Testimonio personal y debate cultural no se oponen

Mundo · José Luis Restán
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10 noviembre 2014
Leo la entrevista realizada por Gianni Valente al teólogo italiano Severino Dianich en el portal Vatican Insider, de La Stampa, y descubro un interesante núcleo de debate eclesial que no debería ser puramente dialéctico, y menos aún cargado de prejuicios recíprocos. Dianich sostiene que la consigna de la Nueva Evangelización está gastada, porque en el fondo responde a “lo que fue la gran cultura de la Restauración, después de la Revolución Francesa, que se expresó, sobre todo, como idea para recristianizar a la sociedad”.

Leo la entrevista realizada por Gianni Valente al teólogo italiano Severino Dianich en el portal Vatican Insider, de La Stampa, y descubro un interesante núcleo de debate eclesial que no debería ser puramente dialéctico, y menos aún cargado de prejuicios recíprocos. Dianich sostiene que la consigna de la Nueva Evangelización está gastada, porque en el fondo responde a “lo que fue la gran cultura de la Restauración, después de la Revolución Francesa, que se expresó, sobre todo, como idea para recristianizar a la sociedad”. El teólogo italiano propugna en cambio una vuelta a los orígenes, cuando (según su explicación) “los creyentes comunicaban la propia existencia de fe a sus vecinos y a sus parientes no creyentes en la convivencia concreta de todos los días… justamente la comunicación de la fe de persona a persona, propia de la Iglesia del principio, resulta más adecuada en las condiciones en las que vivimos”.

Comienzo por decir que a mí también me ha parecido, con frecuencia, que el contenido resumido en el lema “nueva evangelización” se ha evaporado frecuentemente en manos de muchos de los llamados a encarnarlo. En cierto modo ha podido reducirse a un esquema vacío, a una cierta imagen. Eso mismo ha podido suceder con la intuición genial del Atrio de los Gentiles, lanzado por Benedicto XVI en Praga. Ahora bien, discrepo de Dianich en su enmienda a la totalidad de la “nueva evangelización”, tal como la propuso San Juan Pablo II y como la relanzó (con perfiles novedosos) Benedicto XVI. Ninguno de estos dos papas tenía nostalgias restauracionistas, ambos eran muy conscientes del nuevo tiempo que toca vivir a la Iglesia y me parece equivocado e injusto descartarlo de un plumazo en nombre de algo que yo sí comparto: la necesidad de una transmisión de la fe persona a persona, de un testimonio “cuerpo a cuerpo”, como pedía Francisco hace pocos días al movimiento de Schoenstatt.

Dianich sostiene que “las ideas y los proyectos de la Nueva Evangelización se han conjugado más en el ámbito de la relación de la Iglesia con la sociedad, la cultura, las naciones, que en el ámbito de las personas, y que la prioridad era dar un nuevo vigor a la influencia que la Iglesia podía ejercer todavía en los contextos sociales y culturales, como sucedía antes”. Es muy posible que algunas aplicaciones de la NE hayan caído en lo que denuncia el teólogo italiano, pero no entiendo su drástica separación entre el ámbito de las personas y el ámbito social y cultural. Su planteamiento implica el típico movimiento del péndulo. Las personas son las únicas protagonistas de la fe, que es un acto de razón y libertad esencialmente personal, pero esas personas viven siempre en relación, se insertan en una sociedad, se nutren de una cultura y viven dentro de una historia.

Por cierto, eso sucedía también en los primeros siglos que evoca y añora Severino Dianich. Tiene razón cuando afirma que la fe se comunicaba persona a persona, a través de un encuentro, pero no es menos cierto que la Iglesia siempre fue consciente de la dimensión histórica, cultural e institucional. Es curioso que no mencione el inmenso de trabajo de los Padres para dialogar con la cultura helenista, sus diatribas con la filosofía griega, o su implicación en los grandes debates de la época. Si alguien personifica el encuentro humano a través del cual se genera la fe, ese es Agustín de Hipona, el mismo que dedicó miles de páginas a reflexionar sobre el futuro de su sociedad, sobre el Imperio y sobre la forma en que los cristianos debían afrontar las circunstancias históricas de la época.

La saludable advertencia para no quedar aprisionados por lemas y consignas que pueden transformarse en una especie de “mantra eclesial”, me parece oportuna. Las palabras se desgastan, se reducen, y necesitan ser reaprendidas, revividas en su significado original. Por otra parte es paradójico que con frecuencia los que denuncian este problema incurren en otro parecido, al sustituir un lema ya reducido por otro que ya nace cojo de antemano. A lo mejor empezamos a no hablar tanto de “nueva evangelización” (tampoco me siento apegado de por vida a esta fórmula), pero la verdad que contenía esta intuición, querida por dos grandes papas, sigue vigente, y yo la oigo y la siento latente en todo lo que dice ahora Francisco.

Sin el cuerpo a cuerpo que nos pide hoy el Papa no habrá verdadera evangelización, porque ésta solo acontece a través de un encuentro humano. La clave de la presencia cristiana en nuestro mundo secularizado es sin duda el testimonio (personal y comunitario) pero cuidado con reducir el alcance de esta palabra, también amenazada de desgaste. En todo caso sería un suicidio que la Iglesia renunciara a un discurso cultural renovado y potente, a una presencia social e institucional al servicio de ese encuentro personal, y a una comprensión inteligente de las coordenadas históricas en que le toca vivir. Ambas dimensiones (encuentro personal y debate cultural, testimonio y construcción social) no se oponen sino que se reclaman mutuamente. Muchos malestares de esta hora, en el cuerpo eclesial, se deben a esquematismos que nos podríamos ahorrar.

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