Somos la noche

Lena es una landronzuela, que mal vive con su madre prostituta. Un día es elegida por Louise, una de las pocas vampiresas que quedan en el mundo, para formar parte de su grupo de inmortales. Tras ser mordida, Lena se convierte en una mujer nueva, atractiva y llena de poder. Pero lo humano grita dentro de su ser, y la nostalgia del bien puede más que su diabólica inmortalidad.
Esta brillante película combina con naturalidad el ritmo trepidante de una película de acción, la estética moderna de una cinta radical, y la hondura antropológica de quien ve en el género vampírico la posibilidad de una metáfora de nuestro tiempo.
Lena se ve atraída por los paraísos artificiales que le propone Louise, semejantes a los de una vida de drogas, dinero y desenfreno. Pero en ella pervive la nostalgia del bien, de un amor incondicional, la nostalgia de la belleza. En ella y, de otra forma también en sus compañeras Charlotte y Nora, que están marcadas por las heridas del amor de su antigua condición de humanas. Por tanto, la cinta se mueve entre las categorías de nihilismo versus pertenencia, entre soledad inmortal y amor mortal. Manteniendo muchos de los tópicos clásicos del género, como el rechazo de la luz solar, e introduciendo los de la nueva estética -las vampiresas caminan por el techo, se mueven al son de las artes marciales, el film adolece de referentes religiosos, como ha puesto de manifiesto el profesor Martínez Lucena. Referentes que eran consustanciales al origen del mito.
En fin, una humanización radical del vampiro que nos deja uno de los mejores y más personales films del subgénero.