Tranquilidad, Dios asume siempre el riesgo

Mundo · José Luis Restán
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21 febrero 2017
A veces todo lo que se emborrona parece claro como el agua. La claridad es siempre cosa de los sencillos, que no significa de los simplones o de los tontos. Pero huye de las intenciones aviesas, aunque se revistan de sabia complejidad. Me ha venido a la mente todo esto al leer la magnífica y sabrosa explicación de Francisco a los niños de una parroquia romana sobre cómo se elige al Papa.

A veces todo lo que se emborrona parece claro como el agua. La claridad es siempre cosa de los sencillos, que no significa de los simplones o de los tontos. Pero huye de las intenciones aviesas, aunque se revistan de sabia complejidad. Me ha venido a la mente todo esto al leer la magnífica y sabrosa explicación de Francisco a los niños de una parroquia romana sobre cómo se elige al Papa.

Francisco les ha explicado que el elegido no sale por sorteo ni es fruto de una puja… pero tampoco viene anunciado por una trompeta celestial. Hay que rezar, pensar y decidir. Es lo que hacen los cardenales reunidos en cónclave: “hablan entre ellos sobre lo que necesita la Iglesia hoy, y por esto es mejor una personalidad de este perfil o de ese otro… todos razonamientos humanos. Y el Señor envía al Espíritu Santo, y el Espíritu Santo ayuda en la elección. Después, cada uno da su voto y se cuentan los sufragios, y el que tiene dos terceras partes de los números es elegido Papa”.

Después, Francisco explicó a los niños que el que resulta elegido puede no ser el más inteligente, tal vez no es el más rápido para hacer las cosas… Lo que le acredita es que a través de todo el proceso (tan humano, podríamos objetar) es el que Dios quiere para ese momento de la Iglesia. Porque a la hora de elegir había 115 (en el caso de Francisco), pero “Dios es el 116”.

Todo esto podría no ser más que una catequesis chispeante y eficaz, pero en el fondo es mucho más. Es una desautorización de algunas épicas que en estos tiempos se deslizan por el continente digital, es una explicación de la naturaleza de la Iglesia llena de realismo y de conmoción. Porque lo conmovedor no es que desde el cielo baje un decreto, una especie de tabla de piedra con la respuesta grabada, sino que Dios se ha implicado con los hombres, corre el riesgo de contar con su razón y su libertad.

También es extremadamente saludable contemplar el realismo y la serenidad con los que Francisco traza la dinámica histórica de todo esto: “como en todas las cosas de la vida, el tiempo pasa, el Papa debe morir como todos, o jubilarse, como hizo el gran Papa Benedicto, porque no tenía buena salud, y llegará otro, que será diferente, será diverso, tal vez será más inteligente o menos inteligente, no se sabe. Pero llegará otro de la misma manera: elegido por el grupo de los cardenales bajo la luz del Espíritu Santo. ¿Entendieron?”.

Me pregunto si entendemos todos… Si entienden, por ejemplo, los que pregonan lunáticamente el desastre de la Iglesia guiada por Francisco y los que, desde la otra orilla, anuncian el apocalipsis si sale de escena sin dejarlo todo “atado y bien atado”. Menos mal que el buen pueblo de Dios recela siempre de este tipo de profetas y, como los niños de la parroquia romana de Santa María Josefa, está encantado de escuchar a Pedro y se siente seguro anclado a su roca, porque la hace fuerte el número 116.

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