Sucederá la flor, también al final
Ha llegado estos días a las librerías españolas un librito, “Sucederá la flor” (Pretextos). Pocas páginas en las que el joven poeta Jesús Montiel relata con excelente prosa sus experiencias mientras su hijo es tratado de leucemia. En el hospital, con el sufrimiento de los inocentes en el alma, con la muerte en ocasiones como compañera, Montiel, herido por el hijo enfermo, llorando, escribe que “el dolor se abraza o no se abraza” y confiesa que “el dolor me ha dado el canto”.
Páginas luminosas y silenciosas las de Montiel que llegan mientras en la vida pública aparece la enésima crispación, por el enésimo debate, que lo llena todo de un griterío sordo. Esta vez se trata de la eutanasia. El último de los “nuevos derechos” que no estaba recogido en la legislación española. Se alzan voces encrespadas, casi todas ellas muy diferentes a las que se emplean en los pasillos y en las habitaciones de los hospitales.
Hasta hace poco más de un año el PSOE había rechazado que la eutanasia y el suicidio asistido se convirtieran en derechos. Coincidía con el PP, el partido en el Gobierno, y ese acuerdo básico de las dos formaciones todavía (quizás por poco tiempo) mayoritarias permitió frenar el cambio de legislación propuesto por Podemos. Pero hace unos días los socialistas, con un giro inesperado, han presentado en el Congreso una propuesta que recoge las principales ideas de la formación morada sobre la llamada “muerte digna”. También se ha tomado en consideración una propuesta similar que llega desde el Parlament de Cataluña. El PP sigue en contra, pero está en minoría.
Antes de iniciarse cualquier tipo de diálogo sobre una cuestión tan delicada, ya ha quedado sentenciada para la opinión pública. De un lado están los que, probablemente con un amplio apoyo, entienden que es inconcebible no sacar hasta el final las consecuencias del principio de autodeterminación personal. Consideran inaceptable, una rémora de una cultura religiosa que ensalza el sufrimiento, admitir algún tipo de coto al derecho a decidir sobre la propia existencia. Máxime cuando se trata de decidir sobre el final. Es el último resto de dependencia a una referencia externa que limita la libertad. De otro lado se sostiene que el principio del valor de la persona, desde su nacimiento hasta su último respiro, es innegociable, expresión de su dignidad. Parece no comprenderse que en democracia un principio es innegociable para quien lo es, y para todos si lo determina la Constitución o la mayoría.
En el choque entre estas dos “visiones sustanciales” sobre la vida y la muerte hemos pasado de cero a cien en pocos segundos. Sin intentar buscar ningún tipo de “consenso por intersección”, sin habernos contado en ningún momento las experiencias en las que podríamos coincidir o disentir, sin confesarnos nuestro deseo de una vida y una muerte buena, nuestra debilidad y dificultad para estar al pie de la cama de quien sufre una larga enfermedad, sin referirnos el miedo a la soledad y los momentos posibles de luz. La voluntad de afirmar superlativamente el derecho a decidir y la de quien subraya, de forma justa, la dignidad del desahuciado, a menudo, comparten la misma gramática áspera y abstracta. Sin confesarnos nuestra debilidad ante el sufrimiento todo queda descarnado. Sin reconocer que, para acoger la vida, en muchas circunstancias, hace falta un don muy grande, no es extraño que se la afirme como un presupuesto. Sin admitir que, para todos, hay cosas que dejaron de ser evidentes hace mucho tiempo no hay conversación.
Francisco Igea, el portavoz de Sanidad de Ciudadanos, casi en solitario, ha subrayado que antes de debatir sobre la eutanasia habría mucho que hacer en el campo de los cuidados paliativos. Muchos enfermos se mueren sin saber que han llegado al final porque no se les informa, sin haber recibido un tratamiento adecuado contra el dolor, sin la necesaria intimidad, sin poder despedirse bien. “Entre el infierno y el suicidio” hay mucho espacio de trabajo para hacer la vida un poco mejor hasta el final, explica Igea, este médico metido a político.
Montiel, el poeta, está convencido de que el mundo descansa no sobre los políticos sino sobre los niños calvos que están siendo tratados de cáncer. Mirándolos escribe: “cada persona dispone de un puñado de tiempo (…) es el cuadrilátero donde uno ha de combatir a diario. Yo solo espero que al final de mi combate gane el amor. Que el amor, aún contusionado, levante los brazos como señal de victoria tras el último asalto”. Sucederá la flor entonces, también al final. En el último asalto, como en todos los del combate, no puede deducirse, darse por supuesta o adquirida. La flor solo puede suceder.