Supremo espejismo

Editorial · Fernando de Haro
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27 junio 2022
Ya hace cuatro meses que Katerina Zavizion fue arrestada con sus hijos por llevar flores y protestar por la invasión ante la embajada de Ucrania en Moscú.

Cuatro meses después, la popularidad de Putin sigue intacta, casi un 80 por ciento de los rusos apoya la llamada “operación especial”. ¿Por qué no hay una inmensa multitud de Katerinas en el país? Tras el comienzo de la guerra, se aprobó una ley que castiga con hasta 15 años de cárcel a los que difundan una información sobre el conflicto que no sea oficial. Pero no es la ley represiva la que ha creado una mentalidad favorable a Putin. La ley puede aplicarse porque Putin ha favorecido una mentalidad que casi ha destruido la capacidad crítica (la destrucción nunca es total) y ha ahogado con noticias falsas cualquier conformidad de lo que sucede con lo que se cuenta. Esta disociación es propia de los sistemas autoritarios y basa su fuerza en cuestionar la experiencia primordial de los ciudadanos. Quien controla los recursos del Estado niega el valor de esa experiencia porque proviene de personas no suficientemente educadas en la “verdad oficial”. El sistema alimentado por Putin es un típico sistema cerrado: el poder se utiliza para alejar de la realidad, para disociar lo pensado de lo vivido.

Esta disociación no solo es propia de los sistemas cerrados. En nuestros sistemas democráticos y abiertos también hay poderes, menos fácilmente identificables, que fomentan la separación entre vida y verdad. Lo hacen a base de homologar conciencias con diferentes mecanismos: autoexplotación laboral, consumo, colonización de la atención en el capitalismo digital, ideologías identitarias son algunas ejemplos. Por eso es tan importante preservar las libertades esenciales, especialmente la de reunión, para que la conciencia pueda despertar y no quede sepultada, sobre todo, por el dominio económico.

Hay más modelos. Las “democracias de tipo iliberal”, fórmula a la que se acerca cada vez más Hungría, tienen la pretensión de crear sistemas cerrados para imponer o facilitar desde arriba la superación de la disociación entre verdad y vida. Estos sistemas nunca resisten en el tiempo. Sucedió con la “verdad” del homo sovieticus. Tan pronto se tambaleó el régimen creado por Lenin y Stalin, la ciudadanía de los países del Este abrazó con pasión el furor capitalista. Ocurrió con la España de Franco, otra alianza entre trono y altar. Tan pronto como empezó a debilitarse la dictadura, salió a la superficie la secularización que avanzaba desde hace décadas. Las alianzas entre trono y altar, en la medida en que prescinden de la adhesión libre, aceleran esos procesos de secularización. Es lo que está sucediendo en Oriente Próximo. La expansión del salafismo y del wahabismo, gracias al apoyo de ciertos gobiernos en países de mayoría musulmana, no refuerza el islam, lo debilita.

Es una historia antigua. El san Agustín de las cartas defiende, por ejemplo, el uso del temor y la fuerza coercitiva del imperio para que los donatistas abandonasen sus errores heréticos. Todavía hay algunos que piensan que, en un sistema abierto, la sentencia de un tribunal de garantías, la ilegalización o el derecho penal pueden ayudar a superar la disociación o a reconquistar verdades “evidentes”. No se puede despreciar la capacidad que tiene la ley para fomentar aspectos de una cierta mentalidad o para acelerar su desarrollo. Pero es un espejismo supremo atribuir a las leyes y a las sentencias un cambio de las personas que siempre se produce de otro modo. Conviene ser muy modesto y muy prudente al valorar la capacidad humana para mantener unida la vida y el pensamiento, para reconocer las cosas tal y como son, para sostener vivas evidencias que en otro tiempo eran muy claras. La historia, la cultura, la educación y muchos otros factores aumentan la disociación y es ingenuo pensar que las leyes permiten corregirla. El Estado no puede, ni debe, erigirse en el portador y garante del sentido de la vida y lo que se deduce de ese sentido. El Estado no puede imponer un pensamiento único, aunque sea “verdadero”. La verdad, además, siempre es histórica, relacional y solo se accede a ella a través de la libertad. Esto vale para las verdades más grandes y para las más pequeñas. El san Agustín de la Ciudad de Dios insiste en que las leyes humanas deben seguir siendo humanas sin pretender ser leyes divinas.

El único cambio real es el que nace desde abajo. Por eso Katerina Zavizion salió a la calle. El cambio es el que surge de relaciones entre personas que no están disociadas, entre personas que no permiten que su experiencia primordial se ponga en duda. La prisa para que ese cambio sea visible y efectivo no es buena. Proyectar el modo en el que se pueda extender es contraproducente. La libertad no es computable. En todo caso será lento, con muchos pasos hacia atrás. El origen deberá ser reconquistado a menudo. Solo se supera la disociación cuando ocurre una y otra vez algo no proyectado, cuando alguien lo secunda de un modo que nunca podrá ser descrito por un algoritmo.

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