Todorov, observador del ser humano

Cultura · Maletta Sante
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21 febrero 2017
Tenía razón el escritor Luca Doninelli al comparar la muerte de Tzvetan Todorov, el pasado 7 de febrero en París, con la desaparición de un pariente querido que dedicó toda su vida a custodiar un tesoro familiar. Uno de los últimos grandes amantes del humanismo (este es el tesoro) y sus valores, practicados en un trabajo intelectual difícil de catalogar desde un punto de vista disciplinar, Todorov fue un historiador de las ideas, un teórico de la literatura, un filósofo y –como le gustaba decir de sí mismo– ante todo un “antropólogo” en sentido amplio, es decir, un observador del ser humano.

Tenía razón el escritor Luca Doninelli al comparar la muerte de Tzvetan Todorov, el pasado 7 de febrero en París, con la desaparición de un pariente querido que dedicó toda su vida a custodiar un tesoro familiar. Uno de los últimos grandes amantes del humanismo (este es el tesoro) y sus valores, practicados en un trabajo intelectual difícil de catalogar desde un punto de vista disciplinar, Todorov fue un historiador de las ideas, un teórico de la literatura, un filósofo y –como le gustaba decir de sí mismo– ante todo un “antropólogo” en sentido amplio, es decir, un observador del ser humano. Tarea que no desarrollaba según observaciones experimentales sino más bien mediante el análisis y la interpretación de productos culturales de naturaleza muy variada: novelas, documentos históricos, escritos filosóficos y últimamente también obras de artes figurativas. Un eclecticismo tal que hacía de Todorov tanto un autor muy estudiado (sus obras) como poco conocido (su persona).

Nacido en 1939 en una familia búlgara culta perseguida por el régimen comunista, Todorov se traslada a París en 1963. Allí entra en los círculos estructuralistas y se quedará a vivir en la capital francesa el resto de su vida. Un periodo decisivo fue su gradual alejamiento del estructuralismo, que encuentra en el libro dedicado a Michail Bachtin y su “principio dialógico” (1981) un nudo fundamental. Los grandes temas de su pensamiento maduro se encuentran en una de las obras más conocidas de Todorov, “La conquista de América”, cuyo subtítulo resulta bastante revelador, “El problema del otro” (1982). Se podría decir que la misma adhesión inicial al estructuralismo estuvo motivada, más o menos conscientemente, por la intuición de que esta perspectiva iluminaría la alteridad radical que habita en el ser humano desde su nacimiento, la del lenguaje. Y es que ninguno de nosotros ha elegido su lengua materna y, propiamente, no puede decirse que el lenguaje nos pertenezca sino que más bien nosotros le pertenecemos a él, que “somos hablados”.

El problema es que, en la perspectiva estructuralista, el lenguaje habla “sin decir nada”. El estructuralismo es incapaz de captar la exigencia ineludible de sentido y de verdad que habita dentro de la palabra humana. De hecho, no se respeta verdaderamente una obra literaria considerándola exclusivamente en sus dimensiones lingüísticas formales y descuidando su veracidad y pretensión de sentido. Detrás de la palabra, hay siempre un sujeto con su inextirpable intuición de un destino misterioso que se expresa en la pregunta “¿cómo debo vivir?”, considerada por Todorov como la pregunta humana por excelencia. Como argumenta en su estupendo ensayo de 2007 “La literatura en peligro”, esta posee por tanto no solo una dimensión cognoscitiva sino también y sobre todo una dimensión moral en cuanto tiene que ver con la conducta de la vida. Ambas dimensiones están estrechamente interrelacionadas en el sentido de que la única exigencia moral auténtica presente en una obra literaria es decir la verdad sobre la realidad creando un universo “ficticio pero verosímil” que nos permita comprender quiénes somos y qué estamos llamados a hacer en el mundo, una comprensión que solo puede nacer mediante una práctica virtuosa del arte de la interpretación.

Como muchos intelectuales procedentes del otro lado del telón de acero, Todorov tenía, respecto a sus colegas “occidentales”, una visión más realista no solo de los países socialistas sino también de las sociedades liberal-demócratas de economía de mercado. Él también se aprovechó del “espejo convexo del totalitarismo” de memoria haveliana para su análisis de las sociedades contemporáneas. A diferencia de los intelectuales comprometidos con el bando del disenso –como Solzenitsyn, Patocka o el propio Havel– Todorov no contribuye de manera original a la comprensión del fenómeno totalitario. Su visión oscila conscientemente entre dos polos: el totalitarismo como fenómeno antimoderno y archimoderno. El primer factor deriva de su carácter utópico, que hace del totalitarismo un heredero del milenarismo medieval y premoderno aunque privado de la trascendencia de la persona divina. El segundo factor depende en cambio de su carácter cientificista, es decir, de la ideología que considera la ciencia como un saber absoluto y tendencialmente completo, capaz de identificar las leyes de los procesos naturales e históricos, y luego someterlos a los fines humanos. Solo así, según el pensador búlgaro, puede explicarse la paradójica unión entre voluntarismo político y determinismo doctrinal que caracteriza los regímenes totalitarios. El resultado del utopismo cientificista totalitario es sin embargo un fracaso y también arrastra consigo los grandes ideales socialistas. Así explica Todorov el nihilismo imperante en los países socialistas después de la Segunda Guerra Mundial, persistente aún tras la caída del muro de Berlín: el homo sovieticus ya no es capaz de grandes ideales.

Desde el punto de vista político, Todorov apoyó sinceramente a la democracia y el libre mercado, pero sin renunciar al sentido crítico. La historia contemporánea solo es comprensible a la luz de la lucha mortal entre democracia y totalitarismo. Todas las demás parejas conceptuales (especialmente la pareja derecha-izquierda) deben subordinarse a esta. Con la muerte del ideal socialista y la ausencia de enemigos, la democracia se encuentra ante una nueva constelación histórica que la pone en crisis. Lo que Todorov llama “pulsión totalitaria” acecha también a la democracia en el momento en que empieza a pensar que el mal es algo que solo se puede extirpar del ámbito humano mediante la acción política y militar. La construcción y demonización del nuevo enemigo fundamentalista islámico lleva a acciones moralmente erróneas que provocan víctimas inocentes y desestabilizan después el contexto internacional. El carácter ideológico de este fenómeno resulta evidente en la construcción de una nueva “lengua de madera” políticamente correcta, según la cual, por ejemplo, las acciones de guerra se esconden tras nuevos eufemismos (policía internacional, peace keeping, peace enforcing, etc). Si el totalitarismo fue el “imperio del mal”, no está dicho que la democracia encarne siempre el “imperio del bien”… La tentación inherente a la pulsión totalitaria es peligrosa desde que los seres humanos la mayoría de las veces no hacen el mal conscientemente sino convencidos de estar haciendo el bien. El camino del infierno está asfaltado de buenas intenciones.

Entonces, ¿cuál es el camino que Todorov indica para sacar a la democracia de esta crisis? Obviamente, el pensador búlgaro no tiene recetas políticas, pero señala una dimensión cultural, la del diálogo. No se trata de una solución simple ni barata, todo lo contrario. De hecho, en el diálogo el yo experimenta su propia e ineludible dependencia del otro, puesto que esa relación es constitutiva de su propia identidad. Dicho en otros términos, la identidad no es algo que precede al diálogo sino que más bien se constituye en el diálogo mismo, puesto que el otro es un reflejo de mí y me da así la posibilidad de verme desde un punto de vista externo. Entre el otro y yo se produce una dialéctica desprovista de la síntesis constitutiva de los dos sujetos en juego, que de ese modo salen de su relación significativamente cambiados. Algo que resulta evidente en el citado libro dedicado a la conquista de América por parte de los españoles es que el otro (los indios) es claramente fruto de una construcción cultural, que en cambio se refleja también en el yo (los españoles), modificando el modo de percibirse uno mismo. Todorov no concibe la relación entre el otro y yo como algo totalmente ficticio, casi como si fuera un juego de espejos, pero quiere remarcar que la dinámica del encuentro no es dominable y es peligrosa, pues implica la identidad misma de los sujetos implicados. Y esto no solo vale para aquellos que tienden a “demonizar” al otro en la perspectiva de una supuesta superioridad de su civilización, sino también para aquellos que, al contrario, dan una versión del otro “angelical”, como hacen muchos defensores del multiculturalismo.

El mensaje que Todorov nos deja habla de prestar atención a las dinámicas que caracterizan el encuentro con el otro en la medida en que nos devuelven nuestra propia identidad. Pero él no llega a identificar los elementos normativos que deberían inspirar un diálogo auténtico. Una posible causa de ellos puede estar en el excesivo énfasis sobre la relación tú-yo a costa de otras formas de alteridad igualmente constitutivas desde el punto de vista de la condición humana. Pero Todorov habría podido evitar ese posicionamiento de su perspectiva de búsqueda solamente en la dimensión horizontal de la existencia si hubiera puesto en discusión la tesis de la solución de continuidad entre el humanismo religioso y el humanismo laico clásico y moderno; el primero construido sobre el primado de una divinidad en la que los hombres vierten su ilusorio ideal de perfección (y por tanto tendencialmente intolerante hacia otras visiones concurrentes), el segundo constituido por la aceptación consciente de los límites de la existencia humana (y por tanto tendencialmente tolerante y capaz de encontrarse con el otro). Todorov nunca se midió seriamente con la tradición del humanismo religioso, una limitación que comparte con gran parte de la cultura contemporánea. Sin embargo, este puede ser ahora el punto del que volver a empezar.

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