermedad? Por no tomar precauciones a tiempo, por no advertir con contundencia del peligro. La responsabilidad por negligencia se eleva por una escalera de remordimientos, por un laberinto de eso que Savater llama “el descontento que sentimos con nosotros mismos cuando hemos empleado mal la libertad, es decir, cuando la hemos utilizado en contradicción con lo que de veras queremos como seres humanos”. Queríamos ser “razonablemente responsables de las consecuencias de nuestros actos” y nos domina la duda sobre la negligencia. Esta es la gran vulnerabilidad que tiene que ser vencida. Porque a nosotros, modernos, se nos ha hecho creer que era fácil vivir conforme a una ética del no hacer daño. Podemos haber hecho un daño. No hemos podido/querido elegir lo que más convenía. ¿Todavía es posible la alegría? Dice Savater que el ideal, la alegría, es la “aceptación sin condiciones ni remilgos de la vida que se manifiesta entre el parpadeo del ser y el no ser”. Pero el coronavirus también en esto ha mostrado nuestro límite y nuestra necesidad: el parpadeo del ser puede verse como un lastre por la posible complicidad con la enfermedad. Necesitamos una mano que nos saque del laberinto analítico de las posibles negligencias. Hemos sido negligentes, sí, pero seguimos siendo bajo un parpadeo amoroso. Es un indicio de que ha habido eso que los antiguos llamaban expiación.

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