Solo la cruz ayuda a las iglesias a permanecer unidas

Mundo · Francesco Braschi
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22 octubre 2018
Ya estamos en la segunda mitad del mes en que el papa Francisco ha invitado a todos los cristianos a rezar el Rosario invocando a San Miguel Arcángel para que proteja a la Iglesia del diablo y sus intentos de separarnos de Dios y de nuestros hermanos, y no podemos dejar de reconocer cada día la más absoluta pertinencia de esta invitación ante los acontecimientos que agitan la Iglesia, y no solo la Iglesia católica.

Ya estamos en la segunda mitad del mes en que el papa Francisco ha invitado a todos los cristianos a rezar el Rosario invocando a San Miguel Arcángel para que proteja a la Iglesia del diablo y sus intentos de separarnos de Dios y de nuestros hermanos, y no podemos dejar de reconocer cada día la más absoluta pertinencia de esta invitación ante los acontecimientos que agitan la Iglesia, y no solo la Iglesia católica.

No en vano nos recuerda que diabólica es aquella obra que comporta una doble separación: de Dios y de los hermanos. Si nos damos cuenta, esta obra malvada es continua, capaz de insinuarse en cualquier ocasión y de adoptar la forma de cualquier disfraz pues, como nos recuerda san Pablo, “el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz” (2 Cor 11,14). San Pablo formula esta expresión escribiendo a una comunidad –la de Corinto– que él mismo evangelizó  y que se dejaba llevar fácilmente por otros “super-apóstoles” que predicaban una fe más “exclusiva” intelectualmente, llena de una aparente sabiduría y dotada de un alcance cultural más fácilmente aceptable por la cultura del momento. En otras palabras, un mensaje menos radical y exigente de la “cruz de Cristo” que Pablo no solo predicó sino también vivió, prestándose con sencillez y humildad a sostenerla con tal de que no fuera un peso excesivo para nadie. Pero justo esa renuncia suya se convirtió para sus adversarios en un argumento para descalificarlo, acusándolo también de promover con fines personales una colecta de dinero en favor de los pobres de Jerusalén, y para descalificar su doctrina, así como para promocionarse ellos mismos, como portadores de una forma más atractiva y fascinante de cristianismo.

Este episodio, aparentemente tan lejano en el tiempo, nos ayuda a comprender con más claridad el desafío radical al que nos enfrentamos ahora, tanto en Oriente como en Occidente. Un desafío que afecta directamente a nuestra fe y a la Iglesia como lugar de su pleno acontecer. En ámbitos y condiciones distintos, vemos suceder fenómenos similares. En Occidente se trata de la contraposición entre partidos y corrientes de opinión dentro de la Iglesia católica, donde son objeto de contienda el magisterio del papa Francisco, la comprensión de la tradición en sentido estático o dinámico, las modalidades de acercamiento a una humanidad largamente descristianizada. En Oriente estamos siendo testigos sobre todo del conflicto entre los patriarcados de Moscú y Constantinopla a propósito de la autocefalía de la Iglesia en Ucrania. Este dramático conflicto es solo la última manifestación de un problema complejo que afecta –como vimos de manera dramática durante el sínodo ortodoxo en Creta en 2016– por un lado a la forma y a la práctica de las relaciones entre las iglesias ortodoxas, y por otro al testimonio de la ortodoxia en el mundo contemporáneo.

Lo que une procesos tan diversos y extendidos es la representación en todas estas situaciones de una doble tentación: la división como solución y el olvido de la cruz.

La primera tentación, presente de muchas formas, tiene como denominador común la progresiva instauración de un pensamiento que ve en la separación, en la contraposición, en la concepción dividida una modalidad de afirmación de la verdad o, al menos, de la praxis del cristianismo. Se llega a pensar que en una determinada contingencia histórica no hay otro camino que la separación del “adversario”, una separación que puede ser geográfica, canónica, personal, o que puede verse como un primer paso hacia la “desaparición” del otro, por vía de asimilación o de alejamiento definitivo.

Puede asumir la forma de una petición de renuncia, de cambio de jurisdicción, de constitución de una nueva realidad eclesial oportunamente distinta, o acabar en la petición al otro de que renuncie a su alteridad dejándose absorber por el “lado justo”, pero el denominador común es la consolidación, poco a poco, de una especie de falsa “mística de la división”, que se muestra capaz de imponerse como criterio principal de discernimiento, e incluso de lectura de las fuentes bíblicas y tradicionales, lo que a menudo resulta en una exaltación del “nosotros” siempre en contraposición con los “otros”, cuya presencia o compañía se vuelven francamente insignificantes, cuando no explícitamente excluidas. El precio a pagar es la pérdida de la “catolicidad”, entendida no en sentido meramente confesional sino como compartición personal de la vocación de la Iglesia a ser instrumento de salvación para todos los hombres.

La segunda tentación, la de olvidarse de la cruz, se manifiesta ante todo en la exaltación de reglas, cánones, que se convierten ante todo en motivo de afirmación exclusiva del propio derecho frente al adversario, llegando a asumir un valor absoluto, olvidando muchas veces la propia inspiración del origen, y la finalidad, que es siempre la de ofrecer instrumentos para la comunión, y no para la división o contraposición.

En este sentido, resulta emblemático el significado del término “autocefalía”, es decir, la afirmación de la independencia de toda Iglesia local y su autogobierno, ante la injerencia de otras Iglesias locales. De hecho, la aparición de este principio se reconoce en la autonomía que el Concilio de Éfeso garantizó en el año 431 a la Iglesia de Chipre respecto al Patriarcado de Antioquía, estableciendo que ningún obispo “puede apropiarse de una provincia que ante no hubiera estado ya desde el principio bajo su autoridad o la de sus predecesores (…) para que (…) bajo la apariencia del servicio a Dios no se insinúe la vanidad del poder mundano y se pierda poco a poco la libertad que nos donó con su sangre nuestro Señor Jesucristo, liberador de todos los hombres” (del decreto del concilio de Éfeso). Lo que se excluye explícitamente es la entrada –en las relaciones entre los cristianos y las Iglesias– de una lógica mundana de poder como fundamento de la autonomía; mientras que se entendía positivamente afirmar la posibilidad de reconocer de manera cordial y coral la llamada a la libertad de una Iglesia local y la entrada de nuevos pueblos –con su cultura, historia e individualidad– en el único rebaño de Cristo, así como sostiene la autonomía dentro de la comunión de la Iglesia y entre las Iglesias.

En lugar de esa riqueza y ese amplio respiro que está en su origen, muchas veces a lo largo de la historia la reivindicación de la autocefalía se ha convertido en un afilado bisturí al que confiar la tarea de resolver problemas separando totalmente las competencias mutuas y las jurisdicciones, con el trágico resultado de imponer fronteras nuevas y demasiado dependientes de las contingencias históricas y geopolíticas, movidas por la lógica propia de los poderosos de este mundo, entre los cuales las Iglesias también se acostumbran a vivir aisladas y con una reducción asfixiante su propio carácter nacional.

Pero este aspecto también tiene que ver con la comprensión misma de la figura de Cristo como fundamento y autor de la fe. La referencia a la cruz significa, de hecho, la afirmación de que la defensa del propio “derecho” no puede convertirse en el objetivo único y definitivo de la propia acción, como recordó el papa Francisco cuando visitó en junio el Concilio ecuménico de las Iglesias en Ginebra. “A lo largo de la historia, las divisiones entre cristianos se han producido con frecuencia porque fundamentalmente se introducía una mentalidad mundana en la vida de las comunidades. Primero se buscaban los propios intereses, solo después los de Jesucristo. En estas situaciones, el enemigo de Dios y del hombre lo tuvo fácil para separarnos, porque la dirección que perseguíamos era la de la carne, no la del Espíritu”. Solo aceptar “trabajar sin provecho” permite vencer esta lógica. “Cada cual anda diciendo: ‘Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de Cefas, yo soy de Cristo’” (1 Cor 1,12), antes que “judíos o griegos” (Gal 3,28), del Señor antes que de derechas o de izquierdas, elegir en nombre del evangelio al hermano en vez de a uno mismo significa muchas veces, a los ojos del mundo, trabajar sin provecho. ¡No tengamos miedo a trabajar sin provecho! Se trata de una pérdida evangélica, según el camino indicado por Jesús. “El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará” (Lc 9,24). Salvar lo propio es caminar según la carne; perderse siguiendo a Jesús es caminar según el Espíritu. Como enseña el propio Jesús, no son los que acaparan los que dan fruto en la viña del Señor sino aquellos que, sirviendo, siguen la lógica de Dios, que sigue donándose (Mt 21,33-42). Es la lógica de la Pascua, la única que da fruto.

Nos enfrentamos así a la cuestión más radical, que ya evocábamos al principio, aquella por la cual el desafío de la división solo se vence con la disponibilidad a hacer de la cruz no un tema de debate teológico sino carne y sangre de la experiencia cotidiana, lógica nueva e inesperada en las relaciones dentro de la Iglesia y con los que aún no forman parte de ella.

Pero, ojo, no basta con recordar esto a los pastores de las Iglesias. La conversión siempre es un hecho personal, que parte de la disponibilidad para dejarse interpelar por las preguntas más incómodas y necesarias. Como por ejemplo, ¿qué significa para mí, ahora, reconocer que la Iglesia en la que recibí el bautismo es un lugar donde –a pesar de los defectos y pecados de quienes la forman y guían– Cristo me acoge y me ofrece los dones y gracias necesarias para mi salvación? ¿Qué significa para mí –escuchando las noticias, relacionándome con cristianos de sensibilidades distintas a la mía– reconocer ante todo la vocación común a la salvación y a la misión, y no dejar que prevalezca una lógica dividida y oportunista, hasta llegar a pensar que la dificultad, la herida o el castigo infligido a otra iglesia o a otra parte de la Iglesia –aunque sea culpable o haya descuidado su propia dignidad u olvidado su misión– puede ser inevitable o incluso, en el fondo, un bien? El Señor “la mecha vacilante no la apagará” (Is 42,3), ¿y nosotros estaremos dispuestos a celebrar la herida infligida a una Iglesia hermana, aunque sea para el triunfo de un derecho?

Que nadie piense que estas preguntas se pueden etiquetar, en el fondo, como “moralistas” o “buenistas”. Todo lo contrario. Se refieren a la calidad de la fe, a su esencia, a reconocer que solo la humanidad de Cristo es imagen real de nuestra propia humanidad, y que no podemos dejar de desear, pedir, implorar que cualquier decisión nuestra refleje su modo de mirar, juzgar, actuar (“pero yo os digo: no hagáis frente al que os agravia”, Mt 5,39).

En conclusión, para volver al ambiente eclesial que estamos viviendo, si en este momento no se nos da la ocasión de ver comportamientos evangélicos en las relaciones entre las iglesias y dentro de las iglesias, esto puede y debe convertirse en objeto de una oración insistente y apasionada, y también en trabajo personal para que en las relaciones entre cristianos (¡sobre todo!) cada uno de nosotros pueda experimentar y actualizar en primera persona esa cruz que nos hace disponibles a hacernos cargo de las debilidades de otros, plenamente conscientes de las nuestras. Y así reconocer una novedad posible, inicial, auroral –fruto de la gracia, es decir, de la presencia de Cristo– no solo en la vida eclesial sino también en nuestra vida personal.

Esta certeza llena de confianza en la acción de Cristo, incluso dentro de un contexto que se presenta fatigoso, confuso, desorientado para la fe de muchos creyentes, nos pide explícitamente vivir con mucha humildad la amistad y la compañía con nuestros hermanos ortodoxos, entre los cuales hoy muchos se preguntan cuál es la Iglesia a la que pertenecen, mientras sienten profundamente el peso de toda una historia que ha visto abordar entre sí cuestiones religiosas, políticas y nacionales. Para muchos de ellos, el deseo de vivir la libertad de la fe liberándose de un pasado de opresión y violencia, y como acogida de tantos creyentes hasta ahora excluidos de la comunión eclesial, está lleno de sinceridad, como también es cierto el dolor de muchos que no interpretan esta separación en clave de disminución del prestigio nacional sino, más profundamente, como otro factor de división entre las familias, los amigos, los creyentes acostumbrados a compartir la vida de la fe.

Por nuestra parte, reconocer este caso tan dramático y querer reconocer cada fragmento de bien que se encierra en el corazón de cada uno de nuestros hermanos y hermanas en Cristo, deseamos reafirmar, suave pero contundentemente, la voluntad de continuar siendo amigos y compañeros de camino de cada uno de ellos, sin dejarnos determinar por vetos cruzados o lógicas de poder. Al mismo tiempo, tampoco renunciamos a proponer a nuestros amigos ortodoxos esas preguntas tan fundamentales sobre la fe y la cruz que sentimos dirigidas a nosotros por la provocación de estos días.

Por tanto, el desafío continuará en el futuro. No es cierto que un cambio de jurisdicción patriarcal o el advenimiento de un pontífice con más “sintonía” con la propia postura lo que podrá garantizar a cualquier cristiano la salvación. Por otra parte, están los innumerables ejemplos de los mártires del siglo XX que nos muestran que no existe una situación (social y mucho menos eclesial) que haga imposible por sí misma vivir la fe. Partiendo justamente de la certeza experimentada de que Cristo me acoge a mí igual que acoge al hermano que pertenece a otra Iglesia, jurisdicción o grupo eclesial, se reabre continuamente, día tras día, la posibilidad de volver a reconocer la perenne novedad de la Pascua, es decir, el retorno de la muerte a la vida que el Espíritu del Resucitado opera con incansable fantasía y novedad. Implorando que de estos tiempos difíciles pueda surgir una novedad que nos testimonie, una vez más que “para Dios nada hay imposible”.

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