Sobre la aportación de los cristianos
Miguel Ángel Quintana ha tenido la generosidad de citarme en un reciente artículo titulado “¿Dónde están (escondidos) los intelectuales cristianos?”. Me ha citado como ejemplo positivo de una voz cristiana que aborda debates intelectuales de empaque. Miguel Ángel es uno de los columnistas más estimulantes que tenemos en el debate de ideas, por desgracia, muy escaso en España. Le agradezco las palabras que me dedica. Me siento honrado porque reconozca en mí, un periodista que hace análisis de actualidad y radio generalista de acompañamiento, a un cristiano. Pero difícilmente puedo identificarme como un intelectual cristiano. Mi formación, mis ocupaciones, mis competencias y mi producción tienen poco que ver con las de un verdadero intelectual.
Por otra parte, mi lectura recurrente de Charles Péguy me ha producido desde hace años un rechazo a lo que el poeta francés llamaba “el partido intelectual”. Tengo el máximo respeto a los que dedican su vida al conocimiento. A los que, disponiendo de un amplio saber, nos ayudan a comprender la actualidad y el mundo, a los que nos hacen disfrutar de la belleza. Mi rechazo del “partido intelectual” es el rechazo a una supuesta vanguardia que, por sus estudios, sus lecturas, su agudeza, sus méritos o su fidelidad a una doctrina tiene una clave de interpretación del presente y del pasado que desciende desde lo alto hacia los menos instruidos. Como cristiano católico he sido educado en el rechazo de todo tipo de elitismo gnóstico.
Solo puedo reconocerme como intelectual cristiano en la medida en la que la misma naturaleza del cristianismo requiere de mi intelecto y de mi afecto. También lo es, en ese sentido, una nigeriana viejita a la que habían amputado una mano. La conocí en medio de la estepa. No sabía leer ni escribir. Como han señalado los dos últimos pontificados, el cristianismo no es ni un sistema ético, ni un sistema de ideas. El cristianismo –añado yo– no es la cristiandad, no es un magnífico legado histórico, artístico, filosófico y jurídico. El cristianismo es un acontecimiento: nace y crece como un encuentro, como el que tuvieron hace dos mil años los primeros discípulos con Jesús de Nazaret. Este encuentro, para ser reconocido como el encuentro con Dios encarnado, requiere de la libertad. Requiere de una inteligencia y de un afecto capaces de darse razones del sorprendente fenómeno que se produce cuando se le acoge. Mikel Azurmendi ha escrito recientemente el libro El Abrazo para comprender cómo viven unos cristianos del siglo XXI. Y ha explicado el proceso que hace de la fe un acto razonable. Lo llama “indagación de los vínculos temporales y causales del estupor” suscitado por el encuentro humano del que hablaba antes.
Yo no sería cristiano si el acto de fe no fuera continuamente en mí un acto de mi inteligencia, seducida por una cadena de testigos que suscitan la misma reacción que tuvieron los primeros discípulos. Un cristianismo de esta índole tiene como dimensión esencial la cultura. Pero no solo y fundamentalmente la cultura heredada de la cristiandad, ni la cultura de los que han estudiado mucho. Hablo de esa cultura que nace de hacer un ejercicio crítico y sistemático de la experiencia que se vive. No hay cultura realmente cristiana si no hay una experiencia de cómo Jesús se hace presente en este momento de la historia, despertando la misma sorpresa, la misma alegría que al principio. Es lo que señala el papa Francisco en la Evangelii Gaudium.
El acontecimiento cristiano requiere de la inteligencia y genera una nueva inteligencia. Y aquí puedo ya referirme al debate planteado por Miguel Ángel que, a su vez, responde a Diego S. Garrocho. El joven filósofo se pregunta dónde están los cristianos. Es una pregunta sin duda pertinente. Miguel Ángel añade que hay muchas instituciones cristianas pero pocas voces cristianas. Observación que hay que acoger como invitación a una revisión permanente de las obras que en su origen han sido generadas por la fe. No hay en España, como en otros países en los que he documentado la persecución religiosa, restricciones a la libertad de los creyentes. Durante un tiempo se discutió mucho si era necesario un cristianismo de la presencia o un cristianismo de la mediación, si eran necesarios cristianos en las instituciones o instituciones cristianas. Me parece que, aunque esas discusiones contenían elementos interesantes, están superadas. Se han descrito también sobradamente las limitaciones de un dualismo entre fe y vida que, queriendo garantizar la autonomía de lo temporal, acaba convirtiendo el cristianismo en una inspiración ética. La fatiga del sistema ilustrado de valores –que tuvo un origen similar– nos ha permitido reconocer cómo esta fórmula ha quedado agotada.
Creo que la primera aportación de los cristianos al mundo de hoy es dar razón de lo que nos sucede. No solo a través de un anuncio directo del contenido de la fe sino por nuestro modo de estar en la realidad. En este sentido la categoría esencial es el testimonio. No hablo fundamentalmente de un testimonio de coherencia moral. La coherencia moral no es lo que distingue al cristiano. Hablo de una forma de vida que remite a un acontecimiento de gracia. Hablo de una inteligencia de la fe que se convierte en una inteligencia de la realidad para afrontar los problemas que son comunes a todos los hombres: familia, política, educación y un largo etcétera. Esa inteligencia de la realidad la ofrecemos en la ciudad común y plural. No ocultamos su origen, todo lo contrario, lo anunciamos con alegría. Y no pretendemos que necesariamente ordene la vida civil porque sabemos que solo puede ser aceptada a través del misterioso juego de la libertad de Dios y de la libertad del hombre. Lo hacemos interesados en aprender, en la relación con los no cristianos, qué significa la fe que hemos abrazado. Dispuestos siempre a sorprender y acoger la verdad y la belleza venga de donde venga. La cultura cristiana no es un museo con piezas magníficas, no es fundamentalmente un legado. Es el modo de tratar las cosas comunes de aquellos que hemos sido fascinados por una gracia extraña. Tiene su máxima expresión en la caridad, en una mirada hacia el hombre concreto en el que se reconoce el mismo corazón inquieto, la misma dignidad infinita.