Tras las huellas de Ozu

Cultura · Juan Orellana
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9 abril 2015
Está demostrado que una civilización que ama su tradición y bebe de ella nunca agota su veta artística y creativa. Así fue en Occidente durante siglos. Pero se acabó. En el cine las películas empiezan a ser remakes, franquicias, spin off y reboots, porque se han acabado las ideas, se ha secado el manantial.

Está demostrado que una civilización que ama su tradición y bebe de ella nunca agota su veta artística y creativa. Así fue en Occidente durante siglos. Pero se acabó. En el cine las películas empiezan a ser remakes, franquicias, spin off y reboots, porque se han acabado las ideas, se ha secado el manantial.

Pero curiosamente, en el lejano Oriente, a pesar de sus innumerables contradicciones y perplejidades, todavía pervive un peso cultural enorme de sus propias tradiciones. Por eso, desde hace varias décadas, gran parte del cine más humanista que acogen nuestras pantallas viene de allá, de maestros como Zhan Yimou, Chen Kaige, Hirozaku Koreeda o Hayao Miyazaki. Esta semana se estrenan dos ejemplos de nacionalidad nipona.

La casa del tejado rojo

Yoji Yamada es un octogenario cineasta que en este film hace poesía con un retrato familiar, adaptando una novela de la escritora Kyoko Nakajima, y buceando –una vez más– en las relaciones intergeneracionales. Aunque ciertamente es algo inferior a su Una familia de Tokio (2013), magnífico homenaje que Yamada rindió a su maestro Yasujiro Ozu –Cuentos de Tokio (1953)–. Ahora vuelve a las mismas inquietudes para adaptar una novela de Nakajima (2010) que tiene en su centro de gravedad las relaciones familiares.

El guión de la película ofrece varios niveles temporales y narrativos enlazados con bastante sencillez. El primer nivel, del presente, definido por la muerte de Taki (Chieko Baishô), que es la anciana tía-abuela soltera de Takeshi (Satoshi Tsumabuki). El segundo nivel es cronológicamente anterior y nos cuenta cómo Takeshi lee y corrige la autobiografía que está escribiendo su tía-abuela Taki. Y el tercer nivel, que constituye la columna vertebral del film, relata, en flashback, el contenido de esa autobiografía, es decir los años de juventud de Taki (Haru Kuroki) como doncella de servicio de la familia Hirai. Años en los que podría decir que ella no tiene vida propia, sino que vive por y para la familia Hirai, especialmente para el niño enfermo y para su madre Tokiko Hirai. Entre señora y criada hay una complicidad femenina que se pone a prueba cuando Tokiko inicia un discreto romance extramatrimonial.

¿Quién es la verdadera protagonista de esta película? Si el criterio es la acción dramática, la protagonista sería claramente Tokiko con sus aventuras amorosas. Pero en realidad no es así. Yamada rinde culto a tantas mujeres como Taki cuya vida consistió –y sigue consistiendo en tantos casos– en estar a la sombra de los demás, como contrafuerte y coro de la vida de los otros. Sirviendo y amando. Esa es la blancura y bondad del personaje de Taki, tan luminosamente interpretado por Haru Kuroki que le valió el premio a la mejor actriz en el Festival de Berlín.

El cineasta nipón no se conforma con ofrecernos el entrañable retrato poético de un alma pura como el de Taki, sino que nos ofrece una mirada crítica sobre el Japón de entreguerras, especialmente sobre el irracional belicismo de sus dirigentes y la infravaloración social de la mujer. Una de las cosas más interesantes, que Yamada ya profundizó en Una familia de Tokio, es la reflexión intergeneracional. Takeshi es un chico moderno, que ha nacido en el mundo tecnológico de la hiperinformación y al que le llena de perplejidad la lectura subjetiva que su tía-abuela hace de los acontecimientos históricos de los años treinta. Una mirada esta llena de romanticismo y pureza que choca con el cinismo de una sociedad que está de vuelta de todo.

El gran acierto de Yamada está en convertir la prosa de una historia sencilla y cotidiana en un ejercicio poético de gran altura, ensamblado con la magnífica fotografía de Masashi Chikamori y la partitura de Joe Hisaishi, el compositor habitual del maestro Miyazaki. La luz artística, poética y humanista del film eclipsa cualquier sombra que un frío analista quiera encontrar.

Las aguas tranquilas

También se estrena esta película de Naomi Kawase, y que tiene ecos del mejor cine humanista occidental como Bresson o Karismaki. En este caso, Kawase refleja un tema muy manido en la historia del cine, recreado aquí de forma original, a saber, la inmersión de un adolescente en la verdad de la vida. Katio vive con su madre, divorciada. El día que comienza a salir con su novia Kyoko se despiertan en él muchas preguntas sobre la separación de sus padres, la nueva vida sentimental de su madre y el sentido del amor. A su vez, Kyoko, que tiene una familia ejemplar, trata de entender la enfermedad terminal de su madre y el significado de la vida y de la muerte. Ambos procesos de maduración tendrán como escenario la imponente naturaleza del mar y como atmósfera una profunda religiosidad precristiana. Nuestros protagonistas serán capaces de madurar cuando sepan abrazar el límite, tanto humano como el gran límite de la muerte. Una película que es pura poesía y que describe muy bien cómo es el corazón humano, deseoso de significado y herido por el anhelo de felicidad.

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