¿Solo Dios puede salvar?

Carrón · Julián Carrón y Umberto Galimberti
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8 abril 2022
Publicamos un fragmento del libro “Creer. Un diálogo entre Julián Carrón y Umberto Galimberti”, con el que la editorial italiana Piemme inaugura una colección de diálogos entre grandes autores de nuestro tiempo con motivo de su 40º aniversario.

En el 2020, año en que comenzó la pandemia, causó un gran impacto la imagen del papa Francisco rezando solo en la plaza de San Pedro: “sálvanos, Señor, de la tempestad”.

Llovía, parecía una visión apocalíptica. ¿Qué significa para vosotros esa imagen que encarna la soledad, no solo del hombre sino tal vez también de la Iglesia?

Julián Carrón

Ese gesto tan llamativo del Papa en marzo de 2020, en esa plaza de San Pedro vacía, bajo la lluvia, en un escenario apocalíptico, quedará mucho tiempo en la mente de todos. La conciencia de una necesidad genera un grito. La decisión de utilizar el pasaje del Evangelio de la tempestad, como manera de ayudar a entender y afrontar el momento de la pandemia, me pareció genial. “Aquel día, al atardecer, les dice: «Vamos a la otra orilla». Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba en la popa, dormido sobre un cabezal. Lo despertaron, diciéndole: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?». Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio, enmudece!». El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Se llenaron de miedo y se decían unos a otros: «¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen!»”.

Lo que me impactó, volviendo a la escena evangélica de la tempestad citada por el papa Francisco, no es que ese texto documente la necesidad de los discípulos, tan atemorizados como lo estábamos nosotros en la pandemia, sino sobre todo el hecho de que, en medio de esa situación de miedo, emergió –igual que pasó también aquella noche en la plaza de San Pedro– la figura de uno, Jesús, con toda su excepcionalidad.

Una diferencia que documenta el relato de Marcos con detalle. Primero: Jesús dormía pacíficamente, como si la tempestad no le asustara. ¿Qué le permitía estar tan imperturbable? No era ingenuidad, sino la manifestación de su autoconciencia, por la que ni siquiera una tempestad podía arañar su confianza total en el Padre. Esta confianza inquebrantable explica su entrega al sueño más profundo y también la pregunta sorprendida ante los discípulos, al verles tan confusos: “¿Por qué tenéis miedo?”. Un miedo cuyo origen desvela la segunda pregunta: “¿Aún no tenéis fe?”. Como si dijera: “¿Aún no habéis entendido quién soy? Si lo hubierais comprendido no estaríais tan asustados como para decirme: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?»”. Al desvelarse la excepcionalidad de Jesús, supera la necesidad concreta que había desatado la tempestad y, de la misma manera, supera nuestra necesidad –totalmente comprensible– de salir de la pandemia.

El carácter decisivo de esta excepcionalidad se pone de manifiesto en otro pasaje del Evangelio, cuando los discípulos se enfrentan a un nuevo desafío. “A los discípulos se les olvidó tomar pan y no tenían más que un pan en la barca”. ¿En qué se ve que aún no habían captado la diferencia de Jesús, justo ellos que habían sido testigos de la multiplicación de los panes? En el hecho de que “discutían entre ellos sobre el hecho de que no tenían panes”. Jesús se sorprende porque aún no comprenden. “¿Por qué andáis discutiendo que no tenéis pan? ¿Aún no entendéis ni comprendéis? ¿Tenéis el corazón embotado? ¿Tenéis ojos y no veis, tenéis oídos y no oís? ¿No recordáis cuántos cestos de sobras recogisteis cuando repartí cinco panes entre cinco mil?”. Ellos contestaron: “Doce”. “¿Y cuántas canastas de sobras recogisteis cuando repartí siete entre cuatro mil?”. Le respondieron: “Siete”. Él les dijo: “¿Y no acabáis de comprender?”.

Para mí este es el punto crucial. Aquella noche de marzo nos dimos cuenta –en la medida de la apertura y la pregunta de cada uno– de que no estábamos solos con nuestro miedo, que ha entrado en la historia una Presencia que nos acompaña incluso en las dificultades, en el dolor, que nos permite vivir cualquier circunstancia con esperanza. Fue como si volviera a suceder un anuncio mediante el testimonio del Papa. Hoy es de vital importancia darse cuenta de la naturaleza de la Presencia que ha entrado en la historia, porque el problema que nos queda después de la pandemia –que esperemos que siga atenuándose– es la falta de sentido. Mucha gente, ya antes de la pandemia y sin haber caído enferma en estos años, no sabe por qué vive.

Cuando Jesús cura a los diez leprosos, solo uno se da cuenta de que haberle conocido ha sido más importante que la curación. Un hombre puede curar hasta la lepra o superar una pandemia, pero si no descubre el significado de la vida permanecerá en la angustia o en el vacío.

Por esto, el gesto del Papa en la plaza de San Pedro me parece tan significativo, porque fue la ocasión de un anuncio que respondía al miedo más profundo, que estallaba por la “tempestad” de la pandemia pero que iba más allá de la pandemia, que afectaba a la vida. Nunca como en ese momento hemos podido percibir, todos, creyentes y no creyentes, que estamos unidos por una necesidad y que teníamos ante nosotros a un hombre que portaba un anuncio cargado de promesa.

Así lo afirma un pasaje de aquel discurso del Papa. “Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere”. Solo podrá ver el alcance de esta promesa quien tenga la audacia de verificarla en su propia vida.

Umberto Galimberti

“Sálvanos de la tempestad”, pide el Papa a Dios. También Heidegger, cuando el director del diario alemán Der Spiegel le pregunta sobre la técnica, dice: “Solo un Dios puede salvar”. Por tanto, el hombre solo no puede.

En estos tiempos de pandemia todos hablan del miedo. El ser humano tiene miedo. Pero ese es un término erróneo porque el miedo, que es un óptimo mecanismo de defensa, tiene un objeto determinado. Tengo miedo de un incendio, y por eso huyo. Si no tuviera miedo me metería en las llamas, como hacen los niños que nunca han visto el fuego. Los niños no tienen miedo a nada, por eso hay que estar pendiente de ellos, porque no ven los peligros, no tienen miedo. Pero sienten angustia que, a diferencia del miedo, no ofrece nada a lo que agarrarse, ningún punto de referencia. Angustia es, por ejemplo, lo que siente un niño cuando le apagan la luz de la habitación. Empieza a chillar y entonces acude su madre, enciende la luz, él revisa el panorama y ve que todo está en orden.

Deberíamos hablar de angustia a propósito del virus, porque el virus no se ve, no sabemos dónde está ni cómo defendernos. Es una incertidumbre por la que cualquiera puede ser portador de la enfermedad.

Hoy lo que genera angustia es la técnica, que no nos deja vivir en el tiempo, sino que nos arrastra en la vorágine del tiempo para alcanzar los objetivos que nos impone nuestro sistema de pertenencia. De ahí el incremento del consumo de psicofármacos, entre los que yo incluiría la cocaína, que también sirve para responder a las exigencias que la técnica impone al hombre para que esté siempre a la altura de la situación y alcance los objetivos laborales impuestos por el sistema. Cada año te suben el listón y tú entras en crisis, dejas de dormir, porque siempre hay que estar actualizado, a la última, hasta te levantas por la noche para ver el correo porque no puedes dejar pasar ninguna información.

Como decíamos, ya no vivimos en el tiempo, que es una categoría antropológica, sino que vivimos en la vorágine del tiempo, que es una categoría absurda que nos hace enfermar. Ya no vivimos en el espacio, porque puedo hablar con un amigo que está en California o Australia aunque no conozca a mi vecino de al lado, al que comparte conmigo la barra del bar o a mi compañero de clase. ¿Dónde acabará el ser humano?

La técnica, además, es la forma más elevada de racionalidad que el ser humano ha alcanzado, que consiste en obtener el mayor número de objetivos con el empleo mínimo de medios. Una racionalidad que la técnica comparte con el mercado. Solo que el mercado aún tiene una pasión humana, que es la pasión por el dinero, de la que la técnica carece totalmente.

La técnica no tiende hacia ningún objetivo, no promueve ningún sentido, no abre escenarios de salvación, no redime, no dice la verdad. La técnica funciona. Y si su funcionamiento llega a ser universal, y sobre todo si llega a ser la forma mentis de cada uno de nosotros, entonces el hombre sale de la historia, porque el ser humano también es racional. Lo irracional es el dolor, irracionales son el amor, el deseo, la imaginación, la ideación, el sueño, que la técnica percibe como elementos disturbadores, porque entorpecen ciertos valores, como la eficiencia, la velocidad y la productividad.

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