Stonewall Inn. Entender el proceso de construcción identitaria

Mundo · Francisco Medina
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9 julio 2019
New York, junio de 1969. La redada policial producida en la madrugada del día 28 en Stonewall Inn, un bar situado en el corazón del barrio de Greenwich Village, es la mecha para la serie de manifestaciones y protestas organizadas por la comunidad de gays, lesbianas, bisexuales y transexuales de la ciudad, que empieza a movilizarse de forma organizada: fundan periódicos, crean estructuras… en pocos años, se ponen en marcha varias organizaciones potentes, a nivel nacional e internacional, para defender los derechos del colectivo LGTBI: en 1970, las primeras marchas del Orgullo gay tienen lugar en New York, Los Ángeles y, con el tiempo, otras ciudades se sumaron. Hoy día, la celebración del Día del Orgullo se ha globalizado, y muchos países han ido aprobando leyes de equiparación del matrimonio homosexual y heterosexual, la posibilidad de adopción de niños por parejas LGTBI, y otras medidas que supondrían una carta de ciudadanía que consumaría su integración total en la sociedad.

New York, junio de 1969. La redada policial producida en la madrugada del día 28 en Stonewall Inn, un bar situado en el corazón del barrio de Greenwich Village, es la mecha para la serie de manifestaciones y protestas organizadas por la comunidad de gays, lesbianas, bisexuales y transexuales de la ciudad, que empieza a movilizarse de forma organizada: fundan periódicos, crean estructuras… en pocos años, se ponen en marcha varias organizaciones potentes, a nivel nacional e internacional, para defender los derechos del colectivo LGTBI: en 1970, las primeras marchas del Orgullo gay tienen lugar en New York, Los Ángeles y, con el tiempo, otras ciudades se sumaron. Hoy día, la celebración del Día del Orgullo se ha globalizado, y muchos países han ido aprobando leyes de equiparación del matrimonio homosexual y heterosexual, la posibilidad de adopción de niños por parejas LGTBI, y otras medidas que supondrían una carta de ciudadanía que consumaría su integración total en la sociedad.

Stonewall Inn es un símbolo: en su origen, fue un sitio popular entre las personas de ámbitos más marginados de la comunidad homosexual: transexuales, drag queens, jóvenes afeminados, personas que ejercían la prostitución y jóvenes sin techo. Un lugar, además, y esto es igualmente importante, que se insertaba en un país que hervía en ebullición en pleno 1968: la escalada de la Guerra del Vietnam con Johnson; el rechazo a la guerra y el inicio del 68 en Berkeley, Washington D.C., y otras ciudades; el movimiento hippy; el auge de las drogas; el surgimiento del movimiento feminista, el asesinato de Robert Kennedy y Martin Luther King, el movimiento afroamericano y los Black Panther… Claramente, el panorama estaba cambiando, como muestra, el hecho de que la cuestión identitaria volvió a problematizarse a nivel global: Marcuse y tantos otros empezaron a aplicar las categorías del marxismo a las relaciones humanas; y la relación hombre-mujer no podía quedar fuera. Se trataba de acabar con lo antiguo: había que matar la figura del padre, aniquilar la cultura del patriarcado. Y comenzaron a cuestionarse los roles tradicionales de género: el trabajo de la mujer en el hogar fue definido como el reflejo de la explotación por el hombre, al igual que el cuidado de los hijos o la propia figura del matrimonio.

Este proceso que se iba desarrollando –y que sería el germen de lo que hoy día asistimos, el derrumbe de las evidencias– se ha desvelado como un prisma complejo como para ser reducido a las categorías que un cierto pensamiento ideológico –revestido de un disfraz cristiano– tiende a emplear. A mi juicio, puede intuirse que en los Estados Unidos de los años 50, inmersos en un clima de prosperidad económica, la mentalidad conservadora empezaba a mostrarse, en lo económico, pujante; y en lo político y en lo social, asfixiante – quizá por la influencia tan fuerte de la mentalidad protestante puritana y su tendencia a la privatización de la vida (que, en ocasiones, legitimaba dualidades en el comportamiento de las personas, especialmente en lo sexual). En estas coordenadas, no resulta extraño que germinase lo que se conoce hoy día como el movimiento LGTBI.

No cabe negar que la aceleración de los tiempos desde los inicios de este siglo XXI nos ha pillado a los cristianos en Occidente con el pie cambiado: asistimos al inexorable derrumbe de las evidencias que creíamos eran inmutables (los valores de la familia, la vida, la trascendencia, el amor a la patria, la diferencia y complementariedad hombre-mujer…), esos valores en los que habíamos puesto nuestra esperanza, y su sustitución por una nueva cultura: la de la provisionalidad, la del cambio constante, la que concibe el yo y su identidad como algo fluctuante –como las acciones en bolsa–. Es la cultura del amor líquido del que Bauman habla, en la que la relación ya no se concibe como vínculo estable, sujeto a riesgo. Ahora es el cálculo, el deseo de agradar –que encubre un afán de controlar– sin afrontar lo que nos molesta del otro, el ponerse a cubierto de los posibles “efectos colaterales” de los encuentros sexuales. Tales valores, al ser dados por supuesto, quedaron desconectados de la experiencia real de la vida en relación, de las relaciones matrimoniales y familiares, de la paternidad y maternidad… y se convirtieron en relaciones de poder; se construyeron identidades, valores, actitudes… basadas en el miedo: concebida como hormigón armado, las sociedades americana y europea de los 60 no supieron entender lo que sucedía en el 68; de ahí la incapacidad –y la de los poderes públicos– de afrontar lo que sucedió en Stonewall Inn.

Lo que surgió en el 68 tenía un deseo justo de mayor autenticidad: en las relaciones y en la vida. Muchos estereotipos de género pueden y deben ser cambiados, y eso no significa comulgar con el constructivismo tan arraigado en la sociedad, según el cual sexo y género vienen determinados por la cultura y son modificables, transitorios y subversibles. Según tal modelo, uno no nacería hombre o mujer, sino que es el devenir de su existencia la que marcaría su identidad. Bauman, a este respecto, señala, siguiendo a Sigusch, que, con este axioma, lo que se está queriendo decir es que lo cultural es inmodificable, mientras que lo que serían atributos naturales son susceptibles de elección, lo que conllevaría una responsabilidad asumida por el sujeto que los demás habrían de reconocer y respetar. El problema, pues, es si depende o no del homo sexuales determinar (descubrir o inventar) cuál de las identidades sexuales se adapta mejor a cada uno o, más bien, si ha de aceptarse lo que ha sido dado y replantearse vivir este dato como si fuese una llamada.

Stonewall Inn marca, indudablemente, un proceso de construcción identitaria, con un relato propio: el camino hacia la plena integración en la sociedad de un colectivo, con su corpus de derechos, narrado como búsqueda de la liberación, de la felicidad, se entronca con la afirmación de una pertenencia –a eso responde el Orgullo–; el deseo de una satisfacción plena; la búsqueda de un sentido; el deseo de ser amado… en suma, las exigencias que tenemos cada uno de nosotros: el de una vida buena.

Por eso, a tales exigencias, intrincadas con el relato de una construcción muy trufado de identidad diseñada desde el poder –véase, a título de ejemplo, la cantidad de empresas patrocinadoras, el enorme despliegue mercadotécnico, los artistas, escritores, directores de cine o actores involucrados en el movimiento, diseñadores de moda, el despliegue de eventos que tienen lugar en los Madrid Orgullo realizados cada año, o la potencialidad de rédito que el Gobierno de turno pueda encontrar en forma de votos– no puede responderse con otras identidades diseñadas en base a los valores: ya no sirve poner la pancarta profamilia en el puente del Paseo de la Castellana o intentar concebir el orgullo heterosexual o el de familia.

De lo que se trata es de entender que, en la cuestión de la sexualidad, también se ha dado un cambio de época: la liberación sexual –o lo que se ha narrado como tal– consiste en que ya no existe un ejercicio sano de la sexualidad y otro perverso; ahora todas las formas de actividad sexual son vistas como camino para la búsqueda individual de la felicidad, como un hecho que los poderes públicos deberían reconocer como tal.

Sin embargo, la cuestión es: con este proceso de hipersexualización iniciado en el 68, y a cuya segunda fase parece que estamos asistiendo, ¿van a dejarse atrás los anhelos insatisfechos, las frustraciones amorosas, el miedo a ser herido y a la soledad, la hipocresía y la culpa? ¿Van a encontrar proximidad, gozo, ternura, afecto y orgullo de ser en una sexualidad sin límites? ¿Es sostenible? ¿Nos hace humanos o nos animaliza?

Pienso que estamos ante un desafío: una pregunta abierta, escondida entre toneladas de distracción –muy alentada tanto por los medios de comunicación como por la mercadotecnia–, a la que resultaría patético dar una respuesta como las de siempre. Y nos va a cuestionar en muchas actitudes y prejuicios. Los homosexuales son gente con un rostro, una historia, un deseo, una sensibilidad… aunque muchos lo puedan esconder en el disfraz del activismo, que corre el riesgo de reducir a los homosexuales a otro tipo de identidad monolítica. Por eso, urge volver a redescubrir qué significa, en lo concreto, el amor humano, el encuentro con un Tú concreto, y si existe una forma de vivir mi identidad sexual que integre mi afecto y mi persona. Hay que empezar de nuevo.

No podemos dar por supuesto nada: frente a este paroxismo de una fingida diversidad que no representa a muchos, la única posible respuesta es el atractivo de quien ha tenido experiencia de la Belleza de una relación –amistad, matrimonio, paternidad, maternidad– cargada de un significado que resiste el paso del tiempo. Posiblemente, estemos asistiendo a una nueva revolución sexual que produzca heridas de gravedad a muchos y nos toque ser hospital de campaña. Y para eso, nuestra identidad cristiana ha de ser edificada sobre la piedra de la experiencia: sólo cuando soy amado realmente, puedo ofrecerlo a otros, puedo dar razones de mi esperanza a quien me la pide.

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