Solzhenitsyn y la supresión del pasado soviético
Este vasto “ensayo de investigación literaria” lo escribió Aleksander Solzhenitsyn clandestinamente en los años 60, después de entender que la etapa de breve “deshielo” que siguió a la muerte de Stalin y acabó con la deposición de Krushev –que en realidad fue un periodo de liberalización impuesta progresivamente desde arriba y rápidamente revocada– había llegado a su fin sin que los culpables de los crímenes cometidos durante cincuenta años fueran condenados.
En la Unión Soviética nunca tuvo lugar un proceso de Núremberg, tampoco después, en los años de Gorbachov, cuando la liberalización impuesta desde arriba tomó el nombre de perestroika (cuando fue posible, entre otras cosas, la publicación de Archipiélago Gulag), ni en los treinta años siguientes (cuando Solzhenitsyn entró en los programas escolares). Así, el mito de la gran victoria estalinista en la guerra contra el nazismo fue ganando fuerza en un “mundo ruso” que aún sigue siendo en muchos aspectos soviético.
Desde la mañana del 24 de febrero, en las páginas web de los medios rusos y en los llamamientos contra la guerra que se han sucedido (por parte de científicos, sacerdotes y personalidades de la cultura) y han sido ocultados por el Roskomnadzor (el órgano federal de control de las comunicaciones) resuena dolorosamente la palabra styd (vergüenza), testimoniando la vitalidad de lo que Solzhenitsyn llama en este capítulo “la gran tradición del arrepentimiento ruso”.
«Hacia 1966, cuando en Alemania Occidental se habían condenado ochenta y seis mil criminales nazis, nosotros, sofocados por la indignación, no escatimábamos páginas en los periódicos ni horas en la radio, e incluso después del trabajo nos quedábamos a los mítines para votar: ¡no basta! ¡Ochenta y seis mil son pocos! ¡Veinte años de juicios no bastan! ¡Hay que seguir!
Y en nuestro país condenaron (según datos oficiales) a una treintena de personas.
Nos duele lo que ocurre más allá del Oder y del Rin, pero ni nos duele ni preocupa lo que pasa en las afueras de Moscú o de Sochi tras unas tapias verdes. No nos conmueve que los asesinos de nuestros maridos y padres recorran las calles y que tengamos que hacernos a un lado cuando pasan en sus coches oficiales, esto no nos indigna, indignarnos sería “remover el pasado”.
Y sin embargo, si pasamos esos 86.000 criminales germano-occidentales a nuestra escala, ¡en nuestro país tendríamos un cuarto de millón!
Pero en un cuarto de siglo no hemos dado con ninguno de ellos, no hemos llevado a juicio a uno solo, tememos reavivar sus heridas. (…)
El enigma que nosotros, los contemporáneos, nunca podremos descifrar, es el siguiente: ¿Cuál es la razón por la que Alemania puede castigar a sus malvados y Rusia no? ¿Qué camino funesto ha de seguir aún nuestro país si no podemos sacudirnos esta inmundicia que se pudre en nuestro cuerpo? ¿Qué lección va a poder darle Rusia al mundo? (…)
Un país que ha condenado el vicio ochenta y seis mil veces en los tribunales (y que lo sigue condenando irrevocablemente en la literatura y entre la juventud), año tras año, peldaño tras peldaño, va purificándose de él. (…)
Como es natural, los que accionaban la manivela de esa picadora de carne en 1937, por ejemplo, ya no son jóvenes, tendrán de cincuenta a ochenta años. Han pasado la mejor época de su vida y no han conocido la pobreza, sino la abundancia y la comodidad. Por eso ya no se les puede aplicar un desquite equivalente, ya es demasiado tarde. Pero seamos magnánimos, está bien, no los fusilemos, no los atiborremos de agua salada, no los cubramos de piojos, no los embridemos con la “golondrina”, no los tengamos de pie toda una semana sin dormir, no los golpeemos con las botas ni con porras de goma, no les oprimamos el cráneo con un aro de hierro, no los empotremos en una celda como si fueran maletas unas encima de las otras, ¡no hagamos nada de lo que hicieron ellos! ¡Pero ante nuestro país y ante nuestros hijos tenemos la obligación de encontrarlos y juzgarlos a todos! Juzguemos no tanto a ellos como a sus crímenes. Logremos que cada uno de ellos diga por lo menos en voz alta:
- Sí, soy un verdugo y un asesino.
Y si esto se pronunciara en nuestro país tan solo un cuarto de millón de veces (para no estar por debajo, en proporción con Alemania Occidental), ¿no sería ya bastante?
En pleno siglo XX ya no podemos seguir durante decenios sin distinguir entre atrocidades juzgables ante un tribunal y un “pasado” que no conviene “remover”.
¡Debemos condenar públicamente la idea misma de que unos hombres puedan ejercer la violencia contra otros! Cuando silenciamos el vicio metiéndolo en el cuerpo para que no asome al exterior, lo estamos sembrando y acabará por brotar miles de veces más en el futuro. Si no castigamos, si ni siquiera censuramos a quien cometió el mal, estamos haciendo algo más que velar la vejez de un miserable, estamos privando a las nuevas generaciones de todo fundamento de justicia. Así crecen los “indiferentes”, y no por culpa de una “débil labor educativa”. Los jóvenes asimilan que la vileza nunca se castiga en la tierra y que, al contrario, siempre aporta bienestar.
¡Qué desasosiego, qué horror, vivir en semejante país!».