Tribulación europea

Mundo · José Luis Restán
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14 abril 2014
Entre las palabras de Juan Pablo II que atesoramos tantos de mi generación, figuran sin duda aquellas pronunciadas en la catedral de Compostela en noviembre de 1982, con las que el primer Papa eslavo, que acababa de superar milagrosamente un intento de asesinato, pretendía sacudir la complacencia y el escepticismo de una Europa partida en dos mitades por un telón que llamábamos “de acero”.

Entre las palabras de Juan Pablo II que atesoramos tantos de mi generación, figuran sin duda aquellas pronunciadas en la catedral de Compostela en noviembre de 1982, con las que el primer Papa eslavo, que acababa de superar milagrosamente un intento de asesinato, pretendía sacudir la complacencia y el escepticismo de una Europa partida en dos mitades por un telón que llamábamos “de acero”.

Ante las próximas elecciones al Parlamento Europeo los obispos españoles han querido recordar aquel grito lleno de pasión y de verdad con que el papa Wojtyla desafió el statu-quo pactado en Yalta para reclamar una Europa unida, del Atlántico a los Urales. Son palabras que hoy resuenan con una fuerza singular, cuando el riesgo de una nueva guerra europea, esta vez en Ucrania, es mucho más que una simple hipótesis.

Aquel discurso no nació de un sueño ni de un empeño romántico, sino de la experiencia del pueblo en el que había nacido el primer Papa hijo de la nación polaca. Polonia, como también Ucrania y los Países Bálticos, había mantenido la sustancia de su cultura forjada por el cristianismo a pesar de los vaivenes de las fronteras, bajo la bota de poderosos invasores y pese las sucesivas ideologías totalitarias que habían pretendido eliminar la memoria del pueblo y crear una nueva realidad.

No había indicios de cambio político ni señales claras de debilidad en el paquidermo comunista, pero Juan Pablo II lo apostaba todo sobre algo tan elusivo para la realpolitik como la verdad: la verdad del corazón humano y la verdad de una experiencia tejida a través de siglos de convivencia. “Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad espiritual, en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades… No te deprimas por la pérdida cuantitativa de tu grandeza en el mundo o por las crisis sociales y culturales que te afectan ahora. Tú puedes ser todavía faro de civilización y estímulo de progreso para el mundo”.

Y lo que en muchas cancillerías se consideró con sonrisa burlesca se convirtió siete años después en un proceso único en la historia, con el triunfo de la dignidad humana y de las libertades que habían encarnado los disidentes (tantas veces olvidados por Occidente) en los países tras el Muro de Berlín. En junio de 1997, en Gniezno, el Papa entregaba un mensaje personal a los presidentes de Polonia, República Checa, Lituania, Alemania, Eslovaquia, Ucrania y Hungría: “A lo largo de este siglo, también agitado, los pueblos de Europa central han sufrido pruebas terribles. Actualmente se han abierto nuevos caminos. ¡Ojalá que los europeos se comprometan resueltamente en una colaboración constructiva, para consolidar la paz entre ellos y en su entorno! ¡Ojalá que no dejen a ninguna nación, ni siquiera a la más débil, fuera de la unión que están formando!”.

Naturalmente, el Papa no hablaba como un líder político ni diseñaba un proyecto articulado de Unión Europea, pero sería difícil encontrar una sabiduría más aquilatada para orientar el camino. Y la prueba es que tantos hombres de poder, en aquel momento crucial, acudieron a orillas del Vístula para recibir este mensaje de manos del obispo de Roma. La grandeza de la política, les dijo entonces, consiste “en actuar respetando siempre la dignidad de todo ser humano, crear las condiciones de una generosa solidaridad que no deja a ningún ciudadano al borde del camino, permitir que cada uno acceda a la cultura, reconocer y poner en práctica los más altos valores humanos y espirituales, profesar y compartir las propias convicciones religiosas. Si se avanza por este camino, el continente europeo fortalecerá su cohesión, se mostrará fiel a cuantos han puesto las bases de su cultura y responderá a su vocación secular en el mundo”.

Diecisiete años después afrontamos una de las crisis más dolorosas y llenas de peligro para Europa desde la caída del Muro. La violencia de grupos armados pro-rusos, claramente sostenida y atizada desde Moscú, amenaza con desgarrar Ucrania. Rusia no esconde su pretensión de anexionarse las regiones orientales ucranianas, mientras las instituciones de Bruselas se muestran incapaces de llevar a cabo una acción política eficaz para defender la propia razón de ser de la Unión. Es curioso. En el mapa hemos llegado a acariciar el horizonte que delineaba Juan Pablo II en su memorable discurso de Compostela, mientras que la sustancia cultural y espiritual imprescindible para sostener la unidad no ha hecho sino degradarse en los últimos decenios. En la orilla oriental, la gran Rusia liderada por Vladimir Putin reaviva su pretensión imperial sin haber realizado una transición clara hacia el Estado de Derecho, mientras enarbola (paradojas de la vida) los valores cristianos como seña de identidad. Bien es verdad que lo hace de forma abstracta y como discurso del poder, más que como experiencia viva y compartida por una sociedad demasiado fracturada, que aún no ha asimilado armónicamente todo lo sucedido tras el colapso del sistema comunista.

El nihilismo y el laicismo occidentales privan de inteligencia y de arrojo a la Unión para defender lo mucho que está en juego en Ucrania. Y en la otra cara de la moneda, un Estado que incorpora los valores cristianos como nota distintiva de su proyecto nacional se apresta a provocar una violenta ruptura del Derecho, con todas sus secuelas. Quizás Juan Pablo II pensaría que estamos ante el mundo al revés.

Frente a la abstracción del relativismo occidental y del nuevo imperialismo ruso hemos visto levantarse en Kiev, durante los meses pasados, una nueva experiencia de amor al hombre, de afirmación de la persona frente al poder. Una experiencia que nos recordaba los días inolvidables de Walesa en Gdansk y de Havel en Praga, cuando la auténtica tradición europea se impuso sobre la ideología alumbrando una nueva etapa histórica. Ojalá el nuevo gobierno ucraniano responda a este impulso ideal en las horas amargas que se avecinan. Ojalá se abran paso en Moscú las voces de tantos intelectuales, hombres de Iglesia y gentes del pueblo sencillo que no buscan la grandeza de Rusia en la confrontación y el dominio sino en el genio profundo de su historia cristiana. Y ojalá que Bruselas despierte de su sopor, de ese nihilismo atenazador que carcome la sustancia de la aventura europea, y ayude a que el Derecho se mantenga en Ucrania. Aunque quizás sean los amigos ucranianos, desde la tribulación, quienes puedan ayudarnos a rememorar con emoción y clarividencia aquellas palabras de Juan pablo II en Compostela.

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