Tocar con la mano el perdón de Dios

Mundo · Massimo Borghesi
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22 noviembre 2016
Acaba de publicarse la carta apostólica Misericordia et misera que el Papa Francisco ha escrito al concluir el Jubileo. El título, tomado de san Agustín, fue anticipado en cierto modo en la entrevista que Francisco concedió a Andrea Tornielli en el libro El nombre de Dios es Misericordia. El pontífice afirmaba entonces que “en su Meditación ante la Muerte, el beato Pablo VI revelaba el fundamento de su vida espiritual en la síntesis propuesta por san Agustín: miseria y misericordia”. 

Acaba de publicarse la carta apostólica “Misericordia et misera” que el Papa Francisco ha escrito al concluir el Jubileo. El título, tomado de san Agustín, fue anticipado en cierto modo en la entrevista que Francisco concedió a Andrea Tornielli en el libro “El nombre de Dios es Misericordia”. El pontífice afirmaba entonces que “en su Meditación ante la Muerte, el beato Pablo VI revelaba el fundamento de su vida espiritual en la síntesis propuesta por san Agustín: miseria y misericordia”. En la carta apostólica, el Papa escribe: ´Misericordia et misera son las dos palabras que san Agustín usa para comentar el encuentro entre Jesús y la adúltera. No podía encontrar una expresión más bella y coherente que esta para hacer comprender el misterio del amor de Dios cuando viene al encuentro del pecador: «Quedaron sólo ellos dos: la miserable y la misericordia»”.

Este episodio se une en la carta a otro narrado por Lucas, el de la pecadora que lava con sus lágrimas y enjuga con sus cabellos los pies de Jesús en la casa del fariseo que le acoge. Dos mujeres, quizás ambas prostitutas, como en las dos historias que narraba el Papa en la entrevista con Tornielli. Dos ejemplos de la misericordia de Dios, del perdón y del amor de Jesús por los pecadores.

Para Francisco, estos ejemplos muestran el rostro de Dios, el rostro al que la Iglesia debe mirar hoy más que nunca para testimoniarlo en un mundo congelado, dominado por una mentalidad técnica y utilitarista que ya no conoce la gratuidad. Un mundo violento donde el amor se confunde con el eros y la posesión.

Contrariamente a lo que afirman sus críticos, Francisco no es un “buenista”, un ingenuo adulador del mundo actual. Al contrario, tiene una visión dramática del momento presente, un mundo sin vínculos marcado por una tercera guerra mundial a trozos. Personalmente, Jorge Mario Bergoglio no se concibe como un hombre “bueno” sino como un pobre pecador al que Dios ha mirado con misericordia. Es la definición de sí mismo que dio al padre Antonio Spadaro en su entrevista para La Civiltà Cattolica. Por eso le gusta tanto la “Conversión de Mateo” de Caravaggio. Por eso, cada vez que se encuentra con los presos, se pregunta: “¿Y por qué yo no?”.

En “El nombre de Dios es Misericordia”, el Papa afirma: “La centralidad de la misericordia, que para mí representa el mensaje más importante de Jesús, puedo decir que ha crecido poco a poco en mi vida sacerdotal como consecuencia de mi experiencia de confesor, de las muchas historias positivas y hermosas que he conocido”. Probablemente se refiere a su experiencia madurada durante su “exilio” en Córdoba, la ciudad argentina en la que residió desde junio de 1990 hasta mayo de 1992. Aquí, privado de cualquier otra tarea, él que a los 36 años había sido Provincial de los jesuitas en Argentina, pasó un periodo de dura prueba.

Como narra su biógrafo Austen Ivereigh, “su principal tarea cotidiana era la de confesar. Pasaba horas y horas escuchando el sufrimiento y los sentimientos de culpa de los alumnos y profesores de la universidad, pero también de la gente de los barrios que llegaba al centro de la ciudad porque los sacerdotes de los barrios pobres estaban demasiado ocupados los domingos diciendo misa como para escuchar confesiones. Bergoglio nunca había dedicado tanto tiempo a ser instrumento y vehículo del perdón y de la misericordia. Eso le fue moldeando, le acercó al pueblo fiel y le ayudó a considerar su propios problemas desde una perspectiva más adecuada”.

Bergoglio también se convirtió en el Papa de la misericordia porque, en un momento delicado de su vida, vivió la experiencia de la confesión. Tocó con sus propias manos hasta qué punto el perdón de Dios era capaz de sanar y aliviar vidas que habían caído en la desesperación, encerradas en su propio mal, esclavas de un pasado que no les dejaba vivir.

Esta experiencia le hizo comprender la centralidad que tiene el sacramento del perdón en la perspectiva del pontífice, una centralidad que ha sido el núcleo del Jubileo y que ahora, con esta carta apostólica, va aún más allá. Por eso, uno de los puntos clave de la carta es la extensión a los sacerdotes, y no solamente al obispo, del permiso para absolver a quienes hayan practicado un aborto, tanto a las mujeres como al personal médico implicado. “En virtud de esta exigencia, para que ningún obstáculo se interponga entre la petición de reconciliación y el perdón de Dios, de ahora en adelante concedo a todos los sacerdotes –escribe el Papa–, en razón de su ministerio, la facultad de absolver a quienes hayan procurado el pecado de aborto. Cuanto había concedido de modo limitado para el período jubilar, lo extiendo ahora en el tiempo, no obstante cualquier cosa en contrario. Quiero enfatizar con todas mis fuerzas que el aborto es un pecado grave, porque pone fin a una vida humana inocente. Con la misma fuerza, sin embargo, puedo y debo afirmar que no existe ningún pecado que la misericordia de Dios no pueda alcanzar y destruir, allí donde encuentra un corazón arrepentido que pide reconciliarse con el Padre. Por tanto, que cada sacerdote sea guía, apoyo y alivio a la hora de acompañar a los penitentes en este camino de reconciliación especial´.

La declaración de la carta apostólica dará que hablar. Los críticos del Papa relanzarán su letanía sobre un pontífice demasiado permisivo, una misericordia que descuida la ley, un perdón que reduce el grave alcance del pecado. En realidad, el Papa no ha hecho más que extender a todos los sacerdotes el poder de absolver un pecado grave, como es el aborto, un privilegio que el obispo ya podía acordar con ciertos presbíteros. Ahora este privilegio se extiende a todos. Con esto no se favorece la permisividad –el aborto, como cualquier otro homicidio, requiere un arrepentimiento real– sino que se pone de manifiesto de manera aún más evidente el rostro misericordioso de Dios que no se retira ante ningún pecado. Es el camino que Francisco ha indicado para la Iglesia de hoy y de mañana.

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