Un abrazo común bajo la mirada del Padre

“Chazaqà”, costumbre fija. Así ha definido el rabino jefe de Roma la visita del Papa Francisco a la Sinagoga de Roma. Lo ha hecho remitiéndose a una antigua tradición jurídica de los rabinos por la que un acto repetido tres veces pasa considerarse así, una costumbre. Y la presencia del Papa –más allá del clamor suscitado por los medios– se ha hecho en nombre de la normalidad. No hay noticia en el gesto del pontífice, solo la confirmación definitiva de un camino sin retorno, irreversible.
Las tres palabras que han marcado la intervención de Bergoglio así lo testimonian y clarifican. El Papa ha hablado de “familia de los hijos de Dios”, ampliando la expresión de san Juan Pablo II (que definió a los judíos como “hermanos mayores”) que indicaba una única pertenencia, un único origen que –como sucede entre hermanos– luego tiene historias y caminos distintos. Esta raíz común la halla el Papa en el único Padre, no en un Dios sin rostro sino en un Dios con un nombre profundamente cristiano. De hecho, Francisco ha hablado de Dios a los judíos del modo en que la Iglesia lo recibió de Cristo, es decir, como Padre. La paternidad, tan decisiva en la historia del antiguo Israel, se convierte así en patrimonio común, historia compartida, fuerza para un nuevo encuentro.
En este punto, hablando precisamente de este encuentro, Francisco ha citado el documento del Concilio Vaticano II dedicado al diálogo con las religiones no cristianas, Nostra Aetate: por ese documento, y por la insistencia de Wojtyla y Ratzinger en perseguirlo, este encuentro se ha producido. Con el Concilio, la Iglesia afirmó definitivamente que el único camino a la Verdad es la libertad, y que el otro no es un “candidato para mi proselitismo” sino un hombre que hace su camino. Me viene a la menta cuando Luigi Giussani se preguntaba, en el segundo volumen de su PerCorso, cómo puede un hombre alcanzar certeza sobre cuál es la religión adecuada. Él propone seguir hasta el fondo la tradición en la que uno nace, comparándola con las exigencias del propio corazón, el camino hacia la Verdad. La Iglesia se fía de la razón, se fía de la libertad, pero sobre todo se fía de la realidad creada por Dios. Es en la realidad, afrontada desde la verdadera libertad, donde las cosas desvelan lo que son.
Por eso no sorprende que el Papa haya desarrollado como tercera categoría de su discurso el “compromiso común por la ciudad”. En la sociedad civil, en la trama de hechos y problemas que caracterizan la historia, los hombres se encuentran y descubren la Verdad. En una familia que tiene a Dios como Padre, los hermanos se dan cita en la realidad para volver a comprender –con plena libertad– qué camino es verdaderamente humano. Israel, el pueblo de la espera, ha acogido a Bergoglio con la palabra “paz”. Pero la paz no llega a Oriente Medio y los tres monoteísmos están lejos de reencontrarse y reconocerse seriamente. Hace falta tiempo, hace falta entender.
Hace falta recordar que quien entró este domingo en la sinagoga de Roma no era el tercer Papa, sino el cuarto. Simón Pedro, el pescador de Galilea al que sucede Francisco, entró allí hace dos mil años. Entonces no había nadie esperando para recibir y aplaudir a un hombre que llamaba a Dios “Padre”. Hoy sí. El tiempo importa, el tiempo actúa. Esta hermosa “chazaqà” no es más que otro paso hacia la verdad, hacia esa espera que convierte al pueblo de Jacob en nuestro hermano mayor, nuestro compañero de camino en el grito de la vida. Un grito que para cada uno de nosotros terminó en el seno de una muchacha de Nazaret, en la mirada de un hombre de Belén, un judío llamado Jesús, el Cristo de Dios.