Tampoco es un mundo para jóvenes

Editorial · Fernando de Haro
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6 junio 2021
Ahora que ya parece que el principio del fin de la pandemia está cerca la pregunta es obsesiva: ¿es posible que los jóvenes que han vivido esta peste, la generación Z (17 a 25 años), vaya a vivir peor que la generación de sus padres?

La pregunta está acompaña de un extraño escándalo. La sorpresa por que el progreso, efectivamente, no esté garantizado. A pesar de las obstinadas lecciones de la historia, seguimos pensando con claves de un optimismo determinista. Por eso nos escandaliza tanto que, efectivamente, el mañana real, el hoy de los que tienen menos de 30 años, esté lejos de ese salto adelante que presuponemos en cada nueva generación.

La pandemia nos ha mostrado que Europa, quizás todo el planeta, no es un mundo para viejos. La devastación del virus en las residencias de ancianos ha sido la mejor prueba. Pero tampoco Europa, especialmente Europa del sur, es un mundo para jóvenes. En España, Italia y Grecia la tasa de desempleo juvenil se encuentra por encima del 30 por ciento y muchos de los que tienen un contrato lo tienen precario. De las últimas crisis hemos salido con un descenso en la calidad del trabajo para los que empezaban su vida profesional. Es muy relevante cómo ha cambiado la amenaza de pobreza: hasta hace diez años los pensionistas eran el grupo que más estaba en peligro, ahora son los que tienen entre 20 y 29 años. Algo no funciona cuando, a menudo, la retribución de los pensionistas está por encima de los que ya trabajan. Los hogares de los jóvenes son los más pobres.

Ya había algo que no funcionaba en el sistema educativo, en la política de vivienda, en una regulación de un mercado laboral demasiado anclada en los viejos esquemas ideológicos de la socialdemocracia y del liberalismo, o de la liberal-social-democracia.

Pero ni antes ni ahora era y es solo un problema político. Lo han puesto de manifiesto las miles de entrevistas que cinco grandes diarios europeos han hecho a jóvenes en España, Reino Unido, Francia, Alemania e Italia. El trabajo titulado “A sacrificed generation” muestra los efectos de la pandemia: se ha disparado la ansiedad por el futuro, se ha incrementado la tasa de jóvenes adultos en riesgo de depresión (64 por ciento) y hay un auténtico colapso de la confianza en las instituciones públicas, no así en la familia. Todo eso ya estaba allí antes de que el virus llegara, indican algunos de los expertos que han analizado las respuestas. Han aparecido las carencias de una sociedad en la que el individualismo imperaba y muchas redes de relaciones se habían destruido. Han aparecido los límites de un sistema de enseñanza en el que los jóvenes eran agrupados en aulas como si la relación entre ellos y, sobre todo, la relación con el educador fuera una mera cuestión logística: un modo de gestionar unidades de instrucción. Ha aparecido la falacia que atribuía la identidad de los jóvenes a un código inscrito en sus genes, en su sexo, en la tradición a la que pertenecían y hemos visto hasta qué punto esa identidad se construye a través de relaciones.

Por eso el error es pensar que todo lo vivido ha sido una pérdida de tiempo. Massimiliano Mascherini, el jefe de política social de Eurofound, está convencido de que lo peor para los jóvenes es que han pasado casi un año y medio de su vida en un total confinamiento “sin incrementar su capital humano”: una pérdida irreparable. Hay pocas frases que documenten mejor un modo viejo de afrontar los problemas nuevos. Claro que los jóvenes han perdido un año en capacitación profesional, en muchos casos casi dos cursos de enseñanza reglada. ¿Pero qué tipo de rigidez mental es la que lleva a pensar que todas las experiencias de vértigo ante el sufrimiento y la muerte, soledad, necesidad, vulnerabilidad, deseo de significado que han vivido no tienen valor? Tienen sin duda un valor existencial, pero también un valor para el desarrollo de sujetos que sepan entender el mundo, sepan trabajar con otros, sepan crear, innovar. Recuperar un año y medio es difícil. Pero es una completa estupidez, que retrata a los adultos no jóvenes, dejar pasar la aportación para el “capital humano” que supone lo que hemos vivido desde marzo de 2020.

El nuestro tampoco es un mundo para jóvenes, pero no es solo una cuestión política. O quizás sí, porque como se decía hace ya tiempo, la primera política es la vida.

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