Un año después, ¿qué sabemos del Califato?

Cultura · Michele Brignone
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10 julio 2015
“El Consejo de la shura del Estado islámico ha decidido proclamar la institución del Califato islámico (…) y nombrar a un califa para los musulmanes. (…) Con la proclamación del Califato, todos los musulmanes tienen la obligación de jurar fidelidad al califa Ibrahim y apoyarlo. Desde este momento decae la legitimidad de todos los emiratos, grupos, estados y organizaciones sobre las que se extiende su poder o que sean alcanzados por su ejército”. Con estas palabras, el 29 de junio de 2014 la organización del Estado islámico se presentaba ante el mundo como restauradora del Califato universal.

“El Consejo de la shura del Estado islámico ha decidido proclamar la institución del Califato islámico (…) y nombrar a un califa para los musulmanes. (…) Con la proclamación del Califato, todos los musulmanes tienen la obligación de jurar fidelidad al califa Ibrahim y apoyarlo. Desde este momento decae la legitimidad de todos los emiratos, grupos, estados y organizaciones sobre las que se extiende su poder o que sean alcanzados por su ejército”. Con estas palabras, el 29 de junio de 2014 la organización del Estado islámico se presentaba ante el mundo como restauradora del Califato universal.

El valor de su reivindicación era jurídicamente nulo, y desde entonces un nutrido grupo de sabios e intelectuales musulmanes de diversa procedencia se ha apresurado a rechazar la legitimidad del nuevo califa, pero en cambio goza de un fuerte impacto simbólico, mediático y también político. Aquella declaración selló de hecho la transformación del Estado islámico, pasando de la “broma de mal gusto” que fue durante los años 2006 a 2012 al “tsunami” que es hoy, parafraseando la forma en que el ideólogo yihadista describió la parábola de la organización islamista. Un tsunami que desde entonces no ha frenado, de hecho ha arrasado un vasto territorio a caballo entre Siria e Iraq (casi 300.000 km2), profanando en su avance tanto a personas (multitud de muertos, decenas de miles de refugiados) como lugares (destrucción de un rico patrimonio artístico y cultural en la región).

Desde aquel 29 de junio del año pasado, la existencia del Estado islámico se ha convertido en algo siniestramente familiar. Las sofisticadas y truculentas imágenes de su propaganda han sustituido en el imaginario de nuestras pesadillas y fobias al oscuro rostro de Osama Bin Laden. Sin embargo, todavía se nos escapan muchas cosas de este fenómeno. Un año después, seguimos sin saber cómo llamarlo ni definirlo. Cuando hablamos de él nos hemos acostumbrado a anteponer el adjetivo “autoproclamado” ante la palabra “califato” o “Estado islámico”, para tomar distancias de sus reivindicaciones. Sobre los acrónimos que deberían identificarlo, no hay acuerdo. Para unos sigue siendo ISIS (Islamic State of Iraq and Syria), para otros simplemente IS (Islamic State), según se consideren más o menos sus ambiciones universales. Pero hay quien contesta la idea misma de Estado islámico, considerando que no sería un estado sino solo una formación terrorista, y tampoco islámico, pues no tiene vínculo alguno con la tradición musulmana más auténtica. Por ejemplo, la administración Obama ha decidido englobar a todos los grupos yihadistas bajo las siglas VE (violent extremism), para evitar toda referencia al islam. En Occidente hay quien ha pensado resolver la cuestión recurriendo al acrónico árabe Daesh, sin plantearse que de este modo volvemos a estar en el punto de partido, pues Daesh no es otra cosa que la versión árabe de ISIS (al-Dawla al-Islâmiyya fi-l-‘Irâq wa-l-Shâm, el Estado Islámico en Iraq y Levante).

Son intentos comprensibles, pero que en el fondo solo muestran nuestra incapacidad para encuadrar y afrontar este fenómeno. Sencillamente nos faltan las coordinadas mentales, y con ellas las palabras. Pero la dificultad es comprensible. De hecho, el Estado islámico es la manifestación de tal maraña de cuestiones sin resolver que huye de cualquier explicación o definición unívoca. Habría que considerar al menos dos elementos.

Por un lado, esta representa la enésima evolución de este despertar islamista que desde finales de los años 70 no deja de condicionar y deformar la vida de las sociedades musulmanas. En este sentido, interpela directamente a los musulmanes, y en particular a los intelectuales y autoridades religiosas, para que emprendan una profunda revisión de las modalidades con las que han interpretado el islam durante las últimas décadas. Por otro lado, es uno de los resultados de la crisis al mismo tiempo política, social y cultural, de la arquitectura diseñada por Oriente Medio tras la primera guerra mundial, acelerada por ciertos errores trágicos en los últimos años (la guerra de Iraq en 2003, la pésima gestión de las primaveras árabes), a los que se añaden ahora Arabia Saudí e Irán.

Ante esta crisis parece que no hay salida. Los grandes actores internacionales son incapaces, o no tienen la intención, de extirpar el tumor, así que ¿cómo van a afrontar las causas que le han permitido crecer de esta manera? Como afirma Bernard Haykel, un famoso experto de Princeton, “el Estado islámico sin duda no durará (…). Lo que quedarán son los factores que han permitido que prospere una política militante, una ideología del poder y del dominio religioso, y realidades políticas, sociales y económicas de las que nace todo un flujo de recluyas y defensores que se sienten profundamente privados de sus derechos y cada vez más marginados en el curso de la historia”. El escenario es desalentador, pero precisamente estos días el Papa Francisco nos ha recordado con su encíclica Laudato si’ que “la injusticia no es invencible”. ¿Alguien está dispuesto a tomarlo en serio?

Oasis

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