Tocqueville y el virus del individualismo
En estos días he leído que la pandemia está atacando duramente al individualismo, tan arraigado en nuestra sociedad posmoderna. Pienso que no debemos hacernos muchas ilusiones porque es un virus muy difícil de combatir. La existencia humana es una lucha, a veces épica, contra el egoísmo y su secuela, el individualismo. Ese virus volverá a actuar cuando haya cesado la cuarentena, aunque soy lo suficientemente optimista para suponer que en la existencia de algunas personas, tras sus experiencias de estos días, el individualismo habrá sido herido de muerte.
Alexis de Tocqueville (1805-1859), autor de frecuente referencia en mis lecturas y escritos, presintió el triunfo del individualismo en las sociedades democráticas. De hecho, lo vio en acción en su viaje a EEUU en 1832, que fue el origen de ‘La democracia en América’. En dichas sociedades, según nuestro autor, predominan los individuos que “se imaginan placenteramente que su destino está por completo en sus manos”. En ese sentido la pandemia ha puesto las cosas en su sitio, mucho más aún que los efectos sociales de la crisis de 2008. Dicha crisis, y también sucede algo de esto en la actual, echó abajo una creencia engañosa, existente también en tiempos de Tocqueville, en especial los años anteriores a la revolución francesa de 1848: los asuntos económicos son autónomos respecto de los políticos y sociales. La economía se basta a sí misma. A estas alturas pocos creen en eso, salvo ciertos profesores universitarios, aferrados a sus dogmas con el mismo celo de los profesores marxistas de economía de hace años, y aquellos políticos más preocupados de los efectos económicos de la pandemia que de los humanos. Son esos políticos cuya inconsciencia les lleva a afirmar que los muertos son daños colaterales, inevitables como en cualquier guerra, pero si la economía es golpeada, los efectos para el país serán mucho peores. Dicho de otro modo, la recuperación económica “resucitará” a los muertos, curará a los heridos y llevará a los electores a dar nuevamente su confianza al gobierno.
Uno de los regímenes conocidos por Tocqueville, la monarquía de Luis Felipe de Orleans, conocido como el “rey ciudadano”, fomentaba ese primado por la economía que solo lleva a interesarse por el enriquecimiento personal. Un individualismo burgués del que el ciudadano estaba ausente. En aquel régimen la avidez de riquezas y la corrupción representaron engañosos espejismos que ocultaban las tensiones políticas y sociales que trajeron la Segunda República en 1848.
¿Qué se entiende por ciudadano en una sociedad autocomplaciente y ávida de bienestar individual? No es una sociedad cohesionada, sino que en muchas ocasiones es una mera yuxtaposición de individuos. ¿Es esto compatible con los valores de la tolerancia y la solidaridad, que siempre se nos predican? Sin embargo, una cosa es fomentar sentimientos y otra muy diferente adquirir auténticos hábitos de conducta. Las buenas intenciones nunca pueden ser un sucedáneo de la acción. No son suficientes las actitudes emocionales para frenar la tendencia al individualismo de las sociedades democráticas, una tendencia afirmada por Tocqueville en 1840, año de la aparición de la segunda parte de ‘La democracia en América’. Allí leemos este pasaje: “El individualismo predispone a cada ciudadano a aislarse de la masa de sus semejantes y a apartarse con su familia y amigos; crea una pequeña sociedad para su uso y abandona voluntariamente la gran sociedad”. En la sociedad actual hay quien no es consciente de que se da esta situación. Aporto una anécdota personal. Hace años escribí un pequeño artículo para un boletín de difusión local, en el que transcribí la cita anterior. Al publicarse el escrito, observé que la cita había sido eliminada. La directora del boletín me explicó que solo era un problema de espacio y había tenido que reducirlo. No le dije nada, aunque llegué a la conclusión de que aquella mujer no la había considerado importante dada su propia situación social. Pertenecía a una familia que podríamos llamar grupal, bien relacionada y con una importante red de contactos personales y familiares. Era buena persona, buena profesional y buena ciudadana. Nadie se atrevería a decir lo contrario. Quizás su defecto fuera que no se le había ocurrido pensar que existe vida más allá del marco de su existencia personal y familiar. Estoy seguro de que no eliminó deliberadamente la cita. Tan solo le resultó algo extraño y anecdótico.
Otra aportación de Tocqueville es que el Estado y el individualismo pueden ponerse de acuerdo para arrinconar a los cuerpos sociales intermedios. Añade nuestro autor que existe un riesgo de tiranía que no vendría dado por masas intolerantes sino por una abstención individualista capaz de paralizar la propia sociedad. Mi interés por la Revolución francesa, uno de los orígenes del mundo contemporáneo, me llevó a consultar una ley de aquella época, en la que vi confirmadas las afirmaciones de Tocqueville. Se trata del preámbulo de la ley Le Chapelier del 14 de junio de 1791, aprobada por la Asamblea Nacional. Isaac Le Chapelier, diputado jacobino y más tarde ejecutado por sus antiguos compañeros, fomentó una ley que no solo iba contra los gremios y corporaciones de origen medieval, sino que pretendía prohibir todas las asociaciones y organizaciones intermedias. Dice el citado preámbulo que “no habrá corporaciones dentro del Estado; no habrá más que el interés particular de cada individuo y el interés general. No se le permite a nadie infundir un interés intermedio en los ciudadanos para separarlos de un interés público en beneficio de un interés corporativo”. Me llama la atención el énfasis puesto en el interés general. ¿Quién decide cuál es el interés general? ¿Con qué criterios? Quizás otra expresión, desterrada en muchos textos legales, como el bien común parecía demasiado arcaica, por no decir medieval.
La crítica de Tocqueville al Estado es que puede fomentar el individualismo que no es otra cosa que la libertad de los satisfechos. El individuo, aunque la ley le califique de ciudadano, puede llegar a ser un animal vigilado que tiene sus necesidades satisfechas. En este sentido, el filósofo Richard Rorty hablaba de nihilismo alegre, con una defensa de la libertad con ausencia de criterios morales. Dejamos nuevamente la palabra a Tocqueville: “¿Qué me importa, después de todo, que exista una autoridad siempre preocupada en que disfrute tranquilamente de mis placeres, y que se ocupe de despejar los peligros de mi camino, si esa autoridad , que al mismo tiempo que aparta de mi camino las menores espinas, es dueña absoluta de mi libertad y mi vida, si monopoliza la libertad y la existencia hasta tal punto que es preciso que todo languidezca a su alrededor cuando ella languidece, que todo duerma cuando ella duerme, que todo perezca si ella muere?”.
Tocqueville subrayó que el individualismo puede ser un gran aliado del totalitarismo, aunque ese totalitarismo sea “blando”, el más adecuado para una sociedad poco madura e infantilizada.