Tres puntos firmes tras el Sínodo
La entrega al Santo Padre de las 94 proposiciones votadas todas por mayoría absoluta de dos tercios de los presentes ha puesto punto final a la parte central del Sínodo de los obispos dedicado a la familia. Ahora el Papa tendrá que decidir los pasos a dar y también habrá que esperar que inmediatamente empiecen las conspiraciones y comentarios sobre un evento que algunos han definido como “teleguiado” o “catastrófico” para la doctrina de la Iglesia. En realidad, haciendo un lectura atenta de las proposiciones, emergen al menos tres insistencias que no se pueden acusar ni de herejía ni de ser susceptibles de polémicas.
La primera es que el Sínodo se ha ocupado realmente de la familia y se ha preguntado si la familia sigue teniendo sentido en el siglo XXI. La respuesta ha sido afirmativa y ha mirado a la familia con verdad: la familia no es un lugar ideal ni idealizado, sino un lugar real de crecimiento del yo. A este lugar real nada se puede equiparar ni comparar porque nada lo puede sustituir. No es una convención cultural sino algo que tiene que ver con las exigencias últimas del yo: no hay un corazón que no necesite una familia y todo corazón trata de construir una familia.
Entretanto, hay una segunda insistencia que las proposiciones ofrecen con fuerza y que no podemos eludir: algunos fracasan en su intento de construcción familiar y este fracaso no puede quedar apartado como una noticia o chismorreo de sobremesa televisiva, sino que es necesario afrontarlo en toda su verdad. Y aquí emerge la tercera insistencia del documento final: la Iglesia puede, la Iglesia debe, acompañar a las personas en un camino de toma de conciencia hasta el punto de que lo más urgente no es tanto determinar qué es lo mejor que se puede hacer, sino qué ha pasado realmente en la vida de cada uno de ellos dos. Muchos esperaban del Sínodo “empuje a la acción” y en cambio han tenido “empuje a la conciencia, al discernimiento” para plantear –con tiempo– las propias preguntas y experiencia. No se comprende de verdad una historia si no es en el contexto en que ha madurado y sucedido. No se comprende bien qué hay que hacer si no se comprende adecuadamente qué ha pasado y cuál es –en definitiva– la realidad.
El Sínodo de los obispos anima a los hombres y mujeres a mirar la realidad a la cara y a llamarla con un nombre nuevo, un nombre que tenga sentido en la vida de cada uno. Eso no significa que todo esté bien, que la moral cambie con el tiempo, el espacio o las diversas situaciones de la vida, sino que hay circunstancia que atenúan o casi anulan nuestras responsabilidades subjetivas y que necesitan ser confrontadas y miradas con un ministro de Dios capaz de dialogar con franqueza y humildad sobre cuestiones delicadas y discretas que solo esperan un poco de luz y un poco de sentido.
Al día siguiente del Sínodo, la Iglesia se encuentra aún más curiosa y apasionada por comprender si también para los demás hay algún camino para hacer de la propia culpa “feliz” reanudación de un nuevo camino de conciencia que no está dicho que lleve a la acción pero que sin duda restituye a todos el único punto interesante del que partir en cada instante: la certeza de lo que nos ha sucedido y no nuestras veleidades, que nos suscitan muchas emociones pero ninguna pregunta auténtica. Esto es lo que el Sínodo nos deja y nos dona: el gusto de preguntarnos seriamente qué sucedió en nuestra vida el día en que dijimos “sí”.