Somos arrojados al amor
PaginasDigital.es publica las palabras que el poeta José Mateos pronunció en la mesa redonda organizada por este periódico con motivo del 10 aniversario del fallecimiento de Luigi Giussani.
Soy un poeta o, al menos, aspiro a serlo, ya que el título de poeta no es algo que uno pueda otorgarse a sí mismo, sino algo que nos conceden los demás. Supongo que por eso, porque alguien me considera poeta, he sido invitado a esta mesa. Y, como tal, como poeta, me gustaría hablaros hoy.
Ser poeta en la España actual es estar acostumbrado a no obtener respuesta o, si lo prefieren, a obtener una respuesta muda a la obra que uno escribe. Ser poeta implica también –y sospecho que esto se limita solo a España- aprender a escribir despreocupándose de los lectores, no porque uno no desee que lean sus poemas, sino porque, para que los poemas sean de verdad poesía, uno debe asumir una dedicación monacal a esa Voz que llama y que, como reconocen incluso los poetas más profanos, parece venir de “otra parte”.
Solo un malentendido permite a un poeta vivo llegar al gran público, tener éxito. Y ahí están el populismo de Lorca o las derivas ideológicas de Neruda para ejemplificarlo. Desde Platón, la poesía ha vivido expulsada, fuera del mercado y de la ciudad, y ese es su sitio: esa ausencia, ese desierto desde donde dirigirse a alguien, a ese lector desconocido sin el cual la poesía nunca estaría completa.
La poesía, en esencia, creo yo, es el reconocimiento de que todas las cosas son mucho más de lo que son; que un árbol, por ejemplo, además de un árbol, puede ser un himno erguido; que los pájaros pueden ser también la exuberante orquesta del cielo; y que las nubes, si las sabemos mirar con atención y amor, pueden ser plácidas montañas o catedrales de nieve. Mediante el ritmo y la armonía que el poeta descubre latiendo bajo la piel de todo lo que existe, la poesía es también el reconocimiento de que, a pesar del dolor, de las vejaciones, de las injusticias, hay en el mundo un orden y una belleza que nos supera, que apenas adivinamos en esos raros momentos de plenitud que todos alcanzamos alguna vez en la vida.
Al igual que el filósofo o el científico, el poeta es alguien que vive obsesionado con las preguntas fundamentales de la existencia, preguntas sobre el origen y el sentido, sobre la muerte y la permanencia. Pero a diferencia del filósofo o del científico, cuando el poeta lleva esas preguntas hasta sus últimas consecuencias, no encuentra unas respuestas más o menos definitivas, o más o menos provisionales, sino que esas preguntas al poeta se le convierten en canto, en plegaria, en esa oración que es la única respuesta para lo que está más allá de la razón. La grandeza de la poesía reside en decir una verdad que no destruye el misterio, que no lo agota, sino que lo hace aparecer.
Somos seres precarios. Rezar en latín es precare. Esto es, rezar, de algún modo, es asumir nuestra precariedad. La precariedad de saber que estamos aquí como consecuencia de un encuentro, porque alguien desde un principio quiso hacerse responsable de nuestra precariedad, de nuestra fragilidad. Y nos cedió algo muy suyo para que pudiéramos crecer. Ser en este mundo, por tanto, consiste en no ser por sí mismos, en recibir y depender.
En ese recuerdo de más atrás de la memoria que todos conservamos en lo más profundo del alma, nos vemos acabando de nacer, y ahí estamos, a la intemperie, desvalidos, desnudos, cuando inmediatamente los brazos de nuestra madre nos acogen para darnos calor y protección. No somos arrojados, por tanto, al mundo y al tiempo, como decía Sartre, somos arrojados al amor, a ese amor que nos hospeda en una cama de hospital desecha y sudada donde acaba de suceder algo milagroso, algo que supera cualquier expectativa, cualquier argumento de la imaginación: el nacimiento de una vida, de una vida que llegará a ser consciente de sí misma, capaz de componer grandes sinfonías, de descubrir estrellas remotas, de levantar puentes y ciudades, de experimentar la libertad y la compasión.
Nuestro nacimiento, pues, se lleva a cabo para siempre, primero mediante un encuentro y, después, mediante el dolor de otro. Nacemos doliéndole a alguien que acepta ese dolor para darnos vida. Esto es así, como digo, siempre. No solo en un plano puramente literal, sino en cualquier otro sentido. Cada vez que nacemos, física o espiritualmente, nacemos por otro y doliéndole a otro. Nacer, por tanto, significa ser recibido por quien se ha sacrificado por nosotros. Y vivir consistirá en legar todo eso que hemos recibido, si es posible mejorado y aumentado, como en la parábola de los talentos que encontramos en los Evangelios.
Como una glosa y una meditación sobre las dos primeras palabras de la plegaria más sencilla y profunda de cuantas existen –Padre nuestro– se puede considerar el diálogo entre Luigi Giussani y Giovanni Testori, diálogo que es el motivo y el asunto de esta mesa redonda.
Aquel que nos enseñó esa oración, el Padre nuestro, a diferencia de los demás profetas de la tradición judía, prefirió dirigirse a Dios no tanto como Señor o como Creador, sino sobre todo empleando la palabra Abba, padre. Y en el sermón de la montaña, cuando pronuncia todas esas maravillosas alocuciones, termina diciendo que solo así, siguiéndolas, cumpliéndolas, seréis hijos de Dios, como si esto, el ser hijos, el sentirnos hijos, fuera nuestra mayor empresa, nuestro más preciado tesoro (Hijos de nuestros padres, hijos de nuestros maestros, hijos de la tierra. Hijos de Dios).