Túnez, la libertad esperada

Mundo · Martino Diez
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23 abril 2013
Modus vivendi. Así se llamaba el acuerdo que alcanzaron Burguiba y el Vaticano en 1964. Con ese acto, el primer presidente del Túnez independiente se proponía cerrar de una vez por todas el asunto de las relaciones con los católicos, después de que la gran mayoría de ellos (predominantemente franceses, italianos y malteses) abandonase el país a causa de las nacionalizaciones. Burguiba vinculaba la presencia cristiana a los años del colonialismo y la veía como un hecho del pasado, que no había que esconder (la Catedral católica todavía luce en la calle principal de Túnez), pero que había caído definitivamente en decadencia. Un poco como los restos romanos expuestos en el Museo del Bardo.

El trauma para la Iglesia de Túnez fue enorme. Quedaron sólo pocos fieles y varios religiosos (por ejemplo, los Padres Blancos del Instituto de Bellas Letras Árabes, IBLA). Sin embargo, al cabo de algunos años la presencia cristiana comenzó a crecer de nuevo, sobre todo por la llegada de funcionarios africanos y otros expatriados. Juan Pablo II quiso nombrar al primer Obispo árabe (Mons. Twal, ahora Patriarca de Jerusalén), una elección que siguió con su sucesor Mons. Lahham y ahora con el Obispo recién elegido, Mons. Antoniazzi, de origen véneto pero ordenado sacerdote en Jerusalén. Se trata de una señal importante para decir que la Iglesia Católica en Túnez no se considera simplemente un huésped.

Mons. Lahham declaró en más de una ocasión, con realismo, que el papel de los cristianos en la revolución de 2010-2011 fue «nulo» en el plano práctico. Pero en su Carta pastoral poco después de la revolución añadía que la Iglesia tunecina es fuertemente consciente de compartir los mismos desafíos de la sociedad musulmana en la cual vive. Un juicio confirmado por el actual Vicario General, P. Nicolas Lhernould.

Entre estos desafíos, hoy el principal es llevar a término con éxito la transición democrática. Inicialmente bien planteada desde el punto de vista institucional, ha tenido que afrontar la persistente crisis económica, el aumento de los salafistas y la ambigua actitud del partido islamista de mayoría relativa, an-Nahdha, golpeado por tentaciones hegemónicas. El asesinato del líder de la oposición de izquierdas Chokri Belaid ha atraído de nuevo la atención de la prensa internacional sobre el país, abriendo una crisis política irresuelta.

Después de la revolución se ha vivido un período de "palabra liberada" y los tunecinos han podido discutir de todo tipo de asuntos. Sin embargo, a diferencia de lo que ha sucedido en Egipto, la cuestión de la presencia católica casi nunca ha estado en el orden del día. Probablemente es demasiado poca cosa para preocupar. La libertad de conciencia, sin embargo, es uno de los grandes temas de este período post-revolucionario. No ya en el sentido de posibilidad de conversión (un tema poco sentido en la sociedad si se excluyen las actividades de algunos misioneros evangélicos), sino en el sentido mucho más concreto de la legitimidad del pluralismo dentro del Islam (en estos meses los salafistas han atacado numerosas tumbas de "santos" sufíes) y, en el seno de la sociedad tunecina, entre creyentes y no creyentes. La presencia laica, en efecto, es consistente y aguerrida, sobre todo en la capital.

Es evidente, pues, que la lucha por la libertad de conciencia en Túnez hoy no es la cuestión solitaria de los 20.000-25.000 cristianos que viven en el país. Al contrario, significa la posibilidad o imposibilidad de construir una sociedad realmente plural, y es una auténtica prueba de todas las demás libertades. Porque ser democráticos, como muestran las revoluciones árabes, no quiere decir solamente hacer el recuento de los votos.

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