Teología política en el siglo XXI (3)

Cultura · Massimo Borghesi
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17 septiembre 2019
Me alegra que Rodolfo Casadei haya querido responder a mi artículo donde contestaba a algunas de sus tesis sobre la relación entre religión y política. El autor mitiga, y eso es bueno, ciertas expresiones puntiagudas que resultaban francamente inaceptables. Concretamente dos: la santificación de las naciones soberanistas por su oposición “religiosa” al modelo europeo y el elogio acrítico al partido soberanista italiano en virtud de su “sacralización” de las fronteras nacionales.

Me alegra que Rodolfo Casadei haya querido responder a mi artículo donde contestaba a algunas de sus tesis sobre la relación entre religión y política. El autor mitiga, y eso es bueno, ciertas expresiones puntiagudas que resultaban francamente inaceptables. Concretamente dos: la santificación de las naciones soberanistas por su oposición “religiosa” al modelo europeo y el elogio acrítico al partido soberanista italiano en virtud de su “sacralización” de las fronteras nacionales.

En su respuesta, Casadei señala que “con todo esto, no he escrito ni pienso, como afirma Borghesi, que la Polonia y Hungría actuales representen el modelo ideal contemporáneo de la relación entre religión y política para los que se dicen cristianos. En este sentido, los modelos ideales no existen, solo existen modelos históricos, que justo por ser históricos no se pueden exportar ni imitar más que en una mínima parte”. La relativización de los modelos es un paso importante hacia la superación de la ideología teológico-política.

Igualmente importante es la segunda aclaración de Casadei. “No soy soberanista –afirma–, también por algunas de las razones que Borghesi ilustra, pero creo que, a corto plazo y teniendo la única alternativa de elegir entre aliarse con los partidos soberanistas o con los de lo políticamente correcto, para los cristianos sería más oportuno lo primero. A medio-largo plazo sería un abrazo mortal tanto la alianza con los soberanistas como con los de los políticamente correcto, con la única diferencia de que la primera sería una muerte lenta mientras que la segunda sería una muerte muy rápida”. Observo que se trata de una aclaración que deja amplios márgenes para la discusión y, sin embargo, resulta innegable que el autor tiende aquí al menos a diluir la “santa alianza” entre cristianismo y fuerzas conservadoras, a no revestirla con un blindado “religioso”.

Es lo que yo pedía. El resto pertenece al análisis político, a la valoración de las fuerzas políticas por parte de un católico comprometido, al cálculo de costes y beneficios. Se puede discutir legítimamente sobre cuál es la mejor fórmula política en el contexto actual y sobre ello los católicos pueden dividirse, por supuesto, aunque tienen el deber de intentar vías unitarias. Lo que no es correcto es sacralizar la esfera política, de derecha o de izquierda. En mi intervención no criticaba el modelo teológico-político de izquierdas por la simple razón de que hoy, a diferencia de los años 70-80, cuando era hegemónica, no existe.

En los años 70 el marxismo no era solo una “política”, era la fe de millones de personas. Muchísimos creyentes, arrastrados por la avalancha, cambiaron el paraíso por la utopía de la sociedad sin clases. Hoy el relativismo ético que caracteriza a la nueva izquierda post-marxista no representa una nueva teología política sino la disolución tanto del momento teológico como del político. Es el precio a pagar por estar legitimados en la era de la globalización gobernada por el primado del liberalismo capitalista. De ahí la reacción de los partidos soberanistas que representa, aunque de manera distorsionada, el retorno al primado de la política. Un primado que, sin embargo, necesita desesperadamente una legitimación religiosa. De ahí el riesgo que denunciaba de una manipulación de la fe. Un riesgo que hoy afecta a la derecha y no a la izquierda, que en sus mejores expresiones intenta, con esfuerzo, salir del horizonte del relativismo ético. Por eso es equivocado esto que dice Casadei: “De hecho, lo políticamente correcto tiene muchas más pretensiones que el soberanismo respecto de la Iglesia, es una ideología radical que no toma rehenes. Lo políticamente correcto no se limita, como el soberanismo, a una manipulación externa de los contenidos religiosos, sino que exige que la Iglesia se convierta al credo igualitarista, individualista, relativista”.

Se trata de un juicio que no podemos compartir. Reitera, sin darse cuenta, la ilusión de los católicos que apoyaban la Açtion Francaise contra el laicismo de la Republique, de la Iglesia que prefería las sugestiones clericales de Mussolini al anticlericalismo de Giolitti y Turati. En realidad, el verdadero peligro, para la fe, no viene dado simplemente por el modelo laicista sino por el que utiliza lo teológico en función de lo político.

No se trata simplemente de una “manipulación externa”, sino de modelar una mentalidad que ya no logra distinguir entre lo político y lo religioso. El resultado es la metamorfosis de lo religioso que, imperceptiblemente, cae en el primado de lo político. Salvini, independientemente de su figura política, se convierte en el salvador de la patria y, con ello, de la fe. Un mesías laico que se opone a un Papa “relativista”, universalista, modernista. Asistimos así a la paradoja de que los creyentes más integristas se conviertan en los más secularizados. Para ellos, la verdadera fe de la Iglesia “tradicional” es la que hoy salvaguardan Salvini, Trump, Putin, Orbán, y no los obispos y el Papa. Nos encontramos ante un gibelino güelfo, una paradoja típica de nuestro tiempo.

Así llegamos al verdadero punto de discordia entre Casadei y yo: lo que concierne al peso que tiene la esfera del poder en la difusión de la fe en la sociedad. Sobre esto me gustaría ser claro. La Iglesia nunca ha tenido como ideal la condición de las catacumbas, ni mucho menos la de la persecución. Siempre ha buscado, desde el principio, una cohabitación pacífica y tranquila con los poderes del mundo, igual que ha auspiciado el respeto, por parte de la autoridad secular, de la libertad de religión y de culto.

Ya el Antiguo Testamento elogiaba el rey persa Ciro por su apoyo al pueblo judío. Al hablar de Eusebio de Cesarea, criticaba su modelo no por los elogios, más que justificados, al emperador Constantino, que puso fin a las persecuciones, sino por su paradigma teológico-político, que confunde el universalismo cristiano con el imperial. Esta confusión distingue, en mi opinión, la postura de Casadei. De otro modo, no se explica el ejemplo que lleva al límite del cristianismo en Egipto tras la dominación musulmana. Sin duda, los obstáculos que el islam puso a la difusión de la fe tuvieron un peso relevante. ¿Cómo ignorarlo? Pero conviene preguntarse por qué no sucedió lo mismo en el Imperio Romano hasta Diocleciano. Porque las persecuciones, y por tanto la hostilidad del Estado, no impidieron a la Iglesia crecer, aunque no fueron pocos los tránsfugas de la fe. Con Constantino, el poder toma conciencia de que más de la mitad del Imperio está formado por cristianos. El Imperio no fue quien favoreció la fe, la reconoció cuando no podía hacer otra cosa. La “influencia” justa del poder no pasa por apoyar a una religión, privilegiándola entre las demás, sino por eliminar los obstáculos, las limitaciones a su libertad.

Llegamos así a la última objeción, contra el liberalismo actual que no garantizaría la auténtica libertad de religión. Afirma Casadei: “Alguien podrá responderme: lo que señalas es verdad, y también para eso (es decir, para evitar favoritismos con un determinado culto y prevenir guerras de religión) se inventó el Estado laico moderno, que separa religión y política y que tiene entre sus fundamentos la neutralidad estatal respecto a las confesiones religiosas. Lástima que 250 años después de la Revolución Francesa no quede ni rastro de la neutralidad religiosa de los Estados. Los Estados que no presentan una religión de Estado o una religión favorita en cuanto constitutiva de la identidad histórica del país la han sustituido por las diversas formas de religión secular que se han sucedido: el nacionalismo, el racismo nacional-socialista, el social-comunismo, actualmente el igualitarismo y toda la ortodoxia de lo políticamente correcto”.

Se trata evidentemente de un juicio duro. Para el autor, no habría diferencia sustancial entre los Estados totalitarios del siglo XX y el Estado liberal-demócrata actual. El relativismo ético, identificado subrepticiamente con la democracia, privaría a la libertad de cualquier valor real. La crítica de lo “políticamente correcto”, del progresismo relativista, lleva a la crítica radical de la democracia occidental concebida como la religión de la disolución. De ahí la receta del contrapoder como único remedio.

Obviamente, no puedo concordar con estas conclusiones. La crítica adecuada a la identificación ideológica entre democracia y relativismo ético no puede llevar a la liquidación o infravaloración del modelo democrático. Ni mucho menos a su identificación con una teología política, riesgo que se puede correr en una visión mesiánica de la democracia. Del mismo modo, la alternativa al relativismo no puede residir en contrapoderes que se sirven, para su interés, de una legitimación religiosa que obliga a la Iglesia a posicionarse, a convertirse en una fuerza en lucha, un partido. No es correcto contraponer una teología política al relativismo dominante.

La fe no necesita poderes ni contrapoderes para existir, solo depende de un testimonio libre. Se es cristiano por un encuentro cargado de atractivo, de verdadera humanidad, no por lisonjas o fascinaciones desde la tribuna ostentando símbolos ante la plebe. Los símbolos, dentro de la teología política centrada en la dialéctica amigo-enemigo, tienen un valor únicamente “político”. Sirven para identificarse en “contraposición” con otros. Casadei reprocha al Occidente liberal-demócrata ser totalizante en su ideología relativista. Sin duda tiene buenas razones para ello. El progresismo es una ideología, a la par que la reacción. Sin embargo, me gustaría observar, por muchos límites que tenga el actual sistema liberal-demócrata, ¿qué impide a la Iglesia ejercer la libertad de religión y anunciar a Cristo en el mundo actual? No es que aquí la comunicación de Cristo, la experiencia de una compañía marcada por la fe, esté obstaculizada o prohibida. Lo está en muchos países del mundo, regidos por regímenes no propiamente demócratas, pero no en Europa o América.

Es cierto que los regímenes “políticamente correctos” trastornan las legislaciones, imponen modelos que eliminan a los “descartados”: ancianos, enfermos terminales, portadores de discapacidades seleccionados desde su origen, niños nunca nacidos. Esto es horrible, pero sucede por todas partes en el mundo actual, marcado por el modelo tecnocrático, funcionalista, utilitarista. Un modelo que corre el riesgo de fagocitar también la democracia. Sin embargo, esta subsiste. La Iglesia, por recoger las sugerencias de Casadei, sigue teniendo beneficios, no solo tiene desventajas. Por eso, los laicos cristianos deben comprometerse por disociar democracia y tecnocracia. Al hacerlo prestarán un servicio a todos.

Por otra parte, la Iglesia no puede descargar sobre el mundo “secularizado” la responsabilidad de su propia inercia. El Occidente liberal-demócrata no será favorable a la Iglesia, no reconoce sus méritos a pesar de una historia bimilenaria sin la cual Occidente sería un fantasma y, sin embargo, no impide su libre difusión. Si esta tiene lugar o no, no es mérito ni culpa ante todo de los poderes del mundo sino de la Iglesia misma. Sobre este punto, aunque tendremos ocasión de dialogar, me gustaría que Casadei fijara su atención.

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