Todos queremos trabajo
En esta dramática situación sorprenden los términos en los que se ha planteado el debate sobre la reforma laboral aprobada hace unos días por el Gobierno, pero todavía no definitiva. En el momento en el que es necesario un debate nacional en profundidad, los sindicatos mayoritarios se han lanzado a una carrera hacia la huelga general por razones políticas. Los socialistas, que están en los momentos más bajos de su historia, han anunciado directamente un recurso ante el Tribunal Constitucional. De este modo favorecen que el Ejecutivo no introduzca cambio alguno.
Hace falta un ejercicio de sinceridad, por parte de todos, y un cambio de la cultural laboral. España es el país que más rápido destruye empleo, el que más alta tasa de desempleo juvenil tiene (46,4 por ciento), el triste campeón del paro en la Unión Europea. El ejercicio de sinceridad supone reconocer que las relaciones laborales están ideologizadas y llenas de disfunciones. Supone también reconocer que un cambio en esas relaciones no acarrea "per se" la creación de empleo.
Los dos ejes fundamentales de la reforma, aunque el Gobierno no los haya presentado así, son el abaratamiento del despido y el aumento de la flexibilidad para las empresas, lo que le quita poder a los sindicatos.
España es uno de los países con el despido más caro de Europa. La reforma ha rebajado el despido para los contratos indefinidos de 45 a 33 días de indemnización. Facilita además el despido para las empresas con dificultades. Si hay tres trimestres de descensos en las ventas se puede despedir con 20 días de indemnización. El despido caro tiene dos efectos: se contrata menos, por eso en España se usan tanto los contratos temporales, y se despide también menos. Por el contrario si el despido es más barato se despide más y se contrata más, hay más movimiento: se valora la productividad que tiende a crecer. Muchos españoles, a pesar de la altísima tasa de paro y de que los contratos indefinidos solo llegan después de muchos años, identifican la seguridad con la primera fórmula: un mercado con menos contratos y con menos despidos. En el fondo hay miedo al cambio, a construir la propia empleabilidad. Es lógico que se piense así cuando las oportunidades son pocas y cuando falta cultura del riesgo.
El segundo eje de la reforma es la flexibilidad. Se da prioridad a los convenios colectivos de las empresas, lo que es un auténtico alivio porque la estructura de los convenios sectoriales era un motivo de asfixia para las compañías con dificultades. Se facilita que las empresas con problemas se salven porque ya no va a ser tan complicado modificar las condiciones salariales y la reducción de la jornada. Y así llegamos a la segunda cuestión de cultura, que en este caso afecta los empresarios. Ante las dificultades el empresario va a poder elegir entre un despido barato o hacer uso de las herramientas con las que cuenta para continuar luchando por los puestos de trabajo.
La emergencia laboral que vive España requiere un cambio de la cultura del trabajo. Si ese cambio se produce se hará más uso de la flexibilidad y menos de los despidos. Para eso es necesario superar viejos esquemas: el que sitúa a empresarios y trabajadores en dos bandos enfrentados; el de los empleados y desempleados que siguen soñando con un tipo de seguridad que no exige asumir riesgos, ser creativos, formarse de modo constante; el de los empresarios que durante años han conseguido altas tasas de beneficios de sectores con poco valor añadido, como el de la construcción, sin apostar por la innovación, sin la labor permanente de buscar junto a sus empleados nuevas oportunidades. Estamos ante un reto nacional que requiere de mucha inteligencia y de mucho trabajo conjunto.