Todas las canciones hablan de mí

Este romance interpretado por un correcto Oriol Vila y una excelente Bárbara Lennie hace una descripción precisa de la confusión afectiva en la que vive instalada la postmodernidad. El film hace explícita la filosofía de que no es posible un amor duradero, y su propuesta final es dar valor sólo al instante presente, sin tratar de dar al amor una proyección de futuro. Dicha precariedad de proyecto conlleva necesariamente una urgencia de encuentros sexuales esporádicos y puramente evasivos. Al final, se trata de un escepticismo que genera en los personajes una inseguridad sentimental, y que se traduce en una existencia errática, sin consistencia. En este sentido, el film es muy honesto al reproducir lo que vive una gran parte de los jóvenes.
Más decepcionante es el aspecto formal del film. Tiene un tono pretencioso que llega a ser pedante, subrayado por una cargante voz en off, y un uso de la música que se impone avasalladora sobre la narración. Aparte de la música, el intento de justificar el título de la película somete al espectador a un recital de canciones monotemáticas que empantanan su ritmo dramático. La oscura fotografía de Santiago Racaj perjudica en ocasiones el seguimiento mismo de las escenas, y se nota demasiado el deseo de imprimir un "estilo" personal visual al film (el uso del fuera de campo, los planos que combinan realidad y onirismo, las interminables panorámicas…). Por otra parte, la decisión de dividir en capítulos la historia es innecesaria y despista más que ayuda. En fin, si Jonás Trueba es más sencillo la próxima vez, hará una película mejor que ésta.