Steiner y O`Connor, entre la presencia y el misterio
Hay autores que, más que otros, saben preguntar porque identifican las fracturas de la existencia, dejándose interrogar por la realidad. Así quedan inmunes de la doble deriva posmoderna de la literatura, que la convierte o bien en un lugar de erudición exasperada e hiperespecializada, o bien en receptáculo de los arrebatos narcisistas de escritores casi siempre improvisados y, aún más a menudo, mediocres.
George Steiner y Flannery O’Connor son dos escritores de verdad, cuyo “arte” nace del intento de expresar el Misterio de la vida y tiende a indagar en las opacidades y en la “desorientación” del ser humano. Distantes entre sí por formación cultural y por credo religioso, ambos terminan formulando una “poética de la Presencia” sostenida en perspectivas diferentes.
Para O’Connor, el escritor debe “hacer que la acción descrita revele en la mayor medida posible el misterio de la existencia”. Debe por tanto “ver” en la realidad los signos de la Gracia. Por este motivo la narrativa está llamada a “ensuciarse” con todo lo que es humano, y por tanto también con sus aspectos más miserables y grotescos, porque “la redención no tiene sentido si no encuentra una causa en la vida de todos los días”.
Lejos de la certeza de la fe, pero movido por un potente sentido religioso, Steiner dedicó toda su existencia a indagar en el significado profundo de las “intrusiones de otro” en nuestras vidas. Durante toda su carrera nunca dejó de repetir que el arte con mayúsculas nace y se alimenta solo en virtud de una “verdadera presencia”, o bien de un significado último que la justicia. “Existe la lengua, existe el arte, porque existe el otro”, cuya existencia es un “misterio doloroso y consolador”. Dentro del drama de quien querría en vano descifrar la presencia misteriosa, se esconde la maravilla por el encuentro inesperado con un “invitado irrevocable”, “algo o alguien capaz de responder a nuestras expectativas más inconscientes”.
Del asedio del Misterio en Steiner al de la Gracia en O’Connor, cuyos personajes –extraños y a menudo deformes– unas veces sucumben a su orgullo y otras abrazan la gracia de forma siempre paradójica. Los rasgos grotescos de los personajes e historias narradas llevan consigo la firma del Mal y de Dios, porque “el diablo pone las bases necesarias para que la Gracia sea eficaz”.
La extrañeza originaria de la vida, que en Steiner se eleva a condición humana universal, en O’Connor toma la carne y los andrajos de profetas improbables, de fanáticos obsesionados por Cristo y de toda una numerosa colección de figuras heridas en la carne y en el espíritu.
Sin embargo –a pesar de que está mucho más acentuada en la católica O’Connor la carnalidad de la Gracia–, es increíble cómo el hebreo Steiner insiste, en sus lecturas de crítica literaria y estética, en detalles carnales (como las botas y la silla pintadas por Van Gogh), leídos según las categorías cristianas de la Anunciación y de la Eucaristía. En “Presencias reales” y “Gramáticas de la creación”, Steiner comprende perfectamente que la “sacralidad de lo ordinario” solo puede celebrarse a partir del acontecimiento de la gnosis de Dios. Sin embargo, para Steiner el lenguaje cristológico sigue siendo una “ficción”, una “metáfora” para captar el sentido de la experiencia estética, pero privada de un valor absoluto de verdad.
En cambio, en O’Connor la carnalidad de la Gracia se percibe completamente a la luz del hecho cristiano y el milagro eucarístico; lejos de ser una simple metáfora, representa la posibilidad de mirar las cosas peores como una promesa de bien. El Misterio se hace Presencia hasta llegar a quedar “marcado” en la carne, como el rostro de Cristo en la espalda de Parker.
Lo más sorprendente es que en la narrativa de O’Connor el movimiento central lleva de la certeza a la posibilidad. Del “hecho” de la Encarnación (la certeza) se pasa al acto libre de la aceptación de la Gracia (la posibilidad del reconocimiento). Con un paso que podría poner en peligro la solidez “cristiana” de su narrativa, la fe aparentemente se “debilita”, se convierte en una cuestión plenamente “terrena”, la posibilidad más verdadera se ofrece al hombre. O’Connor “cree” en esta carnalidad del Misterio porque la “ve” en acción.
A diferencia de O’Connor, en Steiner no hay un encuentro con Otra presencia que pueda salvar “realmente” del mal al mundo. Frente a la imposibilidad de creer en la Encarnación, la “verdadera presencia” solo es válida en el plano estético-hermenéutico y resulta incapaz para responder a la locura totalitaria del siglo XX, rompiéndose por tanto en el umbral de la historia.
En la óptica de O’Connor el sacrificio de Cristo, puesto que no es ni una metáfora ni una invención, salva realmente las dimensiones ordinarias, y sus imperfecciones se convierten así en el signo tangible de una promesa de cumplimiento. Como el rostro “marcado” de de Mary Ann, la niña afectada por un mal incurable que muerte con solo doce años. En su breve existencia la “espina” de la enfermedad no le impide vivir con alegría. Su rostro “grotesco” está incompleto, exactamente como “la creación el séptimo día”, pero en su imperfección hay un rostro cargado de promesa porque nos recuerda que el bien en la tierra es “algo en construcción”.