Entrevista a Alessandra Gerolin

Taylor o la secularización como oportunidad

Entrevistas · Fernando de Haro
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17 abril 2024
Gerolin, profesora de la Università Cattolica del Sacro Cuore, es una de las grandes especialistas en el pensamiento del  filósofo Charles Taylor. Las ideas del pensador canadiense son una gran ayuda para quien no quiere mantener una posición “antimoderna”.

Para Taylor, la era secular, con sus muchas limitaciones, ofrece la oportunidad de realizar una búsqueda libre. Un marco laico puede, paradójicamente, favorecer la emergencia de la cuestión de la identidad del yo por  la ausencia de convicciones religiosas compartidas. La oportunidad se desaprovecha cuando se defiende una posición tradicionalista  y una idolatría de la norma que van en  detrimento de la búsqueda de sentido. La modernidad, para Taylor, no es algo intrínsecamente negativo que haya que combatir.

Frente al fenómeno de la secularización suele haber dos posturas. La de los nostálgicos que lamentan la desaparición de un mundo en el que Dios estaba presente y la de los triunfalistas que creen que el hombre se ha liberado por fin de Dios. ¿Representa Taylor una «tercera vía»? 

Creo que el pensamiento de Taylor representa una «tercera vía» respecto a la polarización a la que hoy somos cada vez más adictos. Una polarización que refleja la gran dificultad, por parte de la cultura occidental contemporánea, de imaginar un mundo no atrapado en la dialéctica tesis-antítesis. Para el filósofo canadiense, ambas perspectivas, tanto la que celebra el advenimiento de la secularización como una experiencia de liberación de la autoridad eclesial y de las creencias consideradas oscuras, como la que la evalúa como una pérdida irreparable de la verdad y de los valores fundamentales, son las dos caras de una misma moneda. Tanto los «nostálgicos» del pasado como los que aceptan el fenómeno de la secularización como una liberación de condicionamientos considerados inaceptables son incapaces de reconocer que no consiste en la «pérdida» de ciertas creencias. La secularización es  una nueva y original forma de autocomprensión del ser humano. En opinión de Taylor, la forma en que experimentamos el mundo y nos concebimos a nosotros mismos en este momento sólo puede entenderse a la luz de los grandes cambios culturales, de las nuevas concepciones del yo, de nuestro modo de actuar, del tiempo y de la sociedad que se han generado en el contexto de la modernidad occidental. Por lo tanto, es evidente, utilizando sus propias palabras, que «el camino correcto a seguir no es ni el que recomiendan los que elogian la secularización  a toda costa, ni el que favorecen los detractores a ultranza».  «Tanto los que la elogian como los detractores tienen razón, pero de una manera en la que una simple compensación entre beneficios y costes no puede hacer justicia» (Taylor, El malestar de la modernidad). Más bien, es necesario investigar los bienes que el desarrollo de la modernidad ha identificado como inalienables  (como la libertad, la autonomía, la autenticidad), interrogarse sobre su origen y preguntarse por qué representan un punto de referencia esencial para el hombre de hoy. Sólo así será posible comprender el significado de los cambios que se han producido e intervenir para favorecer el desarrollo de estos valores, corrigiendo sus posibles limitaciones. Sin la conciencia de estos cambios no es posible llegar a una comprensión crítica de la identidad del hombre contemporáneo.

Para Taylor, ¿es la secularización una oportunidad? ¿sólo la secularización puede salvarnos?

Para Taylor, la secularización ni tiene un origen determinista (el progreso científico haría caer inevitablemente «el velo» de la religión), ni un resultado inevitable (el «fin» de la religión). El fenómeno de la secularización, que no puede reducirse a una alteración de las creencias o las prácticas, debe interpretarse en el marco de la búsqueda de sentido y plenitud del ser humano. Según el filósofo canadiense, el hombre sólo puede  vivir dentro de «horizontes de sentido» ineludibles. Creyentes y no creyentes son protagonistas de esta búsqueda. No es casualidad que en este momento, entre creyentes y no creyentes, pueda crearse una alianza y un recorrer ese camino común totalmente imprevisto e imprevisible. La era secular, además de sus muchas limitaciones, ofrece la oportunidad de un profundo redescubrimiento de la identidad humana y de su irreductibilidad: cualquier contexto cultural, social y político no puede alterar la esencia de la persona como apertura al sentido y como capacidad de reconocer lo verdadero, lo bueno, lo justo y lo bello.

Además, en el marco occidental de la época contemporánea, la adhesión a una fe religiosa no se puede atribuir a condicionamientos sociales o políticos: este elemento favorece (aunque no «garantiza») la adhesión a la fe sobre la base de una elección libre, que implica -a su vez- el ejercicio del juicio y la responsabilidad personales. La presencia de un marco laico puede, paradójicamente, favorecer la emergencia de la cuestión de la identidad del yo por  la ausencia de convicciones religiosas compartidas. Hasta hace algunas décadas esto podía dar lugar a formas de exclusión social difícilmente tolerables.

Afirmar que la secularización es una oportunidad no es creer que lo sea automática o necesariamente. La apertura de la libertad del sujeto individual para buscar y reconocer lo verdadero y lo bueno juega un papel fundamental.

La secularización no contiene ningún poder «salvífico», del mismo modo que ninguna «fe» puede salvar al hombre sin  la implicación de su libertad. Taylor no silencia las importantes consecuencias negativas de la secularización ni los muchos peligros que impregnan el mundo contemporáneo, identificados principalmente con el  individualismo, el eclipse de los fines y la pérdida de libertad política. El filósofo canadiense no pretende en modo alguno avalar ningún resultado de la cultura moderna secularizada. Reconoce  que hay «mucho de admirable» en ella, así como «mucho de degradado». Entender la relación entre estos dos aspectos, en su opinión, «significa darse cuenta de que la cuestión no es cómo es de alto el precio a pagar (en términos de consecuencias negativas) para conseguir frutos positivos. Se trata más bien de  cómo dirigir el desarrollo de la secularización hacia su potencial más prometedor, y cómo evitar deslizarse hacia formas degradadas» (Taylor, El malestar de la modernidad).

¿A qué se refiere Taylor cuando habla de ‘buscadores de sentido’?

Un ‘buscador de sentido’ es cualquier hombre que no cambia la búsqueda de sentido en su vida por ningún bien material ni por una  certeza que no se adquiera a través de la experiencia, a través de un camino libre, a través de una evaluación realizada personalmente. Se trata, por tanto, de una búsqueda que implica tanto a creyentes como a no creyentes. No es  una indagación puramente intelectual. Más bien, adopta el carácter de un «viaje» integralmente humano, a menudo atravesado por la duda y la incertidumbre, hacia un «más allá» capaz de dar dirección, sentido y gusto a la vida. Los «buscadores de sentido» son los que tienen la paciencia de «quedarse» en la pregunta sin la prisa de llegar a una «respuesta» en el sentido ilustrado del término (una formulación doctrinal que no proceda de las entrañas del sujeto encarnado). Son conscientes de que en la pregunta «habita» ya la respuesta. Los «buscadores de sentido», además, comparándose por lo que les distingue, comparten momentos importantes de su itinerario personal, en la medida en que están animados por preguntas y necesidades similares. Son capaces de crear relaciones de amistad enraizadas en la búsqueda de sentido con personas que a menudo no se identifican con sus orígenes.

¿Por qué los tradicionalistas reaccionan contra los «buscadores de sentido»?

Lo que se conoce como «tradicionalismo» no indica tanto una posición cultural o una configuración política como una actitud ante la libertad a la que el ser humano está perpetuamente expuesto. La seguridad y la certeza se depositan en una tradición previa (real o supuesta) que exige ser continuamente reconfirmada en sus contenidos considerados perennes e inmutables, en su ritualidad (aunque sea de carácter exclusivamente laico) y en su configuración ético-normativa. Taylor dedica especial atención a este último elemento y, haciéndose eco del pensamiento de Iris Murdoch, afirma que la moral en la época contemporánea no se centra en qué  es bueno ser y en qué es bueno amar. Se pone un  énfasis casi exclusivo en qué  es correcto hacer. Se trata de una tendencia transversal, que no sólo afecta al ámbito de la fe. Las  cuestiones de sentido invitan a un  trabajo de autocomprensión y hermenéutica del mundo en que vivimos (con lo que, inevitablemente, nos ‘obligan’ a pasar por la incertidumbre y nos enfrentan a la posibilidad del error). Por el contrario, un  sistema de normas a seguir nos proporciona, en teoría, una mayor ‘seguridad’, nos ‘protege’ de los errores,  tiene el mérito de ofrecernos un conocimiento basado en la claridad y en la evidencia de unos procedimientos a los que adaptarnos sin excesiva implicación para el sujeto que actúa. Este sujeto, además, respetando los códigos éticos de referencia, se siente del lado de los «justos», confinando a los que rechazan estos códigos a la condición de «pecador» a redimir, o incluso de «enemigo» a combatir. La dinámica del chivo expiatorio encuentra sus raíces más profundas precisamente en la primacía de la “nomolatría” (idolatría de la norma) en detrimento de la búsqueda de sentido. La búsqueda de sentido no desdeña en absoluto el valor de la justicia, por el contrario afirma que no existe ninguna norma preestablecida que pueda sustituir al ser humano en su capacidad de evaluar y reconocer el bien. La búsqueda de sentido ve la primacía de la razón práctica (phronesis aristotélica), de la libertad, de las relaciones interpersonales con los «otros significativos» que pueden situarse tanto dentro del propio grupo como fuera del grupo. El tradicionalismo, sin embargo,  se caracteriza por un individualismo antropológico radical: las relaciones interpersonales no manifiestan un carácter sustancial, sino que ofrecen la ocasión y el instrumento para reconocerse dentro del grupo, cuyo núcleo de identidad está precisamente garantizado por un conjunto de doctrinas y normas a las que hay que ajustarse para seguir formando parte de él. En este sentido, el «tradicionalismo» encarna muchas de las derivas de la modernidad: momolatría, nominalismo, individualismo, poder sin autoridad, voluntarismo ético. La auténtica tradición, por el contrario, sólo puede experimentarse y redescubrirse a la luz de la apertura a un presente que la interpela y permite su constante desarrollo, como ya sostenía John Henry Newman en el siglo XIX.

¿Por qué Taylor discrepa de MacIntyre cuando aboga por una «vuelta a los orígenes»? 

Según MacIntyre, para vivir como seres humanos, hay que estar inmerso en ciertas prácticas vitales compartidas permitidas por los bienes humanos básicos. Los llamamos «bienes humanos» porque realizan las características propias de cada hombre y, en última instancia, corresponden a lo que Aristóteles llama «fines» que se realizan cuando se encarnan las virtudes morales.  Se entiende qué son estos bienes humanos, en la práctica, siempre dentro de comunidades en las que se comparten fines y bienes. Y es así  porque su razonabilidad se define continuamente en la comparación mutua de opiniones a la luz de la verdad.

La visión de MacIntyre parte de una crítica de la modernidad basada en las crisis morales que vemos en este momento. MacIntyre rechaza radicalmente la modernidad porque ha formulado modelos abstractos y teóricos de vida, que se expresan en preceptos y normas que son un fin en sí mismos. En este sentido, ve el liberalismo como una construcción que enmascara el conflicto irreductible de las preferencias individuales con una teoría abstracta. El liberalismo oculta  la realidad de la dominación de los más fuertes, de los que tienen más poder. En su opinión es posible resistir a esta práctica,  todavía es posible recuperar el modelo de ética inspirado en los auténticos bienes y virtudes humanas, que en siglos pasados animó las estructuras sociales y políticas. Un modelo que todavía está presente en la vida de las pequeñas comunidades. .

Taylor, aunque procede de experiencias juveniles similares a las de MacIntyre y a veces compartidas por ambos en su compromiso político, no acepta una visión «maniquea» de la modernidad. No  ve la modernidad como algo intrínsecamente negativo que haya que combatir y subvertir, como algo a lo que haya que  resistir a la espera de mejores condiciones. En el plano político, pues, la suya es una reflexión sobre la situación de las sociedades democráticas liberales y pluralistas (Taylor ha participado activamente en política en su país, Canadá). Por ello, no cree que la referencia sea, como MacIntyre, un marco como el de la sociedad aristotélica o cristiana medieval. No es posible este marco porque de hecho nuestras sociedades ya no comparten un concepto religioso y teórico unificado de referencia. Lo que sí comparten ambos autores es la relevancia que le dan a la  persona y la libertad. La propuesta de Taylor, sin embargo, no es ecléctica ni relativista: más bien encuentra una referencia de razonabilidad ética y política compartida dentro de la dinámica de adhesión libre y consciente a caminos de conocimiento, de pertenencia orientada a la plenitud del propio ser.

¿En qué consiste la propuesta de «patriotismo republicano» por la que apuesta Taylor para sustentar la vida democrática?

El patriotismo preconizado por Taylor no tiene nada que ver con visiones políticas exclusivistas o incluso sectarias, basadas en la homogeneidad étnica, religiosa o cultural. Es un   vínculo de solidaridad, en el seno de la comunidad social y civil, formado sobre la base de una empresa común. En la raíz de toda sociedad, desde la más estrecha a la más extensa, hay «nosotros-identidades», hay un «nosotros» que representa el sentido y el valor últimos de ese vínculo. Esta unidad originaria se nutre continuamente de bienes considerados inalienables, que en este sentido se definen como «comunes». Por lo tanto, si en una sociedad existen bienes públicos o convergentes (y es esencial que existan) como, por ejemplo, la defensa nacional o los recursos de utilidad pública, esa misma sociedad no puede subsistir sin bienes comunes que son esenciales para alcanzar una vida buena como ciudadanos individuales y, al mismo tiempo, como sujetos pertenecientes a un «nosotros». La pertenencia a un «nosotros» es esencial para la realización del ciudadano individual. En este sentido, para Taylor, no hay bienes individuales que no sean, al mismo tiempo, bienes comunes. El filósofo canadiense retoma así el valor de la amistad aristotélica con vistas a la solidaridad como fundamento de la vida democrática moderna. El republicanismo de Taylor no tiene nada que ver con el laicismo, ni siquiera con el procedimentalismo liberal, ya que la libertad republicana se caracteriza por ser «libertad para» y no «libertad de». Si la primera describe un ideal de bien común alimentado por la participación activa de los ciudadanos en los asuntos públicos, la libertad negativa se configura como una defensa del interés privado enraizada en una perspectiva atomista. Este mismo atomismo, sin embargo, no es capaz de ofrecer una base sólida para la vida democrática, sedienta más que nunca de un sentido del vivir y del convivir.


Lee también: Iglesias vacías y la excusa de la secularización


 

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