Entrevista a Julián Carrón

Tecnología: nada puede reducir totalmente el yo

Carrón · Andrea Caspiani
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16 mayo 2023
Solo se puede sacar al hombre de la nada mediante la experiencia de un atractivo irresistible. La cuestión es si los jóvenes se encuentran con personas donde la nada no ha vencido.

La cultura contemporánea sostiene que hoy se puede entender el mundo y vivir sin referencias a Dios porque basta con las palabras «dinero» y «tecnología», que parecen capaces de ocupar todo el espacio donde puede haber respuesta para todas las preguntas, ansias e incertidumbres de los hombres, con un uso cada vez más funcional y eficaz de los mecanismos de la realidad. ¿Por dónde empezar?
Yo diría sintéticamente que el único punto de partida es la experiencia porque, a pesar de que se diga que las nuevas tecnologías son capaces de ocupar todo el espacio de la experiencia, nunca como en este momento están desbordados todos los esquematismos posibles. Justamente en la época del superpoder tecnológico, lo real suscita más preguntas que nunca. Lo hemos visto todos durante la pandemia. Cada uno puede ver si la tecnología ha sido capaz de responder a la necesidad de significado que el Covid nos causó. Debemos alegrarnos de la aportación que la tecnología y la ciencia han supuesto para superar la pandemia en tan poco tiempo, pero también sabemos cuántas heridas y preguntas abiertas ha dejado. Esta comprobación no solo sucede en los momentos más problemáticos, como el de la pandemia, sino en la vida cotidiana, porque ahí es donde cada uno puede juzgar si las respuestas tecnológicas son capaces de corresponder a la intensidad de las preguntas. Una vez terminada la emergencia, por ejemplo, vemos que ha dejado en los jóvenes una gran falta de interés y de motivaciones para vivir y estudiar. Hace poco, un amigo profesor me contaba que, al volver a las clases presenciales, organizó una asamblea con sus alumnos y otros compañeros para hablar del malestar que había después de la pandemia. Una alumna intervino diciendo que se preguntaba cómo volver a estar en clase con el mismo entusiasmo que tenía antes. Intentando buscar una respuesta, empezó a lanzar hipótesis y decidió pensar en el colegio como una ocasión para prepararse para el futuro. Pero al cabo de un tiempo se dio cuenta de que eso no le bastaba. Entonces decidió centrarse no tanto en el futuro sino en el presente y, como pertenecía a un grupo de estudiantes, pensó que tal vez podría recuperar su interés por las clases pensando en los amigos con los que comparte su vida académica. Pero tampoco eso le valía. Como no llegaba a ninguna solución satisfactoria, ella y sus amigos se citaron para otra asamblea. Participó el representante de un grupo estudiantil proponiendo, entre otras cosas, varias iniciativas para responder a ese malestar, como por ejemplo cambiar el horario escolar añadiendo cinco minutos de pausa entre una clase y otra, etcétera. Llegó un momento en que mi amigo y su alumna se miraron sonriendo. Esa sonrisa era un juicio que documentaba la percepción de lo insuficiente que era aquel intento respecto al malestar que sentían. Volviendo a la pregunta, nadie puede pensar que cambiar de móvil o tener el último dispositivo del mercado puede responder a las preguntas que la realidad y la experiencia nos suscitan. Así que, ¿por dónde empezar? ¡Por la experiencia!
«La digitalización es violenta porque elimina las diferencias», afirma Benasayag. Pero nuestra sociedad, que quiere proteger todas las diferencias (desde las culturales hasta las sexuales), considera que el desarrollo tecnológico es un factor de igualdad porque las máquinas tratan igual a todas las personas. En su opinión, la creciente digitalización o el individualismo relativista de nuestra sociedad, ¿constituyen un freno ante la posibilidad de madurar un yo plenamente consciente de sí mismo y por tanto abierto estructuralmente a la relación con el que es diferente?
Evidentemente, la creciente digitalización o el individualismo inciden en la posibilidad de maduración de los jóvenes porque el contexto no puede dejar de influir en un sujeto histórico como es el hombre. Pueden suponer un freno para adquirir plena conciencia de uno mismo, pero el hecho de estar estructuralmente abiertos a la búsqueda del sentido no impide que las condiciones dadas -incluso las más problemáticas- puedan convertirse en ocasiones de maduración. No hay nada capaz de reducir el yo a sus factores antecedentes (naturales, familiares o sociológicos), como decía don Giussani. Podemos estar hechos una pena, pero nadie puede quedar totalmente reducido a las circunstancias que vive. Todo depende de su disponibilidad para secundar las provocaciones que la realidad nunca nos ahorra. Desde este punto de vista, siempre me ha llamado la atención cómo don Giussani hacía emerger esta conciencia de sí mismo: «Un individuo que haya tenido en su vida un impacto débil con la realidad, porque, por ejemplo, haya tenido que esforzarse muy poco, tendrá un sentido escaso de su propia conciencia, percibirá menos la energía y la vibración de su razón» (L. Giussani, El sentido religioso, Encuentro, Madrid 2008, p. 145). Lo que impide realmente el florecimiento de la conciencia de uno mismo es el intento constante de eludir este compromiso con la realidad. Pero la fatiga de vivir no nos la ahorra nadie, ni la digitalización ni el individualismo, y cuanto más se afronta, más emerge la exigencia de tomar conciencia. Cuanto más individualista es uno, más se ve si la tecnología y el individualismo bastan para responder a toda su exigencia de significado. La cuestión es si dejamos pasar todas estas provocaciones de la realidad o si, como sucede con la experiencia humana, decidimos afrontarlas como una posibilidad para crecer. No hay circunstancia que no desafíe a la razón y a la libertad. Podemos limitarnos a ser parte de un mecanismo pero al final nuestra propia estructura original nos impulsa a poner en juego nuestra libertad delante de las provocaciones. La diferencia no está en la realidad, sino en la persona que acepta la provocación y afronta todo eso que la realidad no le ahorra.
Los hombres ceden a la fascinación del poder tecnológico porque creen que solo a través de la proyección y el dominio de las máquinas podrán recuperar esa consistencia del yo que ya no tienen por su creciente incapacidad para mantener un dominio racional sobre sí mismos y sobre la realidad. ¿Cómo huir de esta alienación tecnológica?
Creo que percibir la fascinación de algo nunca es negativo de por sí. Yo miro con total simpatía todos los aspectos de la realidad, incluida la tecnología. Ante el atractivo que suscita, cada uno tendrá que decidir si la bloquea por miedo a la alienación que puede sufrir, o bien puede secundarla para seguir toda la dinámica de la realidad, abierto a dar los pasos siguientes que la experiencia misma le irá indicando. En el caso de la tecnología, la cantidad de datos y de material que te puede ofrecer una herramienta informática -pensemos en la inteligencia artificial- no va a resolver el problema del conocimiento. Tomemos el ejemplo de la investigación científica. La cantidad ilimitada de datos que se te ofrecen en el momento en que haces una búsqueda en internet no es más que el comienzo de la investigación. Luego cada uno tendrá que valorar la fiabilidad de esos datos para poder alcanzar una certeza razonable sobre lo que es verdadero o no. Todo esto despierta aún más la búsqueda de verdad que reside en cualquier actividad de investigación. El problema por tanto se agrava porque antes, cuando hacías una búsqueda en la biblioteca, no disponías en tan poco tiempo de todo el material que ahora la tecnología es capaz de poner a tu disposición en unos instantes. La cuestión, por tanto, es secundar las preguntas que surgen, y esto supone una gran ocasión. La tecnología nunca resolverá todas las cuestiones que suscita. Por tanto, la única forma de no sufrir esa alienación tecnológica es sencillamente secundar las preguntas que la propia tecnología nos suscita.
Cada día la tecnología nos da más poder y vivimos la realidad mediante una relación simbiótica con las máquinas que gestionamos (a las que estamos conectados incluso cuando no las utilizamos). Pero corremos el riesgo de ser gestores superfluos debido al gran desarrollo de los mecanismos autorreferenciales de gestión de las máquinas de autocontrol. ¿Cómo evitar que el ser humano acabe resultando inútil?
La pereza siempre está al acecho y el ser humano puede ceder a la tentación de soltar los remos. Pero a costa de acabar siendo «superfluo», como dices. La cuestión es si esa es una respuesta adecuada, si satisface de verdad. Si alguien descarga todo su trabajo en la inteligencia artificial, podrá pensar que ha hecho un negocio óptimo, pero en realidad solo se ha debilitado como sujeto y será cada vez más incapaz de vivir en la realidad. Habrá perdido la ocasión de crecer como persona y por tanto de estar dispuesto afrontar los desafíos que la realidad no nos ahorra. Si nosotros, como educadores, no inyectamos «en sangre» en los jóvenes el gusto por afrontar la realidad, el desafío de la aventura del conocimiento será una batalla perdida. Me contaba una profesora de matemáticas y física que, mientras ella trata de adentrar a sus alumnos en el conocimiento de sus asignaturas partiendo de lo real para que puedan encontrar las razones y por tanto aplicar las fórmulas de manera consciente, la mayoría de ellos se conforma con aplicar reglas y fórmulas mecánicamente, intentando «acertar» la solución correcta. Siempre habrá chavales que se conformen con esto, pero también habrá otros en los que se abra paso todo su deseo de conocer. En el tipo de sujeto que genera una actitud u otra se mostrará el camino humano -no solo didáctico- que hace cada uno.
Después del shock de la pandemia, es evidente que la tecnología es un punto de referencia cuando buscamos una «seguridad», que no la salvación. Pero nuestra sociedad, cada vez más poderosa tecnológicamente, está habitada por hombres y mujeres frágiles (no solo hablamos de fragilidad sanitaria o psicológica, sino también a nivel relacional, familiar, educativo…). Se abre aquí el gran capítulo del cuidado, es decir, esa forma típicamente humana con la que entramos en una relación de afecto con la realidad y con el mundo. Desde este punto de vista, el cuidado es la resistencia de lo humano. ¿Qué sugerencias puede ofrecer a quien pretenda desarrollar el tema del cuidado a nivel educativo en este contexto hipertecnológico?
Justamente debido a su fragilidad, si no partimos de cuidar a los alumnos, toda la tecnología del mundo será insuficiente para implicar a un joven en el proceso de aprendizaje e infundirle esa seguridad que necesita para caminar. Sin embargo, la cuestión decisiva es que para entender cómo cuidar de otros hay que empezar a cuidarse uno mismo. La mayoría de las veces tenemos dificultades para interceptar la necesidad real de los demás porque no estamos familiarizados con nuestra humanidad. Hace poco, una persona me contaba su malestar en el trabajo y en la familia. Un día, su hija al volver de clase le cuenta que, después de una conversación con su maestra, se ha dado cuenta de que ella, a pesar de tenerlo todo, está triste. Entonces su madre comprendió que solo podía ayudar a su hija si comprendía su propia tristeza, su propia incapacidad para vivir el trabajo y el matrimonio. Solo quien cuida de sí mismo podrá interceptar y cuidar al otro en su verdadera necesidad, sin reducirla. Esa es la ventaja que tienen los que están implicados en la educación. Es imposible (aunque la tentación sea fuerte) quedarse mirando la vida desde el balcón -como suele decir el papa Francisco- porque los educadores son constantemente desafiados por las preguntas de los jóvenes a partir de las mismas situaciones que también viven ellos. Solo si ven que en nosotros funciona esa forma de cuidarnos -porque nos hace más abiertos, atentos, curiosos, deseosos de conocer y de caminar- podrán entender que ellos también tienen la posibilidad de cuidarse así. Y podrán descubrirlo no a base de grandes discursos, sino delante de una presencia que encarna esa forma de cuidarse. Si ese cuidado no resplandece en el adulto, en su forma de vivir, difícilmente llegará mucho más allá de un bonito discurso que ya no interesa a nadie.
¿Qué significa que la Iglesia no solo está llamada a ser un bastión para defenderse del nihilismo de la civilización tecnológica, sino que debe convertirse, como el papa Francisco no se deja de recordarnos, en un lugar donde todas las formas del nihilismo de nuestro tiempo puedan encontrar una mirada que saque a los hombres de la nada y que haga florecer su humanidad?
Eso dependerá del tipo de experiencia de Iglesia que viva la gente. El método ya lo describió san Agustín y es muy sencillo: «Muestras a una oveja un ramo verde, y la atraes. Se le enseñan nueces a un muchacho, y es atraído y corre a donde es atraído: es atraído por amor, atraído sin ninguna obligación, atraído con un lazo del corazón». Atraer es el arte de Dios. La Iglesia es el lugar donde uno aprende este arte de ser atraído y atraer. Por eso digo que la posibilidad de que la humanidad pueda volver a florecer depende del tipo de experiencia de Iglesia que uno viva. Si uno vive una experiencia cristiana reducida a reglas e instrucciones de uso, no sé qué atractivo podrá suscitar en otro que encuentre. No se puede sacar al hombre de la nada con discursos y reglas. Solo se puede sacar al hombre de la nada mediante la experiencia de un atractivo irresistible. La única forma de sacarnos de la nada es encontrar personas o lugares donde no venza la nada. Todo lo demás es inútil. Lo que más me asombra es ver la falta de familiaridad con lo humano que muestra quien trata de responder a la nada con intentos que con el tiempo se han demostrado fallidos, llevando ellos mismos a la nada que se quería combatir. La cuestión es si los jóvenes se encuentran con personas donde la nada no ha vencido. Por definición, la Iglesia debería ser un lugar de este tipo. Pero sabemos que muchas veces puede ser el lugar del moralismo más encarnecido o donde se hacen los discursos más bonitos pero sin tocar el centro del yo, y por tanto no lo despiertan. Si el anuncio cristiano «no brilla con fuerza y atractivo, el edificio moral de la Iglesia corre el riesgo de convertirse en un castillo de naipes, y allí está nuestro peor peligro». Son palabras del papa Francisco (Evangelii gaudium, 39). Por tanto, paradójicamente, la Iglesia podría convertirse en el lugar donde la nada se encuentra a sus anchas. Nada es mecánico, ni siquiera en la Iglesia. Y este es un gran desafío para nosotros los cristianos.

 

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